En los últimos días, contemplamos el hervor de indignación que emana de los medios liberal-conservadores de España a cuento de la posible amnistía de los condenados en el intento de sedición de la región catalana del resto de España, gestada desde hace décadas con la connivencia de todos, y ejecutada a partir del año 2017. Manifestaciones de repulsa que, no por repetitivas, son más originales. Valga, por todas, la de Ignacio Ruiz Jarabo en The Objective:
«Si la Constitución para nada vale, nos quedaríamos sin reglas de juego, ayunos de cualquier reglamento socio-político, huérfanos de toda referencia»
De hecho, todas estas eclosiones de bilis liberal, acurrucadas en los manidos principios liberales de igualdad, democracia, Estado de derecho, soberanía nacional, primacía de la ley, etc., vienen a concluir esencialmente en lo mismo: el régimen de 1978 carece de viabilidad si no se respetan las manifestaciones de voluntad sobre las que se asienta.
Lo cierto es que es así. Pero lo es desde el momento en que se ha querido expresamente que lo sea. Es decir, desde el momento en que se decidió que lo mejor para los destinos de España era apostatar como nación y rendirnos en las manos de la aporía liberal. Aporía tan liberal que ahora es incapaz de defenderse de sus agresores.
Ya no estoy hablando meramente de la conveniencia – o no- de que un parte del territorio que configura el régimen de 1978 se segregue del resto, cuestión que incomprensiblemente sigue siendo un tabú, pero que en todo caso no abordaremos aquí. Me estoy refiriendo a las conclusiones que extrae, en este caso, Ignacio Ruiz, conforme a las cuales, sin la Constitución, nos quedamos:
- «Sin reglas de juego»: Cuando las reglas del juego se remiten, como causa final, a la voluntad de la mayoría – pues no fue otro el fundamento de legitimidad de la Constitución de 1978-, nada nos debe extrañar que, por efecto de esa misma mayoría, se proceda a desmontarlas, derogarlas, o defraudarlas. Si, lejos de la ley natural y divina, el único árbitro del bien y el mal es un Tribunal, para más mofa nombrado por políticos liberales y, por tanto, apóstatas, es totalmente normal que el resultado sea la anarquía. ¿Acaso creemos que, habiendo desterrado la fe y moral católicas, vamos a estar a salvo de la corrupción o el fraude?
- «Sin reglamentos socio-políticos»: esto es consecuencia de lo anterior. Si las leyes, que son la aplicación práctica de los principios de la ley natural y divina, se sustituyen por meras manifestaciones escritas y solemnes de la voluntad parlamentaria, ¿cómo no va a tener potestad el legislador de dejar sin efecto el entramado liberal de normas – puramente coactivas, sin sustento metafísico alguno, que constituye el tejido del sistema liberal que tenemos? Si la Constitución fue una mera manifestación de voluntad, ¿por qué no se puede, mediante otro acto de voluntad en sentido contrario, deshacer lo hecho? ¿qué nos lo impide? ¿un mero procedimiento reforzado que ahora se nos vuelve en contra?
- «Huérfanos de toda referencia»: Totalmente lógico; si la Referencia por antonomasia, causa final de todo cuanto es, ha sido tomado por las leyes como inexistente y ninguneado burlescamente en la actividad parlamentaria, gubernativa y judicial, por mandato expreso de la Constitución, ¿cuál va a ser la referencia en el momento en que la criatura devora a su criatura-creador?
Y es que, efectivamente, después de haber arrasado con la religión verdadera, la Constitución se erige como el becerro de oro más allá del cual no hay nada. Ya se han encargado de ello, entre otras cosas, para hacernos dependientes e idólatras sobornados del sistema. Por eso los liberales se aferran con uñas y dientes a ella. Se han creado un dios de barro, obra suprema de la emancipación de la razón respecto de su Creador. Así pues, la debilidad del régimen de 1978 no es más que la consecuencia natural de los presupuestos sobre los que se fundamentó. Que nos aproveche.
A todo esto, y viendo que el rechinar de dientes liberal-conservador ante las tropelías de los – dos – candidatos a la Presidencia del Gobierno, se extiende a los ámbitos católicos del conservadurismo oficialista, no queda más que observar que aquellos que inciensan el régimen vigente porque les da de comer; que aquellos que pretenden imponer como obligación moral la participación política mediante el voto en un régimen corrupto y diabólico sin recordar que no existen alternativas aceptables para un católico; que aquellos que validaron el régimen de 1978 como no contrario a la ley de Dios, y a su monarquía farsante e igual de apóstata, como un régimen deseable de convivencia; más aún, quienes consideran que el pluralismo político es un ingrediente para el bien común; son todos ellos cómplices de la destrucción de España. Destrucción que, tiempo atrás, ya profetizó Marcelino Menéndez y Pelayo, como íntimamente vinculada al abandono de la religión por parte del pueblo español.
