Sobre el ensañamiento con el comunitarismo

Leo, en una muy respetable publicación del mundo tradicional hispánico, la transcripción de una conferencia impartida por el Profesor Javier Fernández Sandoval. El artículo se titula: «Los enemigos y súbditos de Cristo Rey». Al menos en el apartado que voy a comentar, avanzo que el artículo es profundamente desafortunado en el modo de abordar ciertas realidades eclesiales que el autor agrupa como comunitarismo, atribuyéndoles, sin la menor distinción ni matiz, una serie de caracteres, a la par que vertiendo algunas acusaciones verdaderamente graves, si no van acompañadas de las pertinentes matizaciones. La explicación se incardina dentro del apartado «Súbditos aparentes de Cristo Rey», y se denomina: «Comunitarismo y “societarismo, ¿católicos?”»

Comienza el autor diciendo que el comunitarismo es un fenómeno genuinamente estadounidense (cosa que no voy a discutir), y en España, tal corriente se ha introducido con la supuestamente demostrada «intencionalidad de grupos interesados en la promoción de esta ideología». Acusa, pero no menciona ni siquiera referencia a pie de página cuáles son las pruebas o fuentes en las que se basa para demostrar la existencia de tal «mano negra». Que no podemos descartar que exista, pero desde luego, cuando se lanza una crítica de semejante calibre, se ha de estar en disposición de permitir la verificación de la misma referenciando el material pertinente.

En segundo lugar, considera la obra de Rod Dreher «La opción benedictina», criticada con fundamento en el mismo medio que publica este artículo[1], es la obra de referencia del comunitarismo, como si existiese un único comunitarismo, y todos aquellos que participan de él tuviesen las mismas motivaciones. Y aquí es donde empieza, a mi juicio, el enredo principal del autor, que considera al comunitarismo (todo él) tal como sigue:

  • Partidario de la libertad negativa moderna y subordinado inconscientemente al Leviatán.
  • Participante en la Weltanschauung protestante que repudia la política como propia de hombres corruptos, al modo luterano.
  • Defensor de la primacía del bien particular sobre el común, olvidando la naturaleza social del hombre.

Obviamente, estas afirmaciones son sintéticas, pero a la vez representativas de la intención del autor, que no es otra que descalificar absolutamente una tendencia social que parece despertar recelos en ciertos ambientes, cuya proporción solamente es explicable racionalmente por cuanto provoca potenciales flujos de salida de afiliados.

Vamos a ver ahora por qué considero que este artículo está lleno de falacias de hombre de paja y, sobre todo, no considera las circunstancias y la intención que lleva a muchos católicos a asumir ciertos postulados prácticos (que no necesariamente doctrinales) de lo que el autor define como «comunitarismo».

En el fondo, todo gira alrededor del olvido de una premisa muy tomista en la valoración moral de los actos, como es el contexto y la intención, y su sustitución por otra de tipo muy jesuítico, como es la rigidez extrema en la transición entre los principios y su aplicación. Dicho en lenguaje más llano: la omisión de la virtud de la prudencia.

Y es que es del todo inapropiado calificar, sin más, como filo-protestantes o liberal-conservadores a quienes, sin el convencimiento doctrinal, pero apremiados por las dramáticas condiciones en las que vivimos los católicos fieles, optan por constituirse en pequeñas comunidades aisladas de los males del mundo. Y más grave es la acusación cuando lo que se pretende (y no con malos resultados), es proteger a la prole del veneno mundano que emana sin cesar de un mundo apóstata, y donde no se encuentra refugio en ninguna de las estructuras «usuales». El autor habla despectivamente de los «puros». Nadie en su sano juicio puede considerarse puro, sino pecador, masa de perdición necesitada de la gracia; pero eso no obsta para que busque la pureza mental y espiritual como medio para acercarse a Dios y santificarse por Su gracia. No otra cosa es lo que han hecho, y hacen, las órdenes religiosas de vida contemplativa. ¿Acaso es comunitarismo la vida en comunidad de los religiosos, que se apartan del mundo para estar más cerca de Dios, dada la mayor perfección de la contemplación respecto de la acción? No todos estamos llamados a la vida religiosa, ciertamente, pero ¿se contraría necesariamente a la naturaleza humana por buscar herramientas de unión comunitaria, casi siempre inspiradas en la vida monástica, para intentar, en la medida de lo posible, recrear una pequeña Cristiandad a través de grupos de familias que viven siendo los únicos responsables de lo que ellos y sus seres queridos leen, escuchan o creen?

Lo diré muy claro: en nombre de ninguna doctrina, por tradicionalista que se considere, se puede aceptar que sea mejor (o menos malo) vivir respirando la toxina de este (el posmoderno y apóstata) mundo (en las escuelas desde la más tierna infancia, en las amistades hundidas en el lodo de toda clase de vicios, en la normalización de la impudicia, la blasfemia y la obscenidad), que retirarse a una vida alejada de todas esas ocasiones próximas de pecado. Si la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, lo mismo ocurre con la mentira. Y antes que la afiliación, está la verdad.

Lo anterior no obsta para que sea claro y notorio que existe un comunitarismo perverso, que realmente bebe de esas fuentes que el autor enumera, y que está fuertemente arraigado en el mundo liberal-conservador. Pero todas las referencias del autor parecen indicar que el «mensaje» va dirigido a cierta clase de comunitarismo emergente, que gravita precisamente alrededor de la vida orgánica católica tradicional. La razón más probable, como ya avancé: la máxima de que el enemigo que a menudo se percibe como más peligroso es el más parecido a uno mismo.

Finalmente, el autor justifica toda su andanada de acusaciones indiscriminadas, en el hecho de que haya católicos que consideren que el Reino de Cristo es «imposible de instaurar en el mundo actual», mientras omite la evidencia que releva toda prueba al respecto. Porque no olvidemos una cosa: no es ninguna clase de fatalismo protestante, al contrario de lo que cree el autor, considerar el mundo de hoy como humanamente irrecuperable. El pecado obstinado del mundo apóstata lo ha convertido en pecador contra el Espíritu Santo. Esa obstinación es, precisamente, la que impide a las sociedades apóstatas recibir el perdón de Dios y, por tanto, ser redimidas por Cristo. En este sentido, cierto comunitarismo es la respuesta a la evidencia de tal imposibilidad. La situación actual es de guerra total contra el mundo, y contra todo el mundo. El católico de hoy ya no tiene apenas sacerdotes fieles, ni estructuras que le impulsen a la misión en su entorno más directo. Está, literalmente, solo, salvo que se agrupe con otros católicos fieles a la doctrina de siempre. Al mismo tiempo, la apostasía masiva ha podrido el suelo que pisamos, incluido el de los templos.

Y no hace falta ser un visionario: ya nos advierte el mismo Jesucristo en Lc 18,8.: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». Y no es tremendismo: la observación del mundo posmoderno, donde parece difícil pensar en un alejamiento mayor de Dios, hace pensar en la razonable posibilidad de estar viviendo esos últimos tiempos. La gran apostasía está profetizada, y ni siquiera la voluntad de cierto tradicionalismo la va a poder evitar.

El retiro de ese mundo es el único modo que muchos católicos encuentran para reponer sus reservas morales que les permiten retomar con fuerzas los deberes de estado respectivos. Y donde la contemplación de los frutos sobrenaturales de ese quehacer al margen del mundo concede una gozosa paz de espíritu.

Más adelante iremos refutando otros argumentos genéricos que se vierten habitualmente para desacreditar el llamado «comunitarismo» que a menudo se desarrolla en el ámbito católico tradicional.


[1] chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/https://fundacionspeiro.org/downloads/magazines/docs/pdfs/5232_de-la-restauracion-de-la-cultura-catolica-a-la-opcion-benedico.pdf

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