Todos los que me conocen saben de mi irresistible atracción por los pantalones vaqueros o “blue jeans” o “jeans” a secas: sobre todo los de pitillo. Es una prenda de vestir que me subyuga de tal modo que solo un chándal con unas zapatillas deportivas o unas bermudas que enseñen bien los pelos de las piernas pueden competir con los vaqueros en mi fondo de armario y en mi indumentaria habitual. Y parar hacer running, footing o para simplemente andar por calles y parques, nada como unas mallas negras bien ajustadas – mejor si son cortas – que dejen a la vista mis muslos torneados y firmes; al margen de que lo marcan todo, todo, suscitan admiración y atraen las miradas de todos, todas y todes.
Esta introducción viene a cuento porque, buscando en Google los vaqueros Levy Strauss 501, etiqueta roja, que me quería regalar a mí mismo por mi cumpleaños, descubrí que no existía solo el Levy Strauss de los vaqueros, sino que también había otro Levy Strauss, de nombre Claude (Claudio para los amigos), que al parecer había sido un gran antropólogo francés (nadie es perfecto) fundador del estructuralismo. Aun de luto por su reciente fallecimiento, que desconocía por completo, me impuse la ardua tarea de investigar la obra de tan insigne antropólogo. Ya saben, que según el famosos proverbio popularizado por los súbditos de la Pérfida Albión, “curiosity killed the cat (but satisfaction brought it back)”.
A comienzos de 2005, en una de sus últimas apariciones en la televisión francesa, expresó una de sus preocupaciones recurrentes: «Lo que constato son los estragos actuales; es la espantosa desaparición de especies vivas, tanto vegetales como animales; y el hecho de que,por su misma densidad actual de población, la especie humana vive como bajo un régimen de envenenamiento interno -si puedo decirlo-. Y pienso, en el presente y en el mundo en el que estoy a punto de terminar mi existencia: no es un mundo que me guste».
Françoise Heritier, sucesora de Levy Strauss en el Collège de France, resumió así su enseñanza: «Descubrimos con estupefacción que había mundos que no actuaban como nosotros. Pero también que, tras esa diferencia aparente, tras esa ruptura radical con nuestra propia realidad, podríamos poner de manifiesto aparatos cognitivos comunes. Así, tomábamos conciencia a la vez de la diferencia y de la universalidad. Dice Levy Strauss que para conocer una sociedad hay que fijarse en las estructuras mentales de los individuos de esa sociedad.
Tampoco es este un mundo que me guste a mí, sobre todo por canallas como Claude Levy Strauss, que predicaban el darwinismo social en nombre de la conservación de la naturaleza y del planeta en la segunda mitad del siglo XX. Lo mismo que la primatóloga Jane Godall, santa laica donde las haya, que cree que los problemas del planeta se deben a la sobrepoblación y propone volver al número de habitantes que había hace 500 años.
Pero en realidad, todo empezó con Kant (por no remontarnos al Paraíso Terrenal y a nuestros Primeros Padres y la serpiente). Para él, la persona es aquel ser humano autónomo, independiente, dueño de sí mismo y con capacidad de autodeterminación («seréis como Dios»); es decir, capaz de hace lo que le dé la gana y responsabilizarse de sus actos. El hombre es un fin en sí mismo: cada uno debe buscar su felicidad y su proyecto de vida al margen de los demás y como si Dios no existiera.
Esta concepción de persona de origen kantiano, no considera en absoluto que todos los seres humanos sean personas. Los tarados, los discapacitados físicos o mentales, los síndromes de Down… Todos aquellos seres humanos que no sean autónomos; todos los dependientes, desde los niños pequeños hasta los ancianos, no son propiamente personas. Y por lo tanto, carecen de derechos, según los filósofos kantianos de la modernidad.
El darwinismo social fue propuesto de manera brutal por el prestigioso filósofo Friedrich Nietzsche en El Anticristo allá por 1888:
«¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrece el poder; el sentimiento de haber superado una resistencia. No contento, sino mayor poderío; no paz en general, sino guerra; no virtud, sino habilidad (virtud en el estilo del Renacimiento. Virtud libre de moralina). Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer.
Así razonan los hijos de Kant y de Nietzsche. Así piensan los liberales. Así piensa la mayoría de la sociedad española y europea.
Pero sigamos con Nietzsche:
¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacía todos los fracasados y los débiles: el cristianismo». «El cristianismo tomó partido por todo lo que es débil, humilde, fracasado; hizo un ideal de la contradicción a los instintos de conservación de la vida fuerte; estropeó la razón misma de los temperamentos espiritualmente más fuertes, enseñó a considerar pecaminosos, extraviados, tentadores, los supremos valores de la intelectualidad». «El problema que presento aquí no consiste en aquello que la humanidad debe realizar en la serie de las criaturas (el hombre es un fin), sino en el de tipo de hombre que se debe educar, que se debe querer como el de mayor valor, como más digno de vivir, como más seguro del porvenir».
Efectivamente, Nietzsche defiende la vuelta a la ley de la jungla. El más fuerte debe imponer su voluntad al más débil. El superhombre está más allá del bien y del mal. Nada de compasión con los débiles, porque esa compasión va contra la evolución de las especies, que es la ley de la selección: deben sobrevivir los más fuertes y los débiles deben perecer.
«La compasión predicada por el cristianismo dificulta en gran medida la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Conserva lo que está pronto a perecer; combate a favor de los desheredados y de los condenados de la vida, y manteniendo en vida una cantidad de fracasados de todo linaje, da a la vida misma una aspecto hosco y enigmático. Se osó llamar virtud a la compasión (mientras que en toda moral noble es considerada como debilidad)».
Uno de los filósofos de cabecera de los ateos, materialistas, progresistas y animalistas actuales es Peter Singer. Para él, «todos los animales son iguales». Amparado en esta esencial igualdad, Singer rechaza el llamado principio de la santidad o sacralidad de la vida humana. Como el mismo autor se pregunta: «¿Por qué la vida humana habría de tener un valor especial?».
Siguiendo a Kant, Singer distingue entre ser humano y persona, afirmando que no a todo ser humano (como miembro de la especie Homo Sapiens) le corresponde la dignidad de ser persona, mientras que ciertos animales no humanos, sobre todo los grandes simios, serían personas. «Los dos sentidos de “ser humano”, es decir, el biológico y moral, se solapan, pero no coinciden. El embrión, el feto en los últimos estadios, el niño intelectualmente discapacitado en grado profundo, incluso el recién nacido, todos son indiscutiblemente miembros de la especie Homo Sapiens, pero ninguno de ellos es autoconsciente», o, lo que es igual, ninguno de ellos es persona.
Como señalaba Claude Levy Strauss, «para conocer una sociedad hay que fijarse en las estructuras mentales de los individuos de esa sociedad». Pues bien, la sociedad actual está profundamente imbuida de la mentalidad moderna de Kant, Nietzsche, Singer y compañía. Ya no hay una moral universal, cada cual puede hacer lo que quiera siempre que no me moleste o me afecte a mí. Si alguien se quiere suicidar, que lo haga; si alguien quiere abortar, que aborte, porque la mujer es libre y puede hacer con su cuerpo lo que quiera. Puede autodeterminarse. Pero el niño, no es autónomo, no puede autodeterminarse, no es independiente… Y por lo tanto no es una persona con derechos.
Dios ha muerto. El hombre es su propio dios. Vivimos en una sociedad donde reina el Príncipe de este Mundo: un mundo satánico que quiere destruir al hombre y ofender a Dios. El mundo moderno odia a Dios y su objetivo es instaurar el Reino del Anticristo.
Muchas veces he sentido la tentación de comprar una cabaña y hacerme vecino de osos, jabalíes y corzos. Pero, en el fondo, vayas donde vayas, todo el mundo es igual. El pecado está por todas partes. Lo tenía claro Benina, la inmortal protagonista de Misericordia de Galdós:
«Vámonos, Almudena, vámonos de aquí, y quiera Dios que te pongas bueno pronto para tomar el caminito a Jerusalén, que no me asusta ya por lejos. Andando, andando, hijo, se llega de una parte del mundo a otra, y si por un lado sacamos el provecho detomar el aire y de ver cosas nuevas, por otro sacamos la certeza de que todo es lo mismo, y que las partes del mundo son, un suponer, como el mundo en junto; quiere decirse, que en donde quiera que vivan los hombres, o verbigracia, mujeres, habrá ingratitud, egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad. Por lo que debemos hacer lo que nos manda la conciencia, y dejar que se peleen aquellos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como los niños, o estos por mangonear, como los mayores, y no reñir con nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros…»
Vayamos a donde vayamos, todo el mundo es igual. Es verdad que yendo a otros lugares vemos cosas nuevas y tomamos el aire. Pero todo el mundo es sustancialmente lo mismo. En todas partes encontraremos ingratitud, egoísmo, soberbia, vanidad; ánimo de poder, de renombre; de lujos, dinero, placeres… No hay a dónde huir ni dónde esconderse. Da igual. El pecado está por todas partes, empezando por tu propio corazón. Como dice San Pablo en la Carta a los Romanos:
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí.
Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?
El único que nos salva es Cristo, que nos liberó de la esclavitud del pecado al precio de su preciosísima sangre derramada en su pasión y en su muerte en cruz.
Sigamos con la Carta a los Romanos:
¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la gracia? ¡Eso, no! Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él? ¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Con Él, pues, hemos sido sepultados por el bautismo en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida. Porque, si han sido hechos una misma cosa con Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección; pues sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Él, para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado. En efecto, el que muere, queda absuelto de su pecado. Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él, pues sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él. Porque muriendo, murió al pecado una vez para siempre; pero viviendo, vive para Dios. Así, pues, también vosotros haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús. Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, obedeciendo a sus concupiscencias; ni deis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a Dios, como quienes muertos han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros a Dios, como instrumento de justicia. Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros, pues que no estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia. ¡Pues qué! ¿Pecaremos porque no estarnos bajo la Ley, sino bajo la gracia? ¡Eso, no! ¿No sabéis que ofreciéndoos a uno para obedecerle os hacéis esclavos de aquel a quien os sujetáis, sea del pecado para la muerte, sea de la obediencia para la justicia? Pero gracias sean dadas a Dios, porque siendo esclavos del pecado, obedecisteis de corazón a la norma de doctrina a la que habéis sido entregados, y libres ya del pecado, habéis venido a ser esclavos de la justicia. Os hablo a la llana, en atención a la flaqueza de vuestra carne. Pues bien, como pusisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad para la iniquidad, así ahora entregad vuestros miembros al servicio de la justicia para la santidad. Pues cuando erais esclavos del pecado, estabais libres respecto de la justicia. ¿Y qué frutos obtuvisteis entonces? Aquellos de que ahora os avergonzáis, porque su fin es la muerte. Pero ahora, libres del pecado y hechos esclavos de Dios, tenéis por fruto la santificación y por fin la vida eterna. Pues la soldada del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo.
Quiero ser esclavo de Dios, esclavo de la justicia, esclavo de la Verdad y del Bien; quiero ser instrumento de Caridad. Somos libres del pecado y siervos de Dios. Cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte. Con Él, pues, hemos sido sepultados por el bautismo en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida. El bautismo es el sacramento que nos libra de la esclavitud del pecado y nos abre las puertas del cielo. Nosotros solos no podemos salvarnos. Nosotros necesitamos la gracia de Dios para alcanzar el fin para el que hemos sido creados. Sin Cristo no podemos nada. Pero con Cristo lo podemos todo.
Escribía San Juan de la Cruz (y yo con él): «Nada puedo, nada sé, nada soy, nada tengo y nada valgo y valgo menos que nada porque la nada no peca y yo sí. Y sin embargo todo lo puedo en Cristo que me fortalece». Necesitamos despojarnos de todo lo que impide nuestra unión con Dios, buscando la humildad y el desapego como caminos para la santidad. Necesitamos la gracia de la verdadera penitencia para alcanzar la unión con Dios en la santísima comunión eucarística. Los sacramentos son las fuentes de la gracia que Dios nos regala para darle gloria y alabanza y así alcanzar la santidad y llegar un día al cielo. Sacramentos, oración y devoción a la Santísima Virgen María, especialmente con el rezo del Santo Rosario.
Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día, y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera;
La muerte (la postrera sombra) cerrará mis ojos ese día en que comienza la eternidad (el blanco día) y esa hora feliz (hora lisonjera) liberará mi alma de la ansiedad (afán ansioso) por alcanzar el amor que desea.
O como decía San Agustín, «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
Decía Levy Strauss que para conocer nuestra sociedad hay que fijarse en las estructuras mentales de los individuos de esa sociedad. Y la sociedad actual está dominada por el Anticristo, por el Príncipe de este mundo y padre de la mentira. Vivimos en un estercolero moral y la mayoría se siente feliz en chapotear en la mierda. La mayoría, la inmensa mayoría de la sociedad, vive esclava del pecado mortal y aceptan como algo normal el divorcio, el aborto, los anticonceptivos, la experimentación con embriones humanos, la reproducción asistida, la fornicación, el adulterio, la blasfemia, la herejía, el odio a Dios; la corrupción y el latrocinio; los asesinatos, las violaciones, las impurezas, las envidias, las mentiras… Todos los males se ven como normales. Y todos esos males son frutos del pecado y del Demonio. Por eso, este mundo es un valle de lágrimas, una mala noche en una mala posada… Donde no reina Dios, no puede haber otra cosa que el infierno. El hombre ha renunciado al reinado de Dios y el cúmulo de males que ha invadido la tierra se debe a que la mayoría de los hombres se han alejado de Jesucristo y de su ley santísima, tanto en su vida y costumbres, como en la familia y en la gobernación del Estado. Y nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen el imperio de nuestro Salvador. No hay otra esperanza de paz que la conversión de todos los pueblos a Cristo. Sólo seremos felices si vivimos en gracia de Dios: si nos confesamos, si vivimos en comunión con Cristo, si amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Dios. Sólo seremos felices si somos santos, si vivimos en caridad. No hay más norma ni más ley irrevocable que la caridad. «Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor».
Yo me he desesperado más de una vez y más de dos al contemplar el mundo en el que vivo. Muchas veces he pensado que Sodoma y Gomorra eran Disneylandia al lado del mundo del siglo XXI. A veces es desesperante. Pero es que Cristo no ha venido al mundo a condenar a los pecadores, sino a amarlos y a salvarlos. Y eso es lo que Dios quiere: que llevemos todas las almas a Cristo, que amemos a todos – especialmente a los más alejados de Dios, a los pecadores más empedernidos – y que cada uno de nosotros seamos luz y sal del mundo; levadura que fermente la masa y cambie el pecado por el amor a Dios y al prójimo. Que donde haya odio, pongamos amor. «El que me ama obedecerá mi palabra y mi Padre lo amará; vendremos a él y haremos nuestra morada en él».
Esta semana pasada he podido pasar unos días en Puerto Real. La fiesta de fin de curso en mi antiguo colegio y el homenaje a Toñi y a Ana Mari por sus respectivas jubilaciones, ameritaban las horas de viaje desde Valladolid a Cádiz. El miércoles entré en el colegio por la puerta verde, casi a escondidas. Y a los pocos minutos, estaba rodeado de niños que me abrazaban, me besaban y me pedían dedicatorias y autógrafos, como si yo fuera Cristiano Ronaldo o alguien así. Hace tres años que dejé la dirección del Colegio. Y todos me echaban de menos y todos me seguían queriendo como siempre… Como yo a ellos…
Alumnos grandes y pequeños; antiguos alumnos ya universitarios o con sus carreras acabadas; mis profesores y mi personal no docente; y los padres y madres de mis niños. Todos me dieron un chute de amor, que desde luego, no me merezco ni de lejos. Pero siempre tendré una deuda de gratitud con esos padres, con esos abuelos, con esos niños, con esos profesores… A todos los quiero como si fueran parte de mi familia. ¿Que eso no es normal? Pues no, no es normal ni de lejos. Es absolutamente sobrenatural: Ese amor que siento tan dentro de mí es caridad: amor sobrenatural, amor que Dios me da para que lo reparta y para que me deje amar. No puede ser otra cosa.
Me escribe hoy Ana Mari por Whatsapp:
Hola Espero que tuvierais un buen viaje de vuelta Te habrás ido cargado y bien cargado de energía pues todos te han dado un grandísimo cañonazo de amor Eso no lo vive todo el mundo, nada más que quien lo siembra como tú hiciste Disfruté mucho viendo cómo te daban tanto cariño y cómo gente que no ha podido saludarte tenía mucha pena. Te lo mereces 👏👏👏👏😘😘🫂
(la que se lo merece todo es ana Mari, que se ha dejado la vida en el colegio y amerita – ella sí – todos los homenajes y los reconocimientos que una maestra como ella debería recibir)
Yo, por mi parte, «nada puedo, nada sé, nada soy, nada tengo y nada valgo y valgo menos que nada porque la nada no peca y yo sí». Todo ese amor que he recibido estos días no es algo meramente natural. No tiene nada de normal. Ese amor proviene de Dios: es amor sobrenatural y se llama caridad. Yo no me merezco nada. ¿Acaso merece un premio el padre que quiere a sus hijos o el hermano que ama a su familia? Yo no tengo ningún mérito ni merezco tantísimo cariño. Toda la gloria es para Dios. Yo sólo me glorío en mi debilidad porque en ella es donde se manifiesta el poder de Jesucristo. Yo, sin Él, no soy nada. Y como decía San Agustín, soy menos que nada, porque la nada no peca y yo, sí.
