Adoremos al Señor

En una noche escura
con ansias en amores inflamada
¡o dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.
Ascuras y segura
por la secreta escala, disfraçada,
¡o dichosa ventura!
a escuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa
en secreto que naide me veýa,
ni yo mirava cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el coraçón ardía.
Aquésta me guiava
más cierto que la luz de mediodía
adonde me esperava
quien yo bien me savía
en parte donde naide parecía.
¡O noche, que guiaste!
¡O noche amable más que la alborada!
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros ayre daba.
El ayre de la almena
quando yo sus cavellos esparcía
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olbidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cessó todo, y dexéme
dexando mi cuydado
entre las açucenas olbidado.

San Juan de la cruz

Les regalo por Reyes este poema de San Juan de la Cruz, que es, sin duda, una de las cimas de la poesía española y de la espiritualidad universal.

Todos vivimos en medio de la noche oscura del pecado: «Las tinieblas cubren la tierra,
la oscuridad los pueblos»
, dice el profeta Isaías. Y no hay que ser un gran profeta ni un sabio para ver en qué mundo vivimos. Basta con leer un periódico, escuchar la radio o ver un telediario: corrupción, robos, asesinatos, violaciones, perversiones de todo tipo y pecados abominables que claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4).

Los desterrados hijos de Eva caminamos por este valle de lágrimas entre sufrimientos y entre las tinieblas del pecado.

Rima LXVI

¿De dónde vengo?… El más horrible y áspero 
de los senderos busca; 
las huellas de unos pies ensangrentados 
sobre la roca dura; 
los despojos de un alma hecha jirones 
en las zarzas agudas, 
te dirán el camino 
que conduce a mi cuna. 

¿Adónde voy? El más sombrío y triste 
de los páramos cruza, 
valle de eternas nieves y de eternas 
melancólicas brumas; 
en donde esté una piedra solitaria 
sin inscripción alguna, 
donde habite el olvido, 
allí estará mi tumba.

Gustavo Adolfo Bécquer

Vamos caminando con los despojos del alma hecha jirones y los pies ensangrentados. Yo no me siento parte de este mundo oscuro y tenebroso. «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». ¡Qué razón tenía San Agustín!

Menos mal que en este destierro contamos con nuestra Madre, la Virgen María, a quien suspiramos, gimiendo y llorando para que ruegue por nosotros.

F E R N A N D O  B A Ñ O S, en su estudio sobre Los Milagros de Nuestra Señora de Berceo lo explica muy bien:

«Se presenta en primer lugar la narración de una experiencia personal referida a un convencional locus amoenus o ‘lugar agradable’. Enseguida lo personal se generaliza mediante la exposición del sentido alegórico, que incluye una digresión sobre los nombres de María. La exaltación de la Virgen como abogada de los hombres prepara el ánimo para la declaración del propósito del libro. Las alusiones a María y a otros personajes y episodios bíblicos que según los exegetas anunciaban su intervención en la historia de la Salvación acaban por tejer en el plano del significado profundo la idea central de la obra: el peregrino, el hombre errante caído en desgracia desde la expulsión del Edén, encuentra gracias a María, Madre del Redentor, el retorno al Paraíso perdido».

En medio de la noche oscura del pecado, los Magos encontraron una luz que los guió hasta el Portal de Belén. Y allí se encuentran a María y José con el niño Jesús. Y al verlo, se postraron a adorarlo.

«Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos dé la tierra. Póstrense ante él todos los reyes y sírvanle todos los pueblos. Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; Él se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres».

Salmo 71

Cristo es la Luz  del mundo que brilla en medio de las tinieblas del pecado:

Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba al principio en Dios.
Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.
En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.
La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron.
Juan 1

Y es Cristo quien guía y hace que en nuestro corazón arda el fuego de la Caridad, como la zarza que ardía sin consumirse desde la que “El que Es” le habló a Moisés. O como les pasó a los discípulos de Emaús:

Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!” (Lucas 24)

Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús en la fracción del pan: en la Eucaristía.

El que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y el juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz por que tus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz, para que sus obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios.

