9. Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. León XIII, Inmortale Dei, 1885.
Estáis atontados y perdidos. Vais como pollo sin cabeza, sin saber de dónde venís ni a dónde vais: buscando desesperadamente el placer, el dinero, el poder y la fama. Os han convencido de que la vida no tiene sentido, que es puro azar que estemos aquí; que somos pura materia llamada a la corrupción. Y sin embargo, esta sociedad enferma le rinde un culto al cuerpo, porque creen que no tenemos otra cosa. Todos quieren vivir cuanto más mejor. Todos quieren ser eternamente jóvenes y estar en forma: gimnasios, yoga, operaciones estéticas, ácido hialurónico, serum; correr, levantar pesas, hacer abdominales…Pero querer hombre vivir, cuando Dios quiere que muera, es locura.
Si pudiéramos hacer tan hermosos nuestros cuerpos y nuestras caras como podemos hacer con nuestra alma, qué prisa se daría todo el mundo en acudir al confesionario. Pero es que no hay manera de que os enteréis. La auténtica belleza no se ve: es la del alma que vive en gracia de Dios. Porque quien no vive en gracia de Dios ya está muerto. Lo importante no es vivir más años o menos, sino morir en gracia de Dios. Eso es lo único importante. Y para eso contamos con la gracia que Dios nos regala por medio de los sacramentos, especialmente por la confesión y la comunión eucarística.
Este mundo es una peregrinación hacia Dios. Venimos de Dios y nos encaminamos de nuevo a Dios los desterrados hijos de Eva por este valle de lágrimas, con la esperanza de gozar de la plenitud eterna del cielo. Nuestro cuerpo es corrupción, contingente… Nuestra vida terrenal es pura vanidad: tiene fecha de caducidad. Y no sabemos cuándo, dónde o cómo pero la única certeza que tenemos es que vamos a morir.
Por eso no hay nada más importante que estar en gracia de Dios ni dignidad más alta que la de ser hijos adoptivos de Dios gracias a Nuestro Señor Jesucristo, que se hizo hombre y murió como cordero pascual para el perdón de los pecados. Él es el único que puede cambiar el mundo. No nosotros. El mundo cambiará cuando todos nos convirtamos, nos confesemos (o nos bauticemos, de no estarlo) y vivamos como Dios manda: amándole a Él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Cristo acabará con la muerte y con el pecado y todas las naciones se postrarán ante Él para adorarle como único Dios verdadero. Amemos a Dios y cumplamos sus mandamientos.
1 Juan 3
Hijos míos: No dejen que nadie los engañe. Quien practica la santidad es santo, como Cristo es santo. Quien vive pecando, se deja dominar por el diablo, ya que el diablo es pecador desde el principio.
El P. Antonio Royo Marín señala que “por un solo pecado, los ángeles rebeldes se convirtieron en horribles demonios para toda la eternidad; arrojó del paraíso a nuestros primeros padres y sumergió a la humanidad en un mar de lágrimas, enfermedades, desolaciones y muertes; mantendrá por toda la eternidad el fuego del infierno en castigo por los culpables a quienes la muerte sorprendió en pecado mortal; Jesucristo hubo de sufrir los terribles tormentos de su pasión”.
El pecado encierra una malicia en cierto modo infinita. El pecado mortal produce instantáneamente estos efectos desastrosos:
- Pérdida de la gracia santificante, de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo.
- Supresión del influjo vital de Cristo, como el sarmiento separado de la vid.
- Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma.
- Pérdida de todos los méritos adquiridos en la vida pasada.
- Feísima mancha en el alma, que la deja tenebrosa.
- Esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimientos de conciencia.
- Reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia.
Como escribe Royo Marín, “son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero por las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá”.
Por el pecado mortal, nuestra dignidad moral decae y nos convertimos en esclavos de Satanás. Esta realidad la olvida el personalismo y es origen de graves errores. Sin tener claro los conceptos de pecado y de gracia es difícil orientarse existencialmente y encontrarle un sentido a la vida. Lo verdaderamente importante es que seamos santos, que vivamos en gracia de Dios.
Andemos bien nuestro peregrinar hacia el cielo, no vaya a ser que nos perdamos y confundamos el Paraíso con el hedonismo dionisíaco del superhombre nietzscheano: con la borrachera, con la fornicación; con la búsqueda desesperada de riquezas, placeres y poder.
La Carta a los Romanos deja las cosas meridianamente claras:
Desde la creación del mundo los atributos invisibles de Dios, tanto su eterno poder como su divinidad, se dejan ver a la inteligencia a través de las criaturas. De manera que son inexcusables, por cuanto, conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del humano corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles.
Por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos, pues cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Criador, que es bendito por los siglos, amén.
Por lo cual los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío.
Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas, a engaños, a malignidad; chismosos, calumniadores, aborrecidos de Dios, ultrajadores, orgullosos, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados; los cuales, conociendo la sentencia de Dios que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen.
Y en esas estamos: idolatría, apostasía, herejías, ateísmo, agnosticismo… Lucifer campa a sus anchas en esta democracia liberal que ha puesto al hombre (a la persona humana) en el lugar que sólo le corresponde a Dios. