¡Nos han cambiado la fe! (iv)

Si con una palabra pudieran resumirse todos los desmanes heréticos de la neoiglesia conciliar y su conjunto de neodogmas, esa es: antropocentrismo.

No es necesario hurgar demasiado para encontrar este concepto como denominador común en las enseñanzas pontificias posconciliares. Así, Wojtyla, primero como cardenal y luego como Papa, se hartó de dogmatizar y apologizar sobre este pilar básico, sin el cual la neoiglesia no se sostiene:

“[L]a verdad mesiánica sobre el reino […] no quiere decir dominación sobre los pueblos, sino que revela la realeza del hombre”.

(Homilía de Domingo de Ramos, 1980)

Eso sí, hay que reconocer que Pablo VI, reinando durante mucho menos tiempo, no le fue a la zaga al Papa polaco. Tuvo tiempo de dejarnos perlas como esta:

“Honor al hombre, honor al pensamiento, honor a la ciencia, honor a la técnica, honor al trabajo, honor a la intrepidez humana… Honor al hombre, rey de la tierra y hoy príncipe del Cielo”

(Alocución en el Ángelus del 7 de febrero de 1971, con ocasión del viaje a la Luna)

Asimismo, un poco antes, en la homilía de 7 de diciembre de 1965, Pablo VI formuló otra célebre afirmación que constituye un pilar de la neofe antaño católica, hoy humanista:

“Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de lo supremo, atribuid al Concilio siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que nadie— tenemos el culto del hombre, nos etiam, immo nos prae ceteris, hominis sumus cultores”.

Aparece aquí mencionado el II Concilio Vaticano como artífice de esa nueva fe, no en Dios, sino en el hombre. Pero, ¿es eso cierto? ¿qué hay en los textos del Concilio que permita extraer tales conclusiones? Veamos qué dice Gaudium et Spes, considerado por Ratzinger como « el anti-syllabus»:

“El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.”

(GS, n.22)

La afirmación no puede ser más clara: la Redención de Cristo ha borrado el efecto del pecado… y nos ha devuelto la semejanza divina «prelapsa». El mundo se ha divinizado.  «Por Cristo la persona es adulta, el hombre emerge definitivamente del universo» (De Lubac, Catholicisme, les aspects sociaux du dogme, París, 1947, pág. 295 y ss.). La distinción escolástica entre lo natural (afectado por el pecado original) y lo sobrenatural, entonces, se ha derogado por superación.

Visto esto, entonces el mundo y la carne dejan de ser un enemigo del hombre, para ser sus aliados. Podemos «amar apasionadamente el mundo». El mundo ha quedado redimido por Cristo, la carne también. Lo divino se ha derramado sobre la carne; por eso no hay problema en santificar una jarra de cerveza, un concierto o el tálamo matrimonial. Todo lo del mundo, por la fe y la gracia, estaría limpio, desinfectado, es confiable. La Redención es subjetivamente universal. Dios se ha unido con todo hombre.

El propio Wojtyla, comentando este texto, afirma lo siguiente:

«[Gaudium et Spes 22] explica el carácter antropológico, o incluso antropocéntrica, de la Revelación ofrecida a las hombres en Cristo. Esta Revelación se concentra sobre el hombre.

[…]

«Mientras el texto conciliar aplica la noción de misterio al hombre, aclara sucesivamente el carácter antropológico, y hasta en un cierto sentido antropocéntrico, de la Revelación que en Cristo es ofrecido a los hombres. Esta revelación está centrada en el hombre.

[…]

«En el misterio del Verbo encarnado se explica el misterio del hombre».

Es decir, por la Redención, el hombre (y todo hombre, no solamente el hombre en Gracia) estaría unido a Cristo sustancialmente, y no sólo accidentalmente. El hombre, como el mundo, se habría «divinizado».

Por tanto, GS 22 es la clave de bóveda que permite explicar, entre otros, los desmanes de la pseudoteología de la carne y del cuerpo. El recientemente descubierto libro de Tucho, acerca de la mística de la sexualidad (rectius, pornografía), representa que, en este ámbito, llueve sobre mojado. Y el lodazal doctrinal desarrollado con esa lluvia fina, a ratos auténtico aguacero, se ha tornado peligrosísimo.

Pues bien: este gnosticismo carnal es el que impera hoy en lo que algunos tienen a bien denominar «brotes verdes» de la neoiglesia, los que llenan las parroquias por las noches de jóvenes escampados de mala manera por los suelos del templo, mundanizando lo santo y santificando lo mundano; igualando la realidad natural caída con lo sobrenatural. Este gnosticismo carnal, lejos de acercar al hombre a Dios, tal como blasonan sus adalides, seculariza lo sagrado, y lo iguala todo por debajo. La humanidad, ni aunque abrazara en su totalidad a Cristo, jamás podrá ser plenamente santa, porque conserva la concupiscencia del pecado original, cuya pena nos arrastra en lo que dura el paso por este valle de lágrimas. Por el contrario, el neo-optimismo de la redención universal, lo único que consigue es que se baje la guardia y se caiga más fácilmente en el pecado, por minusvalorar el papel de la carne y la tentación.

El humanismo, pues, es la plaga que azota los cimientos de la fe católica. Comenzando por la propia Iglesia, por cuanto altera su naturaleza. Si la Iglesia ya no es «arca de salvación» sino «sacramento» (Lumen Gentium, 1), entonces la tesis de la redención universal subjetiva encaja perfectamente, porque resultaría que Dios ha llamado a todo hombre, y sea cual sea su religión, a un camino hacia él desde lo más profundo de la conciencia humana, mediante la acción oculta del Espíritu Santo (tesis puramente wojtyliana, extraída del pensamiento fenomenológico, así como de la tesis rahneriana del «cristiano anónimo»).

Tenemos, pues, el fundamento eclesiológico y soteriológico perfecto para justificar las reuniones de «oración» interconfesionales. Asís y su derivación más grotesca, el culto pachamámico vaticano, adquieren, gracias al Concilio y a la nueva teología que consagra, carta de naturaleza.

No se crea que decimos esto sin dolor, con la frialdad propia de un observador externo. Ante esta evidencia, no podemos sino llorar. Llorar por nuestra Iglesia, que es la Iglesia de Cristo, viendo como sus hombres la infectan, desfiguran y caricaturizan con doctrinas deletéreas y propias de sus enemigos. Y, después del llanto, la penitencia. Conviene una fuerte penitencia por la Iglesia y por los hombres de Iglesia. Lo que se ha hecho con la fe católica en los últimos sesenta años no tiene parangón. Son tiempos difíciles, donde la verdad se hace incómoda hasta entre los nuestros. La fe auténticamente católica, la buena doctrina y el aferramiento a la Tradición son las armas que Dios graciosamente nos presta para emprender este combate, que es a la vez, de defensa y de ataque. De defensa, para mantener la fe católica íntegra tal como se nos entregó; y de ataque, para condenar en voz alta y sin tregua, la ruina y perdición a la que nos intentan condenar nuestros pastores.

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