Un amplio paisaje nos muestra Don Diego, con la mano de un pintor cargada con pinceles, paletas y colores, listo para ejercer su arte en un blanco lienzo sujeto sobre un caballete. ¿Qué habrá de ser pintado en el tapiz? «Ad omnia», reza el lema: apto para todas las cosas. Así se nos muestra el limpio tejido, pues «puede el arte pintar como en tabla rasa sus imágenes» nos refiere el emblemista. ¿Qué plasmará el pintor? No lo expresa el murciano, mas su retórica no deja lugar a dudas: reflejará el paisaje que se insinúa al fondo, pues el entorno del infante plasma en su alma sus condiciones. Para bien o para mal, el vicio o la virtud arraigados en el palacio serán habitualmente asumidos por el príncipe.
Dos ideas, entonces, nos expone Saavedra Fajardo en su segundo emblema: la eficacia con que el entorno produce virtudes y vicios en el niño, desde el presupuesto de la naturaleza caída que favorece la tendencia al vicio por sobre la virtud; y la consecuente necesidad de trabajar por un ecosistema virtuoso y, en definitiva, santo, para favorecer la santidad y prudencia del futuro gobernante.
No olvida, entonces, la concupiscencia humana ni la debilidad de las potencias de nuestra alma, consecuencia del pecado. No se trata aquí de una «tabula rasa» naturalista ni del mito del buen salvaje. «De todos los vicios conviene tener preservada la infancia. Pero principalmente de aquellos que inducen torpeza u odio, porque son los que más fácilmente se imprimen. Y así, ni conviene que oiga estas cosas el príncipe, ni se le ha de permitir que las diga». Se imprimen, como por ósmosis, más fácilmente los vicios que las virtudes porque con aquellos hay que tener un doble cuidado. No basta con castigar el vicio ni se ha de hacer con una dureza falta de caridad. Ni el optimismo del buen salvaje ni el amargo jansenismo falto de esperanza. Un justo medio se nos propone aquí:
Es un potro la juventud, que con un cabezón duro se precipita y fácilmente se deja gobernar de un bocado blando. Fuera de que en los ánimos generosos queda siempre un oculto aborrecimiento a lo que se aprendió por temor, y un deseo y apetito de reconocer los vicios que le prohibieron en la niñez. Los afectos oprimidos (principalmente en quien nació príncipe) dan en desesperaciones, como en rayos las exhalaciones constreñidas entre las nubes. Quien indiscreto cierra las puertas a las inclinaciones naturales, obliga a que se arrojen por las ventanas. Algo se ha de permitir a la fragilidad humana, llevándola diestramente por las delicias honestas, a la virtud.
Mas la prospectiva no es desesperanzada. Si bien se insiste en que, incluso con el que muestra buena disposición, hay que ser precavidos, pues «no es bien descuidarse con su buen natural, dejando que obre por sí mismo, porque el mejor es imperfecto» y «Apenas hay árbol que no dé amargo fruto si el cuidado no lo trasplanta y legitima su naturaleza bastarda, casándole con otra rama culta y generosa», se concluye en esas mismas líneas que «La enseñanza mejora a los buenos, y hace buenos a los malos.»
Y en este sentido, insiste el autor en la analogía con el cultivo, para alcanzar la segunda tesis del emblema: la necesidad de cultivar las virtudes, por un entorno santo, pues «si bien están en el ánimo todas las semillas de las artes y de las sciencias, están ocultas y enterradas, y han menester el cuidado ajeno, que las cultive y riegue. Esto se debe hacer en la juventud, tierna y apta a recibir las formas, y tan fácil a percibir las ciencias.»
Para el cuidado del príncipe, por tanto, se proponen aquí dos líneas de acción: desarraigar el vicio del palacio, arrancándolo de raíz como mala hierba, pues «depravado una vez el palacio, no se corrige si no se muda, ni quiere príncipe bueno»; y eliminados los malos ejemplos, plantar «en su lugar otros de altivos pensamientos, que enciendan en el pecho del príncipe espíritus gloriosos».
