“El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimente diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas”.
“La mentalidad moderna, habituada a juzgar todas las cosas bajo el aspecto del valor, es decir, de su utilidad, deberá admitir que el valor del Concilio es grande, al menos por esto: que todo sea dirigido a la utilidad humana; por tanto, que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y más eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre”.
(Pablo VI, Discurso de clausura del II Concilio Vaticano).
Sabemos que la actitud del católico debe ser de escepticismo, de sospecha, y de rechazo instintivo ante cualquier novedad que procede de un mundo herido por el pecado, y que ha rechazado en masa la redención de Cristo. No negamos, como los protestantes, que el hombre sea capaz del bien. Pero negamos que lo sea habiendo previamente escupido sobre su Creador y rechazado de plano la Gracia que se necesita para ese bien.
El mundo está maldito por el pecado, y se ha vuelto doblemente maldito con la Modernidad, porque ha apartado la Fuente de su Redención. Por tanto, si no puede el católico esperar congraciarse con el mundo, menos aún puede esperar hacerlo con este mundo, con el mundo de la apostasía nacido de la Ilustración, de donde la Iglesia conciliar presuntamente pretende rescatar los mejores valores (Ratzinger dixit).
Las cosas del alma no evolucionan. Y su proceso estudio y aprehensión por la inteligencia humana tienen un recorrido paralelo al grado en que el hombre se somete a Dios. Veinte siglos de Iglesia nos han dado santos teólogos, juristas, filósofos, pedagogos, apologetas, misioneros, y no pueden compararse con los supuestos avances acaecidos en la época de mayor apostasía colectiva dentro de ese periodo.
Por el contrario, en el transcurso de apenas unas pocas décadas, y en el peor escenario posible, no hemos podido observar más abundante caudal del reformas y novedades que el traído por la Iglesia conciliar: se ha cambiado la doctrina política de la Iglesia, la Misa, los rituales sacramentales, el Padrenuestro, el Rosario, el Código de Derecho Canónico y el Catecismo, por poner solamente algunos ejemplos representativos. En definitiva, se ha cambiado la fe, con toda la desvergüenza adicional que supone haber canonizado en masa a los ejecutores del cambio, y ensalzando, incluso con la dignidad cardenalicia, a la mayoría de sus autores intelectuales.
Y ¿Cuál es esa nueva fe? La nueva fe ya no es la fe en Dios, sino en el hombre. Fe que aparta a la Iglesia de su misión en la vida social; fe que suprime el aspecto sacrificial de la Misa; que desmonta la necesidad expiatoria de la criatura para con Dios; que perturba y subvierte el natural orden de fines del matrimonio, disolviendo el núcleo de la moral familiar católica; que elimina todo llamado a la heroicidad, vulgarizando lo sagrado y sacralizando lo vulgar; que anima al hombre a sumergirse en el mundo, “amándolo apasionadamente”; que acoge todo tipo de novedades en materia espiritual, teológica, filosófica y política; que se asocia con los poderes fácticos del mundo, de los cuales todos sabemos quién es el príncipe.
Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.
(Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, n.12)
No es que haya cambiado solamente la fe; es que ha cambiado el propio fundamento de la virtud de la religión. Hasta la religión natural que llevaba a todos los pueblos a dar culto expiatorio a la divinidad, ha sido subvertida convirtiendo el culto en una acto antropocéntrico, y por tanto, dejando de ser un acto de re-ligión.
En definitiva, la neo-Iglesia conciliar es una Iglesia que se jacta de ser del mundo. Que, sesenta años después, no ha dejado de perder relevancia hasta en los aspectos más profanos de la neo-doctrina que profesa. Nunca interesó este mensaje a los de fuera, más que como símbolo de su auto-demolición, y cada vez interesa menos a los de dentro. Los enemigos de Cristo y de Su cuerpo místico apelaron a la modernización de la Iglesia, y una vez la vieron con sus ojos, la abandonaron a su propia irrelevancia, como el fornicador abandona a la prostituta una vez saciado su instinto.
Pese a haber constatado esta circunstancia, insisto, la neo-Iglesia se empeñó en seguir prostituyéndose, alimentándose de todo aquello que el mundo sin-Dios ofrece. El resultado: se ha convertido la jerarquía de la neo-Iglesia en un burdel de mitrados. El Vaticano se ha asentado como el trono de un tirano (cuyas características encajan a la perfección con la definición clásica del mismo), rodeado de un séquito caracterizado por una terrible mezcolanza de herejía endémica con vicios personales notorios y vergonzosos. Y, por debajo, una ingente masa de fieles que se tapan los ojos con la sábana de una desordenada obediencia, negando la realidad más evidente con sesudas disquisiciones y falacias acerca de la indefectibilidad de la Iglesia, negando hasta la misma realidad que contemplan nuestros ojos.
No cabe duda de que la neo-Iglesia conciliar ha sido un ingente programa de conciliación entre la fe y el mundo. Y no se puede servir a dos señores. Quien quiera pruebas, simplemente que alce su mirada, limpia de sectarismos, a la cruda realidad.
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