¡Nos han cambiado la fe! (vi)

En este foro hemos venido insistiendo en la mutación radical de la fe «oficial» que ha acontecido a raíz del II Concilio Vaticano, que supuso la carta de naturaleza oficial al conjunto de herejías y desviaciones respecto de la teología clásica, que se venían cociendo, cuando menos, en el anterior siglo. Poco más o menos desde que se empezó a fraguar el modernismo solemnemente condenado por San Pío X en Pascendi. Y es que el modernismo, siendo como bien definió el Santo Papa, «sumidero de todas las herejías», tiene una innumerable cantidad de ramificaciones en todos los órdenes de la teología y la eclesiología.

Algunos (los más osados dentro del conservadurismo) dicen que el Concilio supuso una bajada de defensas, involuntaria e indeseada (¡sólo faltaría!), de la Iglesia respecto de los errores del mundo. Creo que se acercan, pero no lo suficiente para privar del engaño en la percepción del problema. La Iglesia del Concilio no ha bajado las defensas de modo transitorio o reversible. La Iglesia del Concilio se ha inoculado nada más y nada menos que un virus del SIDA, esto es, una enfermedad inmune, que hace estéril cualquier intento de defensa ante el agresor, y que es humanamente incurable.

Creo que es bueno que hagamos el ejercicio de imaginar, qué ocurriría en la enseñanza de la Iglesia, si a todos los modernistas de la Iglesia les partiera un rayo mañana mismo. ¿Quién se haría cargo de transmitir una doctrina y una Tradición que han sido aniquiladas, y cuya existencia apenas nadie conoce en ciertos extremos? (relación entre gracia y libertad, predestinación, orden de fines del matrimonio, por decir solamente unos cuantos). La respuesta es clara: no está en los llamados conservadores o neocones, todo lo contrario. Los neocones son los mayores desconocedores de las grandes verdades de fe tal como la Iglesia las ha enseñado siempre. Son los mayores ocultadores de las verdades de siempre, envenenadas por el Concilio a causa de la coyunda de sus teólogos, laicos, consagrados y hasta papas, con las filosofías y teologías modernas.

Las muestras son claras, y se manifiestan cada día. A muchos sacerdotes vienen ganas de preguntarles para qué se han ordenado, y si tienen la más ligera idea de lo que es el sacerdocio. Nos llevaríamos muchas sorpresas, sin duda. Y justamente los más aparentemente ortodoxos, los neocones, probablemente las responderían en términos aceptables para un católico, pero siempre bajo la capa de la ideología conciliar, un modernismo de baja frecuencia, un calabobos. Es decir, otorgándoles el beneficio de la duda, darían una respuesta sólo nominalmente ortodoxa. Digo esto porque su doctrina contradice inmediatamente sus palabras. Eso cuando no ocurre que tanto doctrina como palabras son directamente contradictorias con la forma mentis católica. El enésimo ejemplo de la mediocridad rampante en la que navegan nuestros obispos nos lo ha regalado el nuevo obispo de Pamplona-Tudela, Mons. Roselló:

«Deseo que nadie en nuestra Iglesia se sienta discriminado y fuera de lugar. Nadie por su origen, por su lengua, por su sexo, por su ideología política, puede quedar al margen de la Iglesia».

(Discurso de ordenación episcopal, 27 de enero de 2024).

No voy a cuestionar la intención del obispo con estas palabras. Solamente me pregunto, después de leer continuamente la repetición, casi literal, de los mismos conceptos indeterminados, circunloquios carentes de significado concreto, y demás recursos retóricos fabricados en serie, si realmente esta gente se cree lo que dice; si es que es más cómodo repetir eslóganes; si les reconforta ser altavoces vaticanos; o si simplemente no piensan como católicos. Posiblemente haya un poco de las tres primeras preguntas. Siendo la cuarta únicamente la consecuencia de las otras, pues todos estos motivos son, en el fondo, ingredientes de los que se alimenta la neofe para alumbrar el resultado perseguido: la pérdida de la conciencia de católicos. La inversión de fines y medios en la doctrina y la pastoral, hasta en los más (conciliarmente) «ortodoxos» y bienintencionados ha alcanzado la categoría de brutal.

La hemorragia conciliar no se frena. Por eso, mientras la maquinaria neoeclesial siga fabricando neocones, en sus parroquias, en sus seminarios, en sus familias, seguirán existiendo modernistas por toda la Iglesia. Y en la distopía eclesial en la que nos encontramos, con modernistas muertos o vivos, la buena doctrina la van a seguir enseñando los mismos: los que hayan sabido ver, en toda su dimensión y profundidad los errores de la neoiglesia conciliar.

Es otra fe. Otra fe escoltada por otra filosofía. Es la victoria de la filosofía moderna frente a la filosofía perenne. Sin tapujos lo dijo Ratzinger en su comentario a GS 22 (1968):

“cuán poco ha querido el Concilio seguir con esos detalles técnicos del método escolástico, y cuánto le importó expresar fuera de dicha Escuela las verdades comunes y fundamentales”.

El mensaje es claro: la filosofía y teología perennes debían desecharse. La razón: alguien dijo que eran incompatibles con la comprensión del hombre moderno. El problema es que si tales «verdades comunes y fundamentales» se expresan fuera de ella, necesariamente se contaminan, pues adolecen de un humus estrictamente católico. Veamos lo que afirmó Pío XII, de manera profética:

“creen que ya queda así allanado el camino por donde se pueda llegar, según exigen las necesidades modernas, a que el dogma pueda ser formulado con las categorías de la filosofía moderna, ya se trate del Inmanentismo, o del Idealismo, o del Existencialismo, ya de cualquier otro sistema. […]. Por eso no creen absurdo, antes lo creen necesario del todo, el que la teología, según los diversos sistemas filosóficos que en el decurso del tiempo le sirven de instrumento, vaya sustituyendo los antiguos conceptos por otros nuevos, de tal suerte que con fórmulas diversas y hasta cierto punto aun opuestas —equivalente, dicen ellos— expongan a la manera humana aquellas verdades divinas. Añaden que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas que sucesivamente ha ido tomando la verdad revelada, según las diversas doctrinas y opiniones que a través de los siglos han ido apareciendo.”

(Pío XII, Humani Generis, n. 9)

Justamente ese fue el gran cometido del Concilio: desde la comprensión de que la filosofía es quien marca el camino de la teología, convenía actualizar la teología a la filosofía dominante, que muchos años antes ya había dejado de ser la escolástica, como bien lamentó León XIII en su Encíclica Aeterni Patris. Como consecuencia, la caducidad de las filosofías que sirvieron de referencia a las nuevas ideas teológicas conciliares, y su lógico reemplazo por la nada, han hecho que la teología emanada de las instancias oficiales sea también la nada.

Como dije al principio, si el SIDA no tiene cura, apenas tratamiento, la Iglesia del Concilio, encima, es un mal enfermo que no quiere tomarse la medicación. Sigamos implorando el remanente fiel, la medicación que viene del Cielo, la gracia de Dios, para que su intervención directa pueda dar un vuelco a esta situación de pesadilla que vivimos. Él puede. Y sólo Él.

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