La España Desalmada

España no está rota. A España le han arrancado su alma cristiana que le daba vida. España está muerta, ya huele y se está descomponiendo. Y solo unos pocos lloran el óbito; los demás, unos están tan a gusto y otros tan orgullosos oliendo a muerto.

Los que merman el número de los católicos son siempre los enemigos internos de la Iglesia, obispos indignos como Talleyrand o los laicos incoherentes que subordinan la defensa de la fe a su curriculum y a su cuenta corriente.

Y al arrancarle a España su alma cristiana, que durante siglos ha orientado a la sociedad española mediante los cuatro puntos cardinales del bien, el mal, la verdad y la mentira, han impuesto la moral de conveniencia y, en definitiva, el totalitarismo del relativismo.

El viejo de la barba blanca terminó de leer el artículo dominical de su admirado Javier Paredes en Hispanidad. Y no pudo menos que darle la razón. España es un pudridero, un pozo negro de indignidad, un vertedero que acumula tanta mierda que rebosa y emponzoña el aire.

Y, ¿por qué? Porque, efectivamente, a España le han arrancado su alma cristiana. Pero ¿quién le arrancó el alma cristiana a nuestra patria?

En primer lugar, como bien señala el doctor Paredes, los enemigos internos: el Vaticano del posconcilio, la conferencia episcopal española, la mayoría de las órdenes religiosas y los movimientos laicales que surgieron después del Concilio: el Opus, Comunión y Liberación, el Camino Neocatecumenal, etc.

La Iglesia Católica, después del Vaticano II, abandonó la doctrina tradicional y la filosofía perenne de Santo Tomás y de los Padres y Doctores de la Iglesia y se lanzó desenfrenadamente a tratar de conciliar la doctrina católica con la filosofía moderna, nacida de la Revolución. Y esa filosofía moderna no se puede conciliar con la doctrina católica. Lo que no puede ser no puede ser.

La filosofía moderna, desde la Ilustración y Kant en adelante, ha predicado y predica la soberanía del hombre sobre Dios. El hombre es digno, según ellos, cuando es libre y no tiene que obedecer a nadie: y menos que a nadie, a Dios. «Dios ha muerto», proclamaba Nietzsche. Y si Dios ha muerto, no hay que obedecer los mandamientos: el hombre está por encima del bien y del mal. La modernidad predica una libertad sin moral. «No obedeceremos a Dios»: es, una vez más, el «nos serviam» de Lucifer. La filosofía moderna configura un mundo dominado por Satanás. Y me dirán que exagero. Pero no exagero en absoluto: aborto, eutanasia, bendición de uniones homosexuales y gaimonios, educación en vicios (que no en valores ni mucho menos en virtudes). Florece la corrupción y el latrocinio, el consumo de drogas, prostitución y pornografía (desde la más tierna infancia). Aumentas las violaciones (incluso en grupos, como lobos sedientos de carne), la violencia, las agresiones a mujeres y niños, la pederastia, el tráfico de niños y mujeres destinados a la prostitución…

La mierda de sociedad en la que vivimos es la consecuencia directa de cambiar a Dios por el Demonio; un Demonio que sigue prometiéndole al hombre que, si le adora, será como dios. Hemos cambiado la religión de Cristo por la idolatría del hombre, por la persona. Ya no es Cristo el centro de la vida de los individuos, de las familias y de los pueblos, sino la persona autodeterminada que se niega a servir y a obedecer a Dios y, a cambio, sirve a sus bajos instintos y a los deseos de su vientre.

Hemos destronado a Cristo y su Ley Eterna y Universal y en su lugar, hemos entronizado la democracia y el Estado de Derecho. Eso significa que hemos cambiado la obediencia al Decálogo por la obediencia a las leyes emanadas del parlamento. Hemos cambiado el cumplimiento de la voluntad de Dios por la sumisión a la voluntad de las mayorías. Y las mayorías legislan sin contar con Dios para nada y, además, contra Dios. Toda clase de leyes inicuas convierten los pecados mortales en derechos humanos. El aborto es un derecho de la mujer; el cambio de sexo o de orientación sexual es un derecho inalienable; la eutanasia es el derecho a una muerte digna; y así sucesivamente.