Juan 3

Para encontrarnos con Cristo y adorarlo, primero tenemos que volver nacer del agua y del espíritu:

«El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios». Lo primero es el bautismo que nos da la fe y la gracia santificante. Y sin fe nadie se salva: El que no cree, ya está juzgado.

Y después, a lo largo de la vida, cada vez que caemos en el pecado, Cristo nos dejó, para que pudiéramos levantarnos y continuar caminando, el sacramento de la penitencia:

La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban reunidos los discípulos por temor de los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: La paz sea con vosotros. Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron viendo al Señor.
Díjoles otra vez: La paz sea con vosotros. Como me envió mi Padre, así os envío Yo.
Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos.

Juan 20

La confesión es la secreta escala por donde el alma escapa de las tinieblas del pecado. Porque si vives en pecado mortal, no te podrás encontrar con Cristo. Y el perdón de los pecados es la luz y guía que arde en el corazón y nos conduce hasta el pesebre, hasta la patena donde reposa el mismo Jesús bajo el velo de las especies del pan y del vino. Según la fe católica, Jesucristo está presente todo entero, con su corporeidad glorificada, bajo cada una de las especies eucarísticas, y todo entero en cada una de las partes resultantes de la división de las especies, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cfr. Catecismo, 1377).

A Cristo lo vemos con los ojos de la fe en la Sagrada Hostia consagrada por el sacerdote. El pan y el vino dejan de ser pan y vino para ser verdaderamente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor. Es lo que la doctrina católica califica como transubstanciación.

Pero para creer esto, hay que ser inocentes y puros como niños. La fe es una gracia, es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. Esta gracia es absolutamente necesaria para querer el bien. La bondad de la voluntad humana requiere que se ordene al sumo bien, que es Dios. «Sin mí, no podéis hacer nada».

Por aquel tiempo tomó Jesús la palabra y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así lo has querido.

Mateo 11, 26-26

Y en la comunión, recibida en gracia de Dios, se produce el milagro de la unión física y espiritual de nuestra alma con el mismo Jesucristo, con nuestro Creador y Señor; y así nos anticipa la gloria del cielo. Porque nosotros venimos de Dios, que nos creó e infundió en nosotros el alma, y caminamos hacia Dios, hacia la vida eterna, en la que esperamos dar gloria a Dios junto a los ángeles, a los santos y a nuestra Madre Santísima.

Nosotros somos los Reyes. Somos profetas, sacerdotes y reyes por el bautismo. Y como reyes que somos, hemos de dejarnos guiar por la luz de Cristo hasta encontrarnos con Él y adorarlo. Eso es la mística: la unión de nuestra alma con Dios.

El aire de la almena
quando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

Cuando he comulgado y Cristo se hace carne de mi carne y sangre de mi sangre, todo lo demás no importa: Quedéme y olvidéme. El rostro recliné sobre el Amado. Cesó todo. Sólo Dios importa. Sólo Dios basta.

En definitiva, la vida cristiana es la vida mística de quien busca la luz y huye de las tinieblas del mal y se deja llevar por Cristo sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía. Esta Luz me guiaba más cierto que la luz de mediodía adonde me esperaba quien yo bien me sabía en parte donde nadie parecía.

La Luz de Cristo nos guía hacia el confesionario para limpiarnos del pecado. Él mismo nos espera allí para perdonar nuestros pecados y permitirnos después adorarlo y unirnos a Él en la Santa Comunión. Y así, Él nos va santificando y conduciéndonos hacia nuestra verdadera Patria.

Y como dice San Agustín:

«Se debe llevar a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad». 

Esa verdad es Cristo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38):

«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».

Confesémonos, asistamos a la Santa Misa, recemos el Santo Rosario, comulguemos y vivamos en gracia de Dios. Todo lo demás es pura vanidad: no importa. Tengamos temor de Dios y evitemos ofenderle con el pecado. Da igual vivir más que menos en este mundo. La vida verdadera comienza después de la muerte. Para San Juan Crisóstomo, la muerte es el viaje a la eternidad.

Los Santos, los justos, los Hijos de Dios, esperamos la muerte con alegría y la deseamos, no como una forma de huir de esta vida, que sería un pecado en vez de una virtud, sino como el momento en que por fin nos encontraremos con Dios. «Muero porque no muero» (Sta. Teresa de Jesús).

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