Decía el Cardenal don Isidro Gomà que «liturgia es sinónimo de vida de la Iglesia, su dogma vivido». Asimismo, Mons. Ragonesi afirmó que «cada acto del culto católico es profesión implícita del dogma, e implícita refutación de las herejías». Es evidente que la Iglesia periconciliar ha modificado al fe que profesa la Iglesia visible. Ergo, era necesario cambiar la liturgia. Es más, la reforma litúrgica paulina, recién acabado el II Concilio Vaticano, cuando aún no se sentían sus efectos plenamente, fue la evidencia más preclara de la intención del Concilio.
Por tanto, esa es la razón que prueba el carácter malicioso de la reforma litúrgica, y que su origen y causa están imbricados indefectiblemente con el devenir de la neo-Iglesia conciliar. De hecho, lo que se quería para la neo-Iglesia, es decir, una supuesta mayor apertura a los fieles y al mundo, es lo mismo que se quería para la liturgia. Veamos lo que opinaba al respecto Benedicto XVI (quien, de forma sólo aparentemente paradójica, abrió la puerta a la restauración del usus antiquor):
“El primer objetivo [del Concilio], inicial, simple —aparentemente simple— era la reforma de la liturgia, que había comenzado ya con el Papa Pío XII, reformando la Semana Santa.
[…]
[A]hora se había redescubierto precisamente la belleza, la profundidad, la riqueza histórica, humana y espiritual del Misal, y la necesidad de que no fuera sólo un representante del pueblo, un pequeño monaguillo, el que dijera: «Et cum spiritu tuo»…, sino que hubiera realmente un diálogo entre el sacerdote y el pueblo; que la liturgia del altar y la liturgia de la gente fuera realmente una única liturgia, una participación activa; que la riqueza llegara al pueblo. Y así la liturgia se ha redescubierto, se ha renovado. Ahora, en retrospectiva, creo que fue muy acertado comenzar por la liturgia”.
(Benedicto XVI, Discurso de 14 de febrero de 2013 en su encuentro con los párrocos y el clero en Roma).
Asimismo, la idea católica de liturgia se despliega como la forma oficial y universal de dar culto a Dios. La reforma litúrgica ha permitido múltiples manifestaciones ajenas a la tradición de la Iglesia: ya no solamente el novus ordo per se, sino todas sus derivadas: misas «de sanación», carismáticas, «kikas», entre otras. Por otro lado, en la liturgia se realiza la oración comunitaria de la Iglesia. Para ello, no es necesaria la participación de los fieles, sino que aunque solamente celebre el sacerdote, con o sin acólito, como dice el Cardenal Gomà:
«[T]oda la Iglesia es solidaria de estos actos litúrgicos; y a solas dice el ministro de Dios: Dominus vobiscum, Oremus, Orate Frates, como si oficiase entre la plenitud de la asamblea cristiana».
(Card. Isidro Gomà, «El valor educativo de la liturgia católica»).
La idea de solidaridad (in solidum) es propia de la Iglesia, donde lo individual se subordina y rinde a lo común, también en la oración y la liturgia. La proliferación de devociones particulares, el aparicionismo, las neo-devociones derivadas de los santos conciliares, etc., son herencias propia de la devotio moderna, individualista y autorreferencial. Y solamente conduce a una Iglesia de reinos de taifas, acaudillados por el iluminado de turno. Lo genuinamente católico, por el contrario, es que la Iglesia establezca cómo rezar y cómo practicar el culto.
Por otra parte, el carácter simbólico, pedagógico y catequético de la liturgia, orgánicamente desarrollada a lo largo de siglos, ha sido exterminado por esa reforma litúrgica, surgida de burócratas curiales, apadrinada un masón (Bugnini) y aplaudida por el protestantismo. No podría esperarse otra cosa, pues de lo que se trata es de deshacer toda la enseñanza tradicional de la Iglesia. No es difícil apreciar las diferencias, y su incidencia doctrinal y dogmática. La primera, la sensación generalizada de falta de sacralidad y reverencia. La causa: la pérdida del carácter sacrificial de la Misa, la renovación incruenta del sacrificio de la Cruz.
«Si alguno dijere que en el sacrificio de la Misa no se ofrece a Dios un verdadero sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos a comer Cristo, sea anatema»
(Concilio de Trento, Sesión XXII, Canon 1, Dz 948)
Síntomas claros de esta desfiguración de la esencia de la Misa son: la desaparición de la idea de indignidad para celebrar y participar del misterio; la difuminación de la distinción entre el sacerdote y los fieles, con infinidad de oraciones que son repetidas simultáneamente por ambos; prevalencia de la dimensión eucarística respecto de la finalidad satisfactoria (Eucaristia versus misa); cambio en la fórmula del ofertorio, que se asemeja más a la bendición de una mesa que a la oración propiciatoria (que el rito antiguo conserva en expresiones como Suscipe, offerimus tibi, placeat tibi); igualación de de la ofrenda del sacerdote con la manera de participar de los fieles en la misma; copia de determinadas doxologías de la liturgia protestante, herética en cuanto a la transubstanciación.
Sobre esto se podría abundar mucho. Pero para relevo de pruebas, mejor recurrir a la confesión de parte. Esto dijo el autor intelectual del atentado litúrgico paulino, Annibale Bugnini, nombrado en 1948 por Pio XII miembro de la Comisión para la reforma de la liturgia:
«Se trata, en realidad, de una restauración fundamental [de la liturgia], diría casi una refundición [es decir, una destrucción para una posterior reconstrucción con los restos de la destrucción], y en ciertos puntos [los que se toman del protestantismo], una verdadera creación nueva».
En definitiva, si la neo-liturgia es la acomodadora de la neo-fe, es evidente que la liturgia nueva es un elemento, no sólo extraño, sino subversivo, de la fe católica. Sobre esto volveremos.