Y ¿qué ha hecho la Iglesia? Asumir como propias la ideología liberal, las constituciones ateas y la centralidad de la persona. La Iglesia se quiere hacer perdonar por el mundo para que el mundo la acepte de buen grado. Pero esa Iglesia liberal, modernista, no es la Iglesia de Cristo. Es la Iglesia del Anticristo: la que bendice parejas homosexuales o da de comulgar a pecadores públicos, a adúlteros o a no bautizados; la que entroniza ídolos en San Pedro; la que considera que todas las religiones son queridas por Dios y que todas sirven para la salvación; la que cree que no hay infierno o que, de existir, está vacío. La falsa iglesia que cree que Jesús, con su muerte y su resurrección, salvó a toda la humanidad: sean justos o pecadores. Es la iglesia de la puerta ancha, que rechaza la cruz. Es la iglesia que no predica el más allá ni se preocupa por la salvación de las almas, sino por la ecología, el cambio climático y la supervivencia de la «casa común». Es una iglesia que quiere un cielo en la tierra y se desentiende de la salvación de las almas. Y una iglesia que se preocupa solo por la justicia social, por la ecología y por el cambio climático, no es la Iglesia de Jesucristo, sino una ideología política más, que asume los postulados del liberalismo, del comunismo, del homosexualismo y del ecologismo político. El Papa advierte siempre sobre el peligro de las ideologías: que se aplique el cuento a sí mismo. Porque a lo largo de su pontificado no ha hecho otra cosa que apoyar a los tiranos comunistas del mundo entero. Y en los últimos meses, ha recibido con los brazos abiertos en dos ocasiones a la lideresa comunista española: y eso en plena campaña electoral en Galicia.

La culpa de la secularización de España la tienen los obispos y sus sicarios laicos, desde el Opus a la ACdP, desde los Neocatecumenales hasta los de Comunión y Liberación. Los democristianos, los liberales católicos, los neocones y los progresistas: todos los que subordinan la fe a su curriculum y a su cuenta corriente. La culpa es de todos los que cambiaron los derechos de Dios por el Estado de Derecho y cantan loas a la constitución y a la democracia, a la vez que se rasgan las vestiduras por los frutos podridos y venenosos que el propio sistema liberal gesta: tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. No se puede poner una vela a Dios y otra al Diablo.

Sólo un puñado de católicos tradicionales (valga la redundancia) resistimos: somos los indietristas, los pequeños grupos ideológicos que nos oponemos a Fiducia Supplicans; los que reclamamos el derecho a la misa de siempre; los que defendemos el depósito de la fe. Somos cuatro gatos, pero con Dios de nuestra parte, tenemos mayoría absoluta en el sínodo de la Iglesia, contando obviamente, con la Iglesia triunfante y la purgante.

Nosotros creemos que Cristo es Rey y que la Santísima Virgen María aplastará la cabeza de la serpiente. Creemos que este mundo satánico caerá por su propio peso, porque tiene los pies de barro. Nadie creía que caería el comunismo y cayó. Pues este mundo podrido caerá también y la Ley de Dios se cumplirá y Cristo, Alfa y Omega, acabará con el pecado y con la muerte de una vez por todas y creará un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia. Y Él enjugará nuestras lágrimas y la cizaña será arrancada para que arda en el infierno por toda la eternidad.

«Hay esperanza», concluyó el viejo de la barba blanca. «La esperanza es Cristo. Y el camino hacia la felicidad pasa por la confesión, la comunión, la vida en gracia de Dios y la caridad». Y el viejo de la barba blanca sacó del bolsillo su rosario y se dirigió a la misa de doce y media. Hay que rezar mucho para reparar tanta maldad, tanto pecado… Hay que rezar mucho por esta España desalmada y luciferina para que se convierta a Cristo y se salve.

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