Pero ¿tenemos fe? ¿Qué es la fe?
Si no tenéis fe, ¿qué hacéis trabajando aquí?
Dice el Catecismo en el punto 168:
La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, —A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra— cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también : «creo», «creemos». Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno:
«¿Qué pides a la Iglesia de Dios?» Y la respuesta es: «La fe».
«¿Qué te da la fe?» R: «La vida eterna».
Dice el Catecismo del P. Astete:
P.: ¿Qué cosa es fe? R: Creer lo que no vimos.
P.: ¿Visteis vos nacer a Jesucristo? R: No, Padre.
P.: ¿Vísteisle morir o subir a los Cielos? R: No, Padre.
P.: ¿Creéislo? R: Sí lo creo.
P.: ¿Por qué lo creéis? R: Porque Dios nuestro Señor así lo ha revelado y la santa Madre Iglesia así nos lo enseña.
P.: ¿Qué cosas son las que tenéis y creéis como cristiano? R: Las que tiene y cree la santa Iglesia Romana (y ha predicado siempre desde los tiempos apostólicos en todas partes, siendo fiel a la santa tradición).
P.: ¿Qué cosas son las que vos y ella tenéis y creéis? R: Los Artículos de la Fe, principalmente como se contienen en el Credo.
Escribe el Apóstol San Pedro:
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas. (1 Pedro, 3-9).
El único Soberano es Dios. Los hombres, los pueblos o las naciones no son soberanos, no son dueños de sí mismos ni señores de sí mismos. El único Señor es Jesucristo: Él es el único Rey del Universo. Él nos da la vida y Él nos llama a su presencia, según su voluntad. Cristo es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos. Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios.
El hombre es libre para servir y amar a Dios, que nos ha amado primero. Pero si el hombre hace un mal uso de su libre albedrío y se rebela contra Dios, pasa a formar parte del ejército de Lucifer y se convierte en su esclavo, en un demonio desalmado más.
Hemos sido creados por Dios y nuestro fin es Dios. Hemos sido creados para el cielo. Dios nos ha creado para vivir en caridad y en gracia de Dios. Esto significa que hemos sido creados por amor y para amar: para amar a Dios con todo el corazón, con todo el entendimiento, con todas las fuerzas y con toda tu alma; y para amar al prójimo por Dios.
Vivir en caridad y en gracia de Dios, cumplir la voluntad de Dios, implica vivir unidos a Cristo gracias a los sacramentos. Significa confesar los pecados (porque todos somos pecadores) y unirse a Cristo en la comunión. Porque nosotros solos y con nuestras fuerzas no podemos salvarnos a nosotros mismos. Para salir del pecado necesitamos a Dios. Nuestro Salvador es Jesucristo. Es Él quien nos limpia del pecado y quien nos da el Pan de Vida como alimento para nuestro peregrinar hacia el cielo. La Hostia es Cristo. Cristo es la Hostia. Él es el Amor de los Amores.
Nosotros no estamos llamados a salvar el mundo, como si fuéramos Superman. El único que salva al mundo es Cristo. Nosotros estamos llamados a cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida y así, salvar nuestra alma y colaborar en la salvación de las almas de nuestros prójimos.
Salvar almas: esa es la misión de la Iglesia. No salvar el Planeta ni combatir el cambio climático. La misión es salvar almas, llevar almas al cielo, llevar almas a Cristo. Si todos viviéramos en gracia de Dios, el mundo sería muy diferente: no habría malos tratos ni violaciones ni divorcios ni agresiones de ningún tipo ni guerras ni abortos ni eutanasias ni corrupción ni robos ni asesinatos ni envidias ni egoísmos ni pobreza… Al mundo no lo van a salvar los políticos: al mundo lo salva solo Cristo. En la medida en que cada uno de nosotros vivamos en gracia de Dios, en esa medida el mundo será mejor. En la medida en que os alejéis de Cristo, el pecado se extenderá como la noche y el mundo se volverá inhumano y pestilente.
Si la Ley de la Caridad se cumpliera… Si Cristo reinara en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestros pueblos y en nuestra patria… Si nos quisiéramos, si nos amáramos, si nos preocupáramos los unos por los otros. Y esto no es una utopía. Esto es posible. ¡Qué paz cuando nos confesamos! ¡Qué gloria cuando comulgamos en gracia!
Amar a Dios y amar al prójimo consiste en cumplir sus Mandamientos con la ayuda de la gracia.
Pero el Enemigo no descansa. Y el trigo y la cizaña crecen juntos hasta el momento de la siega. La vida es un combate. Y Cristo es motivo de discordias. «Porque desde ahora en adelante, cinco en una casa estarán divididos; tres contra dos y dos contra tres. Estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra».
Hay dos bandos – dos ciudades – la ciudad de Dios y la ciudad del hombre.
Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria mía, tú mantienes alta mi cabeza (Salmo 3,4). La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Salmo 17,2).
Por eso, los sabios de aquélla, viviendo según el hombre, han buscado los bienes de su cuerpo o de su espíritu o los de ambos; y pudiendo conocer a Dios, no le honraron ni le dieron gracias como a Dios, sino que se desvanecieron en sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció. Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por la soberbia que los dominaba resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles (pues llevaron a los pueblos a adorar a semejantes simulacros, o se fueron tras ellos), venerando y dando culto a la criatura en vez de al Creador, que es bendito por siempre (Carta a los Romanos 1,21-25).
En la segunda, en cambio, no hay otra sabiduría en el hombre que una vida religiosa, con la que se honra justamente al verdadero Dios, esperando como premio en la sociedad de los santos, hombres y ángeles, que Dios sea todo en todas las cosas (Primera Carta a los Corintios 15,28) (De Civitate Dei XIV,28).
La soberbia de Lucifer y sus esclavos frente a la humildad de María y la libertad de los hijos de Dios.
El gran problema es el concepto de libertad. Los hijos de Lucifer, del «non serviam» (del «no obedeceré a Dios»); frente a los hijos de Dios, a los hijos de María: «hágase en mí según tu palabra», «hágase Tu Voluntad y no la mía». Los que se consideran fines en sí mismos y los que tienen como único principio y único fin a Dios.
«Ahora yo digo que el hombre y, en general, todo ser racional, existe como fin en sí mismo y no sólo como medio para cualesquiera usos de esta o aquella voluntad y debe ser considerado siempre al mismo tiempo como fin de todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo sino las dirigidas también a los demás seres». Nietzsche.
Los sindiós no reconocen la soberanía de Dios. Ellos se autolegislan, se autodeterminan y quieren hacer su voluntad sin restricciones, sin obedecer los mandamientos de la ley de Dios. Dicen que cada uno tiene su moral, una moral privada y que no hay una moral universal, igual para todos. La persona es autónoma y su fin no es Dios, sino la propia persona, sin someterse a la voluntad de nadie: ni siquiera de Dios. «Cada uno que haga lo que le dé la gana, mientras no perjudique a nadie…» Esa es la mentalidad dominante.
Los ateos ponen su voluntad por encima de la voluntad de Dios. Y también hay muchos católicos liberales, que dicen creer en Dios, porque ellos quieren, porque ellos lo han decidido después de comparar con otras religiones o con cualquier otra alternativa. Los católicos liberales aplican el «hágase mi voluntad» a la propia fe. Y así, fundamentan su fe, no en la autoridad de Dios, infinitamente veraz e infalible, que se ha dignado revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la bienaventuranza sobrenatural, sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera. Juzgan su inteligencia libre de creer o de no creer y juzgan asimismo libre la de todos los demás. En la incredulidad, pues, no ven un vicio, enfermedad o ceguera voluntaria del entendimiento o del corazón, sino un acto lícito de la jurisdicción interna de cada uno, tan dueño en eso de creer, como en no admitir creencia alguna.
Los hijos de Satanás niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Niegan la bondad suprema de Dios y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad.
