Del conservadurismo periclitado al neo-progresismo.

Desde que eclosionó la Modernidad, el conservadurismo siempre ha tenido un componente de transacción con el mundo revolucionario. Y sabemos que el mundo es uno de los enemigos del alma, motivo por el cual el conservadurismo nunca es una receta aceptable para el católico.

No obstante, en tiempos en los que el mundo en general, y la estructura eclesial en particular, que debería estar al margen de él, conservaba todavía algo de su matriz católica, el conservadurismo fue un mecanismo que sirvió a muchos para crear una atmósfera familiar o social en forma de escudo contras las asechanzas de los enemigos. A ello contribuyó el Magisterio papal, que pese a que, desde el Concilio ha adolecido de contaminación de la filosofía y teología modernas, guardaba la apariencia de asidero moral de corte conservador. Documentos como Humanae Vitae, Fides et Ratio, Mulieris dignitatem, y otros, de los que hoy hemos descubierto, desde la Tradición, su carácter acomodaticio a la Modernidad en no pocos aspectos, se configuraban por aquel tiempo como puerto seguro de la teología moral, y por tanto, como una doctrina que merecía, al menos en apariencia, ser «conservada».

Por el contrario, la publicación de Amoris Laetitia supuso la defenestración definitiva del Magisterio «conservador», de modo que la Iglesia visible ha transitado desde el conservadurismo (que, no olvidemos, es un progresismo moderado), hacia el progresismo radical. De ese modo, el oficialismo se ha desplazado igualmente en dicho sentido. El conservadurismo ha quedado periclitado, precisamente porque ya no queda nada que conservar. En otras palabras, la ideología de la Iglesia conciliar de hoy ya no es el conservadurismo, sino el progresismo radical.

Y eso ya se está notando en la vida de la Iglesia a todos los niveles. Cada vez más grupos emergentes de católicos hacen de la novedad y la innovación, su razón de ser. Hablar de misericordia sin arrepentimiento, de que «Dios te ama como eres», de que «lo importante es amar», etc., ya no son ocurrencias venidas de párrocos o prelados díscolos, sino que se trata de un lenguaje al que el Pontificado de Francisco ha dado carta de naturaleza, y que ya forma parte del acervo común de una inmensa masa de fieles. Con esas premisas, se puede justificar absolutamente cualquier aberración que dicte el tirano de turno en Roma: la bendición de parejas de sodomitas, la ordenación de diaconisas, etc. El proceso de inculturación de la herejía modernista se encuentra en fase avanzada, y la leve resistencia del clásico «mundillo» conservador conciliar, sencillamente, ha desaparecido.

Así, el conservadurismo ha sido ampliamente superado como dique de contención contra los peligros para el alma. Según observo y experimento, la única manera fiable de transmitir la fe a las generaciones venideras es desde la Tradición. Ningún «pringado» con guitarra ni ningún «revolcadero» va a suplir ese papel. Seamos claros: los hijos de la generación de Juan Pablo II caerán en las garras de la herejía si no piden la Gracia de reorientar su vida como católicos hacia la Tradición.

Decía John Senior que «nadie en su sano juicio querría ser original o innovador en estos tiempos». En realidad, la forma mentis del católico nunca lo ha sido, pero desde luego no hay duda de que hoy es el peor momento posible para serlo. Y en ese peor momento aparece, como ya dijimos, toda la parafernalia conciliar, terremoto cuyos efectos se expanden derribando el muro conservador que durante un tiempo cumplió cierta función de defensa contra el progresismo. Y de paso ha quedado a la vista que ese muro estaba hecho del mismo material salido de la herejía conciliar, solo que amalgamado con ciertos elementos católicos que todavía pervivían.

La evolución de la Iglesia conciliar se ha comido la parcela, si se quiere, del «centro-derecha» eclesial. Eso significa que la papolatría progre ha desplazado a la papolatría conservadora, de modo que una secta ha devorado a otra. Es el resultado de callar sistemáticamente para tapar las miserias de la herejía conciliar de explosión retardada.

Como bien explica The Wanderer, el gran pecado estructural de la Iglesia del último siglo y medio es el ultramontanismo. Y el ultramontanismo ha dado a probar su propia medicina al mundillo conservador, que hoy asiste a una encrucijada en la que, una vez bombardeada su trinchera,  mostrará su verdadera naturaleza: la de un progresismo encubierto. No es de esperar que, salvo honrosas excepciones, el conservadurismo mute hacia la Tradición. De hecho, ya se aprecia que el espacio perdido por el conservadurismo lo está ocupando el neo-progresismo, es decir, el conservadurismo rediseñado para asumir ideológicamente el progresismo oficial. Y Francisco lo sabe: ha asestado el golpe de gracia a ciertas instituciones eclesiales precisamente para que el ultramontanismo antaño conservador se re-alinee definitivamente con el nuevo paradigma eclesial.

Eso no significa que todo el mundo esté conforme con lo que está viviendo la Iglesia en la última década. La incomodidad en muchos de los sectores conservadores es patente. Pero al mismo tiempo son incapaces de abandonar su ultramontanismo, con lo cual las acrobacias para conciliar ambas cosas (el conservadurismo y el ultramontanismo) ya adquieren el carácter de vertiginosas. En definitiva, es una gran ventaja para los tiranos conciliares tener a la grey tan bien adiestrada. Y ese adiestramiento, como decimos, no viene del Concilio, sino que es una mera realidad que el Concilio ha utilizado a su favor.

Si queremos salvarnos del naufragio, no queda otra que implorar a Dios que nos conceda la valentía intelectual y moral de librarnos del sectarismo que ha inundado la Iglesia. Pertenecer a la Iglesia católica no equivale a subirse a un tren en marcha cuyo destino se desconoce, sólo porque sabemos quién es el maquinista.

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