Esta semana, Cristo me subió con Él al Monte Tabor y se transfiguró delante de mí y pude contemplar su gloria y llenarme de su gracia y de su caridad. «¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas…». Vislumbrar por un momento la felicidad del cielo es maravilloso y una vez allí, ¿quién quiere volver a bajar al mundo? El amor de Dios se podía ver y tocar y oír… Niños llorando (¡Por volver a verme a mí!), familias llenas de amor y de gratitud por mi labor en el colegio; profesores y personal del colegio que me quieren como si fuera su padre o su hermano mayor. Y que me aman de verdad, de corazón: no por adulación ni por postureo… Me quieren a mí casi tanto como yo los amo a ellos. Porque el amor que yo les he dado y les doy es el amor de Cristo, es el amor de Dios (no el mío, que poco vale). Muero de amor por todos ellos porque vivo en el Señor y el Señor ha venido a vivir a mi pobre alma.
El lenguaje de Dios lo entiende todo el mundo porque a nadie hay que explicarle por qué le quieres ni en qué consiste el amor. El amor es el lenguaje universal de Dios. Y la caridad, el amor de Dios, es la ley suprema que debe regir nuestra vida. No estoy aquí para juzgar ni para escrutar los pecados de nadie ni para condenar a nadie. Estoy aquí para amar como Dios quiere que ame, para amar como Dios manda. Y eso lo entiende todo el mundo a la primera. Un beso o un abrazo lo entiende hasta el más torpe.
Pidámosle a Dios que aumente nuestra fe y nos conceda la gracia de la perseverancia; que sepamos ver más allá de la oscuridad del pecado para vislumbrar la belleza del amor de Dios, a la que estamos llamados. Más allá de la muerte, nos espera el Amado. Vivamos en gracia de Dios para que la Santísima Trinidad venga a habitar en nuestra alma.
Respondió Jesús y le dijo: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada. Seamos templos dignos del Espíritu Santo. Amemos la Verdad, la Justicia; amemos a nuestro Dios y al prójimo. Y seamos verdaderos esclavos del Señor para ser auténticamente libres.
¡Ay que larga es esta vida! ¡Vida, no me seas molesta! Venga ya la dulce muerte, el morir venga ligero. Así lo escribía mi Santa Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí después que muero de amor; porque vivo en el Señor, que me quiso para sí; cuando el corazón le di puse en él este letrero: que muero porque no muero.
Esta divina prisión del amor con que yo vivo ha hecho a Dios mi cautivo, y libre mi corazón; y causa en mí tal pasión ver a Dios mi prisionero, que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero.
¡Ay, qué vida tan amarga do no se goza el Señor! Porque si es dulce el amor, no lo es la esperanza larga. Quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero, que muero porque no muero.
Sólo con la confianza vivo de que he de morir, porque muriendo, el vivir me asegura mi esperanza. Muerte do el vivir se alcanza, no te tardes, que te espero, que muero porque no muero.
Mira que el amor es fuerte, vida, no me seas molesta; mira que sólo te resta, para ganarte, perderte. Venga ya la dulce muerte, el morir venga ligero, que muero porque no muero.
Aquella vida de arriba es la vida verdadera; hasta que esta vida muera, no se goza estando viva. Muerte, no me seas esquiva; viva muriendo primero, que muero porque no muero.
Vida, ¿qué puedo yo darle a mi Dios, que vive en mí, si no es el perderte a ti para mejor a Él gozarle? Quiero muriendo alcanzarle, pues tanto a mi Amado quiero, que muero porque no muero.
Sólo vivo con la confianza de que he de morir. Yo no estoy a gusto en este mundo. Yo soy de la Ciudad de Dios y no de la del hombre:
Dos amores fundaron dos ciudades, es a saber: la terrena, el amor propio hasta llegar a menospreciar a Dios; la celestial, el amor a Dios hasta llegar al desprecio del uno mismo. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y la gloria de los hombres, y la otra estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza (Ps. 3,4); aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en éstaunos a otros se sirven con caridad; los directores, aconsejando y los súbditos, obedeciendo; aquélla en sus poderosos ama su propio poder; ésta dice a su Dios: a Vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y fortaleza (Ps. 17,2); y por eso en aquella sus labios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes, o de su cuerpo, o de su alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le hicieron gracias, antes se desvanecieron entre sus pensamientos y se entenebreció su insensato corazón. Alardeando de sabios, embrutecieron; y trocaron la gloria del Dios inmortal por un simulacro de imagen de hombre corruptible y de volátiles, de cuadrúpedos y de reptiles; porque la adoración de tales imágenes y simulacros, o ellos fueron los que la enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e imitaron a otros, y adoraron y rindieron culto a la creatura antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos (I Rom. 21-23, 25). Pero en esta ciudad (la de Dios) no hay otra sabiduría humana sino la verdadera piedad y religión con que rectamente se adora al verdadero Dios, esperando por medio de la amable compañía de los santos, no sólo de los hombres, sino también de los ángeles: que sea Dios todas las cosas en todos (I Cor. 15, 28).