Son inconmensurablemente estúpidos, o simplemente carecen de fe, aquellos «católicos» que consideran digno de ser conservado este régimen. El problema es que, como bien claman los medios liberal-conservadores, sin 1978 no hay nada más que el caos; caos que ellos mismos han promovido y construido por pretender sustituir a Dios por el hombre.
Es inevitable: recorrer la historia del régimen del 1978 equivale a andar tras las muestras de adulación al mismo por parte de la inmensa mayoría de prelados. Eso significa que La Iglesia ha tenido, sin duda, un papel protagonista en la descristianización de España. Hemos mancillado la reliquia de la sangre de nuestros mártires. En nombre del consenso y la reconciliación, hemos readmitido a los recalcitrantes e impenitentes enemigos de España, que son los mismos que los enemigos de Dios. Bajo la bandera del progreso, España ha vendido su alma al diablo, y ahora el diablo le pasa la factura correspondiente. Hoy somos la avanzadilla de cualquier iniciativa aberrante, mejor cuanto más ofensiva a Dios, hasta el punto de no ser capaces de cosas tan elementales como mantener nuestra integridad territorial de los enemigos internos y externos.
Tengo el convencimiento de que el castigo infligido por Dios a España es especialmente riguroso porque el juicio a las naciones, que sólo puede realizarse en la vida terrena, es trasunto del juicio particular de las almas, y por tanto, más exigente cuantos más talentos fueron recibidos. España recibió el don de la fe en grado de divina predilección, como lo demuestra su grandiosa historia, y ha acabado optando por escupir y pisotear de la manera más vil aquello que le dio su grandeza.
También suele decirse que los castigos de Dios son tanto más humillantes cuanto más abunda la soberbia en los pecados que encienden la divina ira. En ese sentido, en España tenemos un clero, mayoritariamente doblegado y sumiso al poder establecido, mayoría que alcanza el grado de unanimidad cuando de prelados se trata, con un comportamiento sistemáticamente vergonzoso desde hace décadas; únicamente preocupada por su sustento material, y abandonando a su suerte a millones de almas huérfanas, como el conjunto de España, de toda referencia moral.
La autocrítica en el ámbito civil y eclesiástico sigue, por su parte, brillando por su ausencia. Solamente contemplamos patadas a los frutos, pero ni una sola al árbol que los dio. Como mucho, en palabras de Ruiz-Jarabo, “si se desea una salida pacífica es evidente que se necesitaría reeditar el gran acuerdo que condujo a la actual Constitución”. Se lo traduzco: reafirmarse íntegramente en la apostasía liberal en la que se sumió España en 1978, a lo más, corrigiendo los errores técnicos más molestos al ideario liberal-jacobino que la concibió. Es decir, buscar la manera de reafirmar la mera unidad material de un territorio que lleva décadas dividido de facto, sin tocar ni uno solo de los fundamentos que la sustentan.
Ahora mismo, España es materia sin forma, porque carece de alma, y cualquier régimen político que prescinda de Dios es incapaz de conformar nuestra sociedad. No hemos nacido en naciones cuya esencia provenga de la revolución. No somos italianos, alemanes ni estadounidenses. Somos españoles, y nuestra seña de identidad es la fe. Este tema ya se ha tratado en profundidad en este portal, pero no cesaremos en nuestro empeño mientras continúe existiendo una mayoría de «católicos» de misa dominical que la justifican, defienden o incluso alaban como instrumento de convivencia.
Leer ahora la indignación de los «Sin-dios», produciría risa si no fuera porque es un auténtico drama. España tiene lo que se merece. Y sus obispos, también. Cualquier intento de lamentar nuestras desgracias debe pasar por cuestionar la necesidad de cambiar, de cabo a rabo, el sistema. Cosa que a su vez es imposible porque las reservas morales y espirituales de España hace tiempo que se desactivaron por obra y gracia de la propia Iglesia, principal cómplice de la apostasía de una nación eminentemente católica, a la que se invitó fervientemente a abrazar la religión liberal. Estamos a la deriva, y con nuestro pan nos lo comamos.