Los hijos de Dios, en cambio, conquistan su libertad obedeciendo a Dios. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más libres seremos. Soy más libre cuanto más obedezco a Dios; y seré más esclavo cuanto más pecador y más impenitente. Somos libres para la caridad, para el amor a Dios y al prójimo. No somos libres para pecar, para hacer el mal, para rebelarnos contra Dios. La verdadera libertad va unidad a la caridad. Sin caridad, la libertad se convierte en licencia para el mal, en libertinaje,
Obediencia y humildad frente a la soberbia de la rebelión luciferina. Mi voluntad por encima de la Voluntad de Dios o la Voluntad de Dios frente a mis propios deseos. Cumplir los mandamientos con humildad o rebelarse contra Dios con la altanería satánica.
Las Escuelas y las Universidades Católicas
Pues bien, las escuelas y universidades católicas tienen que transmitir la verdadera fe de la Iglesia y así, contribuir a que los niños caminen hacia ese fin para el que han sido creados: tienen que ayudar a la salvación de sus almas, enseñándoles a vivir piadosamente, como buenos cristianos.
Santo Tomás define la educación como la “conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud«. La escuela serviría para preparar al niño para que, al llegar a la edad adulta, se pueda valer por sí mismo y vivir como un buen cristiano, llevando una vida piadosa, y así salvar su alma.
En el Proemio de las Constituciones de la Congregación Paulina de los Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, San José de Calasanz escribe en la misma línea que el Doctor Angélico:
Si desde la infancia el niño es imbuido diligentemente en la Piedad y en las Letras, ha de preverse, con fundamento, un feliz transcurso de toda su vida. […]
Por caridad, los escolapios pretendían educar a los niños para que llevaran una vida piadosa desde pequeños para que llegaran al cielo.
San Juan Bautista de La Salle, en sus Meditaciones, se dirige a los maestros con estas palabras:
Como ustedes son los embajadores y los ministros de Jesucristo en el empleo que ejercen, tienen que desempeñarlo como representando al mismo Jesucristo. Él desea que sus discípulos los miren como a Él mismo, y que reciban sus instrucciones como si se las diera Él mismo (2 Co 5,20).
Deben estar persuadidos de que es la verdad de Jesucristo la que habla por su boca, que sólo en nombre suyo les enseñan y que Él es quien les da autoridad sobre ellos. Son ellos la carta que Él les dicta y que ustedes escriben cada día en sus corazones, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo (2 Co 3,3), que actúa en ustedes y por ustedes, por la virtud de Jesucristo. Esta los hace triunfar de cuantos obstáculos se oponen a la salvación de los niños, iluminándolos en la persona de Jesucristo (2 Co 4,6) para que eviten todo lo que le puede desagradar.
Está claro que para La Salle el centro de sus escuelas es Cristo y el fin primordial es la salvación de los niños. Los maestros son nada más y nada menos que embajadores y ministros de Jesucristo.
Para San Juan Bautista, como para Santo Tomás, como para San José de Calasanz, la educación sienta las bases de una vida virtuosa. Ahora bien, para poder educar a los jóvenes, los maestros deben predicar con el ejemplo:
Por consiguiente, ¿ponen su principal cuidado en instruir a sus discípulos en las máximas del Santo Evangelio y en las prácticas de las virtudes cristianas? ¿No hay nada que los entusiasme tanto como lograr que se aficionen a ellas? ¿Consideran el bien que intentan hacerles como el cimiento de todo el bien que ellos practicarán posteriormente en su vida? Los hábitos virtuosos que uno ha cultivado durante la juventud, al hallar menos obstáculos en la naturaleza corrompida, echan raíces más profundas en los corazones de quienes se han formado en ellos.
Si quieren que sean provechosas las instrucciones que dan a los que tienen que instruir, para llevarlos a la práctica del bien, es preciso que las practiquen ustedes mismos, y que estén bien inflamados de celo, para que puedan recibir la comunicación de las gracias que hay en ustedes para obrar el bien; y que su celo les atraiga el Espíritu de Dios para animarlos a practicarlo.
Si el maestro no arde en celo apostólico y no practica lo que predica, es inútil su labor, que estará destinada al fracaso. Para salvar las almas de los niños, el maestro tiene que ser santo y arder en celo apostólico.
San Juan Bosco, en el siglo XIX, afirma que la educación es cosa del corazón e insistía en que con amabilidad y cariño se conseguía más que con los castigos físicos. Don Bosco resumía su sistema preventivo en tres palabras: razón, religión y amor; y lo que quiere, por encima de todo, es que sus alumnos se salven y sean santos.
Quiero que me ayuden en una empresa, en un negocio – decía san Juan Bosco-. Es el salvar vuestras almas. Este no es sólo el principal, sino el único motivo por el que yo estoy aquí. Pero sin su ayuda no puedo hacer nada. Necesito que nos pongamos de acuerdo y que entre ustedes y yo exista una verdadera confianza y amistad” (Buenas Noches de Don Bosco).
La Religión es la idea central de todo el método educativo de don Bosco. Llevar a los muchachos a la amistad con Cristo. Que establezcan una relación sencilla y familiar con Dios en la oración, en el ofrecimiento de las pequeñas cosas: juegos, trabajo, estudio… Los medios fundamentales que propone San Juan Bosco son la eucaristía, la confesión, la dirección espiritual, la oración y el amor a la Virgen.
Así pues, los grandes santos de la educación católica, desde el siglo XIII de Santo Tomás de Aquino hasta San Juan Bosco en el XIX están de acuerdo en lo fundamental: educamos para llevar las almas de los niños a Cristo, para procurar su santificación, para que lleguen a ser personas virtuosas que en su vida adulta, puedan vivir como buenos cristianos y llegar al cielo.
El objetivo es el cielo. Por caridad, debemos mostrar a nuestros alumnos el camino que les permita vivir una vida plena que les lleve hasta el cielo. Los maestros católicos somos sembradores de la semilla del Reino en los corazones de nuestros alumnos. Por amor a Dios, a quien debemos amar sobre todas las cosas, amamos a nuestros alumnos y el mejor regalo que les podemos hacer es ese tesoro escondido por el que merece la pena venderlo todo: Cristo.
Pío XI señalaba en 1929 – hace menos de un siglo – con toda claridad en su Encíclica Divini Illius Magistri cuál es la finalidad de la escuela católica:
80. El fin propio e inmediato de la educación cristiana es cooperar con la gracia divina en la formación del verdadero y perfecto cristiano; es decir, formar a Cristo en los regenerados con el bautismo, según la viva expresión del Apóstol: Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gál 4,19). Porque el verdadero cristiano debe vivir la vida sobrenatural en Cristo: Cristo, vuestra vida (Col 3,4), y manifestarla en toda vuestra actuación personal: Para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal (2Cor 4,11).
81. Por esto precisamente, la educación cristiana comprende todo el ámbito de la vida humana, la sensible y la espiritual, la intelectual y la moral, la individual, la doméstica y la civil, no para disminuirla o recortarla sino para elevarla, regularla y perfeccionarla según los ejemplos y la doctrina de Jesucristo.
Y no hace muchos años, Benedicto XVI nos lanzaba una serie de preguntas a los responsables de las escuelas y universidades católicas que todavía resuenan proféticas en nuestros oídos:
“¿Estamos realmente dispuestos a confiar todo nuestro yo, inteligencia y voluntad, mente y corazón, a Dios? ¿Aceptamos la verdad que Cristo revela? En nuestras universidades y escuelas ¿es “tangible” la fe? ¿Se expresa fervorosamente en la liturgia, en los sacramentos, por medio de la oración, los actos de caridad, la solicitud por la justicia y el respeto por la creación de Dios? Solamente de este modo damos realmente testimonio sobre el sentido de quiénes somos y de lo que sostenemos.”
¿Es tangible la fe en nuestras escuelas y universidades? La escuela católica debe dirigir la mente y la conducta de los niños y jóvenes hacia Dios para procurar la salvación de sus almas. La Escuela Católica es Iglesia y ha de tener necesariamente los mismos fines que la Iglesia: salvar almas.
La caridad debe ser la norma fundamental de la escuela católica. Caridad con los alumnos, caridad con los profesores; caridad con el personal no docente; caridad con los padres y abuelos de los niños. Y para que esto sea así, debemos vivir en gracia y poner en práctica las obras de misericordia espirituales y, a veces, también las corporales: enseñar al que no sabe, dar buen consejo a quien lo necesita, corregir al que se equivoca, consolar al que está triste y sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Y además, rezamos por los vivos, por los enfermos y por los difuntos; damos ropa a quienes no tienen dinero para comprarla y hasta damos de comer a los niños y a las familias que no tiene medios ni para eso… Porque la norma fundamental de nuestras escuelas es la Caridad, que es Cristo mismo (Dios es amor).
