La Libertad Verdadera

Antes que nada, vean este video y, si quieren, luego sigan leyendo. Pero con que escuchen y tomen buena nota de lo que dice este sacerdote, me daría por satisfecho:

El concepto de libertad es, probablemente, el que más claramente separa a católicos de liberales. De hecho el liberalismo es más una forma de apostasía que una herejía.

Para un liberal, la libertad está por encima de cualquier otra consideración. «Yo soy libre para hacer o dejar de hacer con mi vida lo que me dé la gana». Porque mi vida es mía. Y si quiero, me suicido o la dedico a recorrer todos los burdeles del mundo o a buscar el placer de las drogas. «Soy independiente y autónomo». Tengo libertad de elección. Cada uno elabora su propio proyecto de vida: cada cual establece sus metas, el fin que quiere darle a su vida; cada uno busca su propia felicidad a su manera y nadie me puede imponer su felicidad. Libertad es poder elegir, entre todas las posibilidades, la que yo deseo, la que quiero porque yo, como última instancia absoluta, lo establezco (¡Ojo! yo soy la última instancia absoluta: en ningún caso lo es Dios). Soy libre porque mi voluntad lo es y no estoy ligado por cadenas materiales ni espirituales. La persona es libre – dicen los liberales – porque depende de sí misma y se autoposee. La persona es un fin en sí mismo: su fin no es Dios, sino la propia persona.

Es el hombre quien decide lo que está bien y lo que está mal: «Seréis como Dios». La libertad liberal es independencia respecto al orden dado de las cosas y reivindicación de la soberanía de la voluntad, sea esta la del individuo, la de la sociedad o la del Estado. El hombre no será verdaderamente hombre, y digno de ese nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo a nadie más que a sí mismo.

Yo, individuo, decido si quiero ser hombre o mujer o ninguna de las dos cosas. Puedo ser lo que me dé la gana ser porque mi voluntad es soberana: no Dios. Esa es la ideología de género.

Yo, sociedad, puedo decidir, por el consenso de las mayorías autodeterminadas, si asesinar a niños inocentes en el seno de sus madres es un derecho de la mujer. Porque la mujer es libre y autónoma y dueña de su cuerpo y de su destino. Y es libre para decidir si su hijo vive o muere. Porque el niño no es persona todavía, pues no es libre ni autónomo y depende en todo de su madre. Y lo mismo ocurre con la eutanasia, con la experimentación con embriones, con la ciencia sin límites morales…

Yo, Estado, determino lo que está bien o mal, al margen de Dios o contra Dios: es el fundamento del fascismo, del nazismo o del comunismo. La voluntad del Partido, del líder, del caudillo o de la clase proletaria decide lo que está bien y lo que está mal, por encima de Dios o al margen de Dios o, incluso, contra la Ley de Dios: incluida la vida y el destino de los individuos, que siempre deben acatar sin rechistar los designios del amado líder o del partido o del Estado o de la raza.

Todas las ideologías de la Modernidad son de raigambre liberal. Porque ninguna de ellas acepta subordinarse a Dios ni a sus Mandamientos. Dios no existe. Y si existe, nada le debemos. No tenemos por qué obedecerle ni subordinar nuestra voluntad a la suya. Cuando alguien pone su voluntad por encima de la voluntad de Dios, es un liberal y, en consecuencia, un impío

Y ahí está la gran diferencia con la doctrina católica. Nosotros creemos que el hombre ha sido creado por Dios y que su fin es Dios mismo: Cristo es Alfa y Omega, Principio y Fin. El Creador nos da la vida para que le demos gloria cumpliendo su Voluntad. Y hacer su voluntad consiste en cumplir los Mandamientos. Dios nos da la vida por caridad (por amor sobrenatural) para que lo amemos a Él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Si vivimos conforme al mandamiento de la caridad, seremos santos y Dios vendrá a habitar en nosotros y nos llenará de su gracia. Y quien vive en gracia por nada del mundo quisiera pecar. Los ángeles y los bienaventurados en el cielo no pueden pecar y son sumamente libres. Nosotros, en este valle de lágrimas, pecamos. Es imposible que no pequemos, salvo por una gracia excepcional del Señor como la que recibió la Santísima Virgen María.

La libertad para el católico es la posibilidad de elegir los medios que nos conduzcan al fin para el que hemos sido creados, que es Dios mismo. Puedes ser religioso, sacerdote o padre o madre de familia: hay muchos caminos pero un único fin: la felicidad de la contemplación beatífica de Dios en el Cielo.

Pero los liberales no quieren ser libres solo en los medios, sino también en los fines. Creen que pueden ser felices al margen de Dios. Ellos viven como si Dios no existiera, como si todo lo que tenemos, empezando por nuestra propia vida, no dependiera siempre y en todos de Dios. La libertad liberal no quiere obedecer los Mandamientos porque cree que sujetándose a Dios, el hombre ya no sería verdaderamente libre. Nada más erróneo. Cuanto más cerca estás de Dios, más libre eres. Y cuanto más te alejes de Él, más esclavo serás de tus pasiones desordenadas y de tus pecados.

La libertad para un católico va unida y subordinada al bien. Nadie tiene derecho ni es libre para ofender a Dios ni al prójimo. Somos libres para hacer el bien, para amar y servir a Dios y al prójimo. Solo la Caridad nos hace libres de verdad. La caridad disuelve nuestros pecados como el sol evapora el rocío. La felicidad es la Santa Misa, anticipo del cielo, sacramento de la caridad. Porque solo el amor nos puede hacer felices: un amor total, incondicional, hasta la muerte.

Los liberales, en cambio, piensan que la libertad te permite elegir entre el bien y el mal. Pero pecar no es un acto de libertad, sino un abuso de la libertad. El pecado es síntoma de libertad como la fiebre es síntoma de la enfermedad. Piensan los liberales que cada uno tiene su propio fin. Pero el único fin del hombre es su felicidad y esa felicidad total, absoluta y sin falta de nada solo nos la puede dar Dios en el cielo. Pero los liberales niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas.

Sin embargo, León XIII lo deja claro en Libertas:

«Es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios»

El hombre no ha sido hecho para este mundo, sino para la eternidad. Para un católico, todo se ha de subordinar a Dios. Cuando el hombre se pone en el centro a sí mismo cae en la antropolatría: en la idolatría que adora a la persona humana por encima de Dios mismo. Por eso el liberalismo es pecado y ha sido condenado reiteradamente por el magisterio de la Iglesia.

El fin de la sociedad es el mismo que el del individuo: la felicidad; por lo tanto, la Iglesia debe procurar la felicidad eterna de los hombres; y el gobierno político, su felicidad temporal. 

El bien común inmanente al Estado está integrado de distintos bienes que necesitan todos y cada uno de los ciudadanos para el desarrollo integral de su vida: salud, bienes de consumo, bienestar, cultura, virtud… 

El bien común trascendente es Dios, felicidad común de todos los hombres, principio y fin de todo bien, el Bien Sumo y pleno al que están llamados todos los hombres por gracia de Dios.

En cualquier caso, el orden sobrenatural es necesario, y sin él, ni el hombre ni la sociedad pueden alcanzar ni la salvación ni la perfección.

Por eso el bien común y la felicidad de las familias y de los pueblos pasa por dejarse gobernar por Cristo Rey. Cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre, solo entonces, alcanzaremos la verdadera paz que solo Cristo nos puede dar. Esa es la ciudad de Dios a la que aspiramos y que pedimos con fervor cada vez que pedimos que venga a nosotros su Reino y que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.

¡Viva Cristo Rey!

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