El mundo de hoy desprecia a Dios, desprecia sus mandamientos y el hombre se adora como fin en sí mismo. El hombre se cree dueño y propietario de su propia vida, sin depender de nada ni de nadie. El hombre cree que es libre para hacer con su vida lo que le dé la gana, para autodeterminarse y vivir como le plazca, sin tener que sujetarse a más código moral que el que cada uno se quiera imponer a sí mismo o sin ninguna moral en absoluto. Pero Dios nos quiere libres parar amar (como nos amamos en el colegio JPII de Puerto Real): no para pecar, no para incumplir sus mandamientos. Porque el que ama no roba ni mata ni es adúltero o impuro; ni se ama a sí mismo más que a Dios, sabiendo como sabemos que somos todos pobres criaturas en manos de Dios; que dependemos de nuestro Creador en todo. Y por eso decimos siempre aquello de “si Dios quiere”…
Pero el hombre moderno es soberbio y cree que se hace y se crea a sí mismo. Creyéndose sabios, se han convertido en necios. Por eso, el mundo actual no puede entender a Santa Teresa o a San Juan de la Cruz. Porque para el mundo actual, la muerte es un tabú, una maldición; y da yuyu ver pasar un coche fúnebre o visitar un cementerio. Se priva en muchos casos a los nietos de que se despidan de sus abuelos porque la muerte y la enfermedad hay que ocultarlas.
Muero de amor porque vivo en el Señor.Muerte donde el vivir se alcanza, no te tardes, que te espero. Venga ya la dulce muerte, el morir venga ligero. Vida, ¿qué puedo yo darle a mi Dios, que vive en mí, si no es el perderte a ti para mejor a Él gozarle? Quiero muriendo alcanzarle, pues tanto a mi Amado quiero, que muero porque no muero.
Hoy el pecado mortal se ha convertido en un derecho humano mientras que la caridad y la Ley de Dios han pasado a ser considerados delitos de odio. Lo que Dios aborrece, el mundo lo exalta hasta enorgullecerse de su depravación.
Pero Lucifer no triunfará. Su aparente victoria es un espejismo. Porque Cristo vive y reina ahora, ayer y siempre. Y la Virgen María pisará la cabeza de la Serpiente. La humilde sierva de Dios derrotará al soberbio enemigo de Dios y del hombre.
Y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de los justos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.
Los justos sufrirán mucho. Sus oraciones, su penitencia y sus lágrimas subirán hasta el Cielo. Pero no desmayemos: aferrémonos a nuestra fe. Oración, adoración al Santísimo, confesión frecuente, participación en la Santa Misa, comunión eucarística, rezo diario del santo rosario…
Que Dios os bendiga a todos. Vivamos en gracia de Dios, vivamos con la caridad por bandera, reparemos las ofensas que a diario recibe el Sagrado Corazón con nuestro ayuno y nuestros sacrificios. Y así, que algún día, todos juntos compartamos las alegrías del cielo y el amor de Dios, no por nuestros solos méritos sino por la misericordia de Dios.
Como explica la IA de mi ordenador, «en el contexto religioso, especialmente dentro del cristianismo, la frase «vivir es prepararse para la muerte cada día» sugiere que la vida terrenal es un período de preparación para la vida eterna después de la muerte. Esta preparación implica vivir de acuerdo con los principios y enseñanzas de la fe, buscando la santidad y la reconciliación con Dios. La muerte no se ve como un fin, sino como una transición a una existencia más plena y eterna».
O como escribía Jorge Manrique en el siglo XV:
Este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar. Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos, y llegamos al tiempo que fenecemos; así que, cuando morimos, descansamos.
Y cuando la muerte venga a llamarnos, contestemos como el Maestre don Rodrigo:
«No tengamos tiempo ya en esta vida mezquina por tal modo, que mi voluntad está conforme con la divina para todo. Y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura, que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera, es locura.»