Cristo es la roca firme que ha de cimentar nuestros colegios. Porque si las instituciones educativas católicas pretenden asentarse sobre otro cimiento que no sea Cristo, se hundirán irremediablemente, porque estarán construidas sobre arena.
La Inhabitación del Espíritu Santo
La inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo es una de las verdades más claramente manifestadas en el Nuevo Testamento:
“Si alguno me ama, guardará mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos nuestra morada” (Jn. 14, 23).
“¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios lo destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” (I Cor. 3, 16-17).
Dios habita dentro del alma en gracia. Royo Marín señala que son tres las principales finalidades de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma justificada:
- Hacernos partícipes de la vida íntima divina: Dios mora en nosotros como en un templo. El alma está recibiendo por la gracia de su Dios su vida sobrenatural, de manera semejante a como el embrión en el seno materno recibe en cada instante la vida de la madre y de ella vive. Para eso ha venido Cristo al mundo, “para que vivamos por Él”. Por eso San Pablo puede decir “ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí”. En el alma justificada están las tres divinas personas.
- Constituirse en motor y regla de nuestros actos. El Espíritu Santo, que vive en las almas de quienes viven en gracia de Dios, rige y gobierna nuestra vida sobrenatural y actúa como causa principal de nuestros actos virtuosos.
- Constituirse en objeto fruitivo de una experiencia inefable. Todos los místicos experimentan en lo más profundo de su alma la presencia de la Santísima Trinidad.
Así lo expresa Santa Teresa:
“Acaecíame… venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en Él”.
Es tan clara esta experiencia divina en las almas contemplativas, que algunas llegaron a conocer por ella el misterio de la inhabitación de las divinas personas, incluso antes de haber tenido noticias de él.
Santo Tomás en la Suma Teológica llega a escribir:
“Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina”.
Es en estas alturas sublimes donde el alma experimenta la inhabitación divina de una manera inefable. Lo que el alma ya sabía y creía por la fe, aquí lo experimenta con la vista y con el tacto. Así lo expresa Santa Teresa:
“De manera que lo que tenemos por la fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres personas, y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos”.
Este conocimiento experimental de Dios es infinitamente superior en cuanto al modo, al que de Él tenemos por la razón iluminada por la fe. Así lo dice Santa Teresa:
“¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son!”
La fe nos dice que en Dios hay tres personas distintas en una sola naturaleza divina. Con la experiencia mística esa verdad de la fe se nos hace palpable. El P. Menéndez-Reigada, citado por Royo Marín, lo expresa así:
“Tengo en mi mano una fruta que me dicen que es muy sabrosa, pero yo no he comido nunca; y sé que es así porque quien me lo dice no me engaña: ese es Dios conocido por la fe y poseído por la caridad. Pero meto esa misma fruta en la boca y comienzo a paladearla, y entonces conozco por experiencia que era verdad lo que me decían de su suavidad y dulzura: tal es Dios conocido por experiencia mística”.
“¿No es verdad que resulta ridículo preguntar si todos estamos llamados a la mística, si entra en el desenvolvimiento normal de la gracia, si es lícito desearla, si hay un solo camino para la unión con Dios?”, se pregunta Royo Marín.
El mismo Royo Marín pone dos citas de Sabino Lozano, O. P., tomadas de su libro Vida santa y ciencia sagrada:
“Pues este fenómeno estupendo (el de la inhabitación), cuya realidad garantizan las Divinas Escrituras, ¿es místico o ascético? ¿Es patrimonio de unos pocos o herencia común de todos los hijos de Dios?”
“El gran don, el verdadero don de Dios, ante el cual los otros palidecen y son como si no fueran, el don de las divinas personas, no es privativo del estado místico o del estado ascético, ni privativo tampoco del estado místico en sus formas superiores; las divinas personas se dan a cuantos viven en estado de gracia. Así lo enseña Santo Tomás”.
Así pues, el centro de una escuela católica (como en la totalidad de la Iglesia, de la que forma parte) deben ser la confesión y la Santa Misa. Porque la felicidad es Cristo. Y nuestra obligación, si somos responsables de esa escuela, es llevar a los niños a Cristo, que es nuestra esperanza, nuestro redentor y salvador. Sólo Él tiene palabras de vida eterna. Él es el único y verdadero Maestro. Dejemos que los niños se acerquen a Él y no se lo impidamos, porque de ellos es el Reino de los Cielos y sus ángeles en el cielo contemplan el rostro del Padre, que está en el Cielo.
¿Y qué necesitamos para llevar a los niños a Cristo y encaminarles por la senda que conduce al cielo? Necesitamos Caridad. Y la caridad se tiene solo si se vive en gracia de Dios y Dios habita en nosotros. Quien vive en pecado mortal carece de caridad porque quien no tiene a Dios no tiene amor sobrenatural. Y si no tienes caridad, no puedes enseñar a quien no sabe ni corregir al que yerra ni dar un buen consejo a quien lo necesite; ni soportarás con paciencia los defectos del prójimo ni consolarás al triste ni perdonarás al que te ofende. Porque todo eso es educar. En eso consiste la labor de un buen maestro: en ser cauce de la misericordia y del amor de Dios para sus discípulos. Porque quien salva, quien enseña, es Cristo: Él es la verdadera Sabiduría, el Logos eterno: por Él y para Él fueron creadas todas las cosas. Él es la luz verdadera que nos libera de la oscuridad de la ignorancia, del error y del pecado. Y es Cristo quien nos llama para que seamos instrumentos suyos, para amar y servir a los niños que pone en nuestras manos cada mañana.
Ningún mérito es nuestro. En toda obra buena – y la educación de los niños lo es –, no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que Él nos inspira primero —sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte— la fe y el amor a Él, para que, con ayuda suya, podamos cumplir lo que a Él le agrada.
«porque Dios es quien obra en vosotros tanto el querer como el hacer, para su beneplácito» Filipenses 2, 13.
Dios es el autor de todo bien que hacemos. El mérito es cien por cien de Dios y cien por cien nuestro: no cincuenta y cincuenta (semipelagianismo). La gracia es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. La gracia es la que salva. Y María es la llena de gracia, la esclava del Señor y ejemplo de humildad: nadie más libre que quien se somete a la Voluntad de Dios.
Solo Dios puede mover y cambiar infaliblemente la libertad humana sin violentarla. «El corazón del rey, como una corriente de agua, está en manos de Dios, que lo puede dirigir a donde quiera» (Prov 21,1). La Escritura, los Concilios, la Liturgia enseñan esta verdad con gran frecuencia, concretamente en oraciones de petición.
Sin embargo, «algunos, que no entienden cómo Dios puede causar la moción de la voluntad en nosotros sin lesionar la libertad de la voluntad, interpretan mal estas enseñanzas de la Escritura, entendiendo que Dios causa en nosotros el querer y el obrar en cuanto que causa en nosotros la virtud de querer [virtutem volendi, la voluntad], pero no en cuanto que nos haga querer eso o lo otro… Éstos resisten evidentemente la enseñanza de las Sagradas Escrituras. Isaías dice: “tú obras, Señor, en nosotros todo lo que nosotros hacemos” (26,12). Por tanto, no solamente tenemos de Dios la virtud de la voluntad, sino también el querer» (CGentes 3,84). «Dios, sin duda, mueve la voluntad inmutablemente, por la eficacia de su fuerza motora; pero por la naturaleza de la voluntad movida, que está abierta a diversas acciones, no le impone una necesidad, sino que permanece libre» (De malo 6 ad 3m).
Esta acción causal de Dios en la libertad humana es única. «Solo Dios puede mover la voluntad como agente sin violentarla» (CGentes 3,88); «solo Dios puede inclinar la voluntad, cambiándola de esto a lo otro, según su voluntad» (De veritate 22,9). Por eso cuando pedimos en la liturgia, «mueve, Señor, los corazones de tus hijos» (dom. 34, T. Ord.), no le suplicamos que violente nuestra libertad personal, sino que por su gracia la libere de sus cautividades, y de este modo «podamos libremente cumplir su voluntad» (ib. 32).
Por esta razón es falso todo naturalismo pedagógico que de cualquier modo excluya o merme la formación sobrenatural cristiana en la instrucción de la juventud; y es erróneo todo método de educación que se funde, total o parcialmente, en la negación o en el olvido del pecado original y de la gracia, y, por consiguiente, sobre las solas fuerzas de la naturaleza humana. A esta categoría pertenecen, en general, todos esos sistemas pedagógicos modernos que, con diversos nombres, sitúan el fundamento de la educación en una pretendida autonomía y libertad ilimitada del niño o en la supresión de toda autoridad del educador, atribuyendo al niño un primado exclusivo en la iniciativa y una actividad independiente de toda ley superior, natural y divina, en la obra de su educación.
De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, los dones del Espíritu Santo son 7: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Estos sostienen la vida moral del cristiano y lo hacen dócil y sensible a la voluntad de Dios.
¿Necesita un maestro sabiduría, entendimiento, capacidad de dar consejo a sus alumnos, fortaleza para aguantar en los momentos difíciles (ahora la llaman resilencia)? ¿Necesita un maestro ciencia para saber explicar sus materias, piedad para amar a Dios y al prójimo, y temor de Dios para vivir siempre en gracia de Dios?
Quien vive en gracia de Dios debe ser otro Cristo que ame a todos siempre, hasta dar la propia vida por ellos.. Y como no somos ángeles, cuando caigamos en pecado mortal, acudamos con humildad a confesarnos. Porque para recibir la gracia de Dios, necesitamos los sacramentos.
Como los padres engendran a sus hijos corporalmente, el maestro debe engendrarlos espiritualmente. Así que el maestro tiene que ser y comportarse como un padre o una madre para sus alumnos. Porque solo se educa de verdad con amor. El amor es querer lo mejor para el alumno, es querer su felicidad; es procurar que el alumno encuentre el camino para que pueda llegar al fin para el que ha sido creado: el cielo. La educación es una vocación y no solo un trabajo remunerado. El maestro que no ama a sus alumnos es un falso maestro y todo lo que enseñe será estéril y no valdrá para nada ni dejará huella en los niños (algunas veces lo que dejará serán heridas y cicatrices); a ese falso maestro no se le debe escuchar porque es un mercenario. El maestro enseña con su palabra; pero, sobre todo, con su ejemplo. Mal negocio si las palabras del maestro se ven contradichas por su comportamiento…
Por eso el único y verdadero Maestro es Cristo, que es Amor, es Caridad. Por amor, se hizo hombre, predicó, padeció y murió en la cruz. Y por amor, resucitó y derrotó al pecado y a la muerte para abrirnos la puerta de la salvación. Por eso la mejor escuela es la que abre las puertas de su capilla a los alumnos y a los profesores para que todos ellos se puedan arrodillar ante el Santísimo delante del sagrario; ante Cristo, que es la Sabiduría, la Verdad y la Felicidad. Por eso una escuela católica tiene que ser cristocéntrica, teocéntrica. Y su ley inquebrantable y su carácter propio debe resumirse en una palabra: caridad. Y por caridad debemos amar a los pecadores (todos lo somos) y rechazar el pecado, que es todo aquello que rechaza el amor de Dios, que incumple sus mandamientos. La voluntad de Dios es que cumplamos los mandamientos: que amemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Esa es la Voluntad de Dios. No se puede hablar de educación católica prescindiendo de la existencia del pecado y de la necesidad de la gracia.
El sonido de nuestras palabras llega a los oídos de nuestros alumnos, pero el verdadero y único Maestro está dentro de ellos. No piensen ustedes que alguien aprende algo de otro hombre. Podemos exhortar mediante el sonido de nuestra voz, pero si no se halla dentro alguien que enseñe, el sonido que emitimos sobra. ¿Quieren una prueba? Cuando damos clase y explicamos una lección, ¿no oyen todos lo mismo? ¡Y cuántos no van a salir de clase sin haber aprendido nada! En lo que de mí depende, he hablado a todos, pero aquellos a quienes no habla interiormente la gracia que excita y mueve al alma a la virtud y a la perfección; a los que no enseña interiormente el Espíritu Santo, vuelven a casa con la misma ignorancia. El magisterio exterior no es más que una cierta ayuda. Pero Quien tiene su cátedra en el cielo es quien instruye los corazones (San Agustín. Tratado sobre la primera carta de San Juan 3, 13).
¿Qué debemos hacer como maestros católicos si queremos ser significativos?
- Domina tu materia, explica bien y mantén el orden en clase. Si no te respetan, no hay nada que hacer.
- Vive en gracia de Dios. Confiésate con frecuencia y si estás sin bautizar, bautízate. Y no comulgues en pecado mortal. Confiésate antes.
- El centro de tu vida debe ser Jesús Sacramentado. Las escuelas deben ser eucarísticas. Los profesores (y los niños) deben visitar al sagrario para adorar al Dios vivo cuyo corazón late en el sagrario, pero sin postureos, coacciones ni obligaciones. Y los maestros deberían asistir a la Santa Misa siempre que puedan.
- Habla de Cristo sólo cuando te pregunten por Él. ¡Pero vive de tal modo que te pregunten por Él! Ahora bien, no seas un coñazo en plan predicador de los mormones o de los testigos de Jehová. Ama mucho y habla poco.
- Ama a todos siempre, como hijos del Corazón de Jesús que somos. Los problemas de los niños, los de los compañeros, los de las familias son tus problemas. Y siempre puedes hacer algo: rezar por ellos… Esa es la cruz que debes cargar cada día. Por caridad: hay que amar mucho a todos. Y para ello, Cristo debe cambiar mi corazón de piedra para convertirlo en un corazón semejante al suyo. Pero hay que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Dios. Ama mucho, hasta que duela, hasta que te vuelvas loco de amor por Dios y por tus hermanos.
- Seamos humildes y sepamos que Dios es siempre más grande, más sabio y mejor que nosotros; y que sus mandamientos son infinitamente justos, eternos y universales. Dios es causa primera. Nosotros somos contingentes y causas segundas. Nuestra vida está en todo momento en las manos de Dios. Ser humilde significa que yo no soy mejor que nadie. Todo lo bueno se lo debo a Dios. A Él la gloria.
- El sacramento de la caridad es la Santa Misa. Si no existiera la misa, el mundo ya se habría hundido en el abismo por el peso de su propia iniquidad (decía San Pío de Pieltrecina). La misa nos acerca al cielo, nos une a Cristo y nos santifica, no por nuestros méritos, sino por los de Cristo, que se sacrifica de manera incruenta en la Santa Misa para la remisión de nuestros pecados y de los pecados del mundo entero. ¿Queréis cambiar el mundo? ¿Queréis acabar con las injusticias, con la corrupción, con la degeneración de nuestro mundo, con el aborto o con la eutanasia? Pues empieza por ir a misa a diario: Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y no hay otro salvador más que Él.
- Para vivir según la caridad, tenemos que acudir a los sacramentos: a la confesión o al bautismo, lo primero; a la comunión sacramental, después. La gracia de Dios, la capacidad para amar como Dios quiere que amemos, la recibimos a través de los sacramentos.
- La Hostia Consagrada es realmente Cristo. «El que Es» es la Hostia: el amor de los amores. Sin Cristo no podemos salvar el mundo ni salvarnos a nosotros mismos. Sin Dios no podemos hacer nada: ni siquiera vivir. Todo depende de la voluntad de Dios. Hay que adorar a Dios en el Santísimo Sacramento.
- Tenemos que rezar el rosario cada día. Así, el Señor purificará nuestro corazón y limpiará nuestra mirada.
La solución para cambiar en mundo es Cristo. El único y verdadero Maestro es Cristo. Cristo es el único redentor, es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y de cada uno de nosotros. Las ideologías y los partidos son pseudorreligiones que prometen falsos paraísos. Son falsos mesianismos, anticristos, enemigos de Dios y de los hombres, verdaderas estructuras de pecado. Los partidos dividen y enfrentan. Dios es comunión, caridad y bien. Cristo ama a todos y quiere la salvación de todos. Pero no todos se salvan. Y todo esto no se puede conseguir sin el auxilio de la gracia de Dios.
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!