Casi es tan imposible criarse bueno un príncipe en un palacio malo, como tirar una línea derecha por una regla torcida. No hay en él pared donde el carbón no pinte o escriba lascivias. No hay eco que no repita libertades. Cuantos le habitan son como maestros o idea del príncipe, porque con el largo trato nota en cada uno algo que le puede dañar o aprovechar; y cuanto más dócil es su natural, más se imprimen en él las costumbres domésticas. Si el príncipe tiene criados buenos, es bueno. Y malo, si los tiene malos.
De este modo, no basta con alejar a los viciosos. Es necesario traer a los virtuosos. Es, por tanto, necesaria la virtud para engendrar virtud. Ya sea con niños que posean las «virtudes opuestas a sus vicios, que los corrijan, como suele una vara derecha corregir lo torcido de un arbolillo, atándola con él» ya que «aquella edad imita lo que ve y oye, y copia en sí las costumbres del compañero»; como con los maestros: «Corregidos, pues (si fuera posible), los vicios de los palacios, y conocido bien el natural e inclinaciones del príncipe, procuren el maestro y el ayo encaminallas a lo más heroico y generoso, sembrando en su ánimo tan ocultas semillas de virtud y de gloria, que, crecidas, se desconozca si fueron de la naturaleza o del arte.»
Sin embargo, en un mundo sin virtud, ¿qué se hará? Don Diego aquí recurre a los muertos, pues su ejemplo «tiene gran fuerza en todos, principalmente cuando es de los antepasados; porque lo que no pudo obrar la sangre, obra la emulación.» Siendo herederos de tan insignes héroes como solo la herencia hispánica ha podido ofrecer al mundo, ¿quién podría considerarse solo en un mundo enemigo?
No solamente conviene reformar el palacio en las figuras de los vivos, sino también en las muertas, que son las estatuas y pinturas; porque, si bien el buril y el pincel son lenguas mudas, persuaden tanto como las más fecundas. ¿Qué afecto no levanta a lo glorioso la estatua de Alexandro Magno? ¿A qué lascivia no incitan las transformaciones amorosas de Júpiter? (…) No ha de haber en los palacios estatua ni pintura que no críe en el pecho del príncipe gloriosa emulación. Escriba el pincel en los lienzos, el buril en los bronces, y el cincel en los mármoles los hechos heroicos de sus antepasados, que lea a todas horas, porque tales estatuas y pinturas son fragmentos de historia siempre presente a los ojos.
Qué juicios tendría el murciano de un mundo que no solo tiene cuadros que no son ni cuadros, sino que invade constantemente con intereses nocivos la mente de los niños a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Sin embargo, es posible desarrollar un ecosistema sano y santo, ya que nunca faltará el auxilio divino. ¿Que hoy abunda el vicio en nuestro entorno? Retengamos lo que hoy haya de bueno (cfr. 1Ts 5,21) y recurramos a la trinchera del pasado si es necesario. La labor será terrible, mas servirá para conciencia de que todo está en manos del Altísimo, pues «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20b).
Sin embargo, teniendo en cuenta que este ecosistema que nos propone Saavedra Fajardo es para un príncipe cristiano, ¿no sería exagerado procurar aplicarlo para una común y corriente familia cristiana? Precisamente, en un contexto en el que cualquiera de nuestros hijos, sin el aviso anticipado que la sangre noble daba en el antiguo régimen, podría materialmente encontrarse con la responsabilidad de un gobierno, conviene prepararlo «ad omnia». No se trata, así, de un comunitarismo puritano al estilo de los cuáqueros, que busca una falsa perfección alejándose de la indigna ciudad, sino precisamente el fin de esto será velar por el bien de la sociedad, de entre la que saldrán sus futuros ministros, que serán el mayor alivio o el mayor daño para ella: «¿Qué será, pues, un príncipe mal educado, y armado con el poder? Los otros daños de la república suelen durar poco. Este lo que dura la vida del príncipe.»
Esposo y padre de familia. Presidente de la Asociación Civil Educativa Domus Aurea y director de Empel Academy y la Corporación Educativa Familiar El Alcázar, proyectos para la promoción de una educación católica, hispánica y humanística.
Gracias, muy bueno.
En una de las citas de Saavedra Fajardo se ha colado una errata: donde dice «fecundas» debe decir «facundas» (aunque son lenguas mudas, persuaden tanto como las más facundas). Saludos.