¿Es infalible el Papa?

Monseñor Héctor Aguer

        La pregunta expresada en el título tiene una respuesta afirmativa, y de valor dogmático. El Concilio Vaticano I definió el 18 de julio de 1870, mediante la Constitución Dogmática Pastor Aeternus, que el Sucesor de Pedro en la Cátedra Romana, goza del privilegio de la infalibilidad cuando determina que una verdad es un dogma de fe católica y declara que es su voluntad pronunciarse en esos términos. Se trata de un magisterio extraordinario, que no se ejerce sino en contadas ocasiones. Hay un antecedente a la decisión del mencionado Concilio. El Papa Pío IX, en 1854, mediante la Bula Ineffabilis Deus, definió el dogma de la Inmaculada Concepción de María, que destinada a ser la Madre del Verbo Encarnado, fue preservada de la mancha del pecado original. De paso anotemos que cuatro años después, en 1858, María Santísima se apareció en Lourdes a la niña Bernadette Soubirous y declaró: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

        La historia registra luego un único caso de definición dogmática: Pío XII, el 1° de noviembre de 1950, mediante la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, declaró que es una verdad de fe católica que la Virgen María, acabado el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial. Esta declaración la efectuó Pío XII ante una muchedumbre que llenaba la Plaza de San Pedro y se extendía por la Via della Conciliazione hasta el Tíber.

        La enseñanza papal se expresa habitualmente mediante su Magisterio Ordinario: encíclicas, mensajes, discursos, etc. No se debe confundir entonces esos dos órdenes de enseñanza y extender la infalibilidad a todo lo que el Pontífice enseña, por más importante que esto sea. Lamentablemente, el desconocimiento de esas realidades teológicas, ha llevado a veces a una especie de “papismo” que considera infalible en toda circunstancia a lo que el Sucesor de Pedro declara. La obediencia de fe de un cristiano corresponde diversamente y abarca en sentido amplio las expresiones del magisterio ordinario; pero hay que tener en cuenta que en ellas puede caber error. Es difícilmente evitable todo error si el Papa habla mucho y ante oyentes muy diversos: peregrinos, visitantes circunstanciales en audiencias personales, declaraciones periodísticas, por ejemplo. Estas situaciones no constituyen magisterio; el ejercicio del magisterio ordinario incluye la intención de enseñar, de comunicar la verdad de la fe o del orden natural.

        Los errores manifestados por Francisco proceden de su disgusto a la Tradición, que lo lleva a maltratar a los tradicionalistas, a perseguir a obispos y sacerdotes, a cancelar algunos. Un procedimiento habitual es intervenir indirectamente en las diócesis nombrando a progresistas coadjutores de los respectivos obispos. En numerosos casos se manifiesta crítico de los presbíteros, a los que parece despreciar, tildandolos de “indietristas” porque aman y siguen la Tradición. Este desprecio contrasta con el amor a los sacerdotes manifestado por los Papas precedentes, San Juan Pablo II y Benedicto XVI.

        Su mariología es deficiente: cuando se le pidió que proclamase a la Corredentora, se negó con un pésimo argumento, alegando que no se la podía llamar Corredentora “porque ella no es divina”. Se nota que no entiende el misterio de participación de María en la obra de la redención. El estilo de Francisco es populista, lo que le viene de su simpatía política con el fenómeno argentino del peronismo, movimiento al cual adhirió desde joven en el sector conocido como “Guardia de Hierro”.

        La cuestión de la infalibilidad no se plantea; de hecho, él desarrolla su actividad valiéndose de la autoridad pontificia con toda naturalidad. Es bien consciente de ser el Papa y como tal lo consideran los fieles, salvo que muchos no aprueban sus opciones políticas, y reconocen muy bien que esa dimensión política es ajena a la función de Sucesor de Pedro.

        El actual pontificado está empeñado en la agenda globalista y el diálogo interreligioso; no puede cumplir con el encargo de difundir el conocimiento y el amor de Jesucristo. Pero el mandato apostólico sigue siendo: “Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio a todas las naciones; el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará” (Mc 16, 16). Vale para este mundo, que aguarda la recuperación del Sucesor de Pedro.

 Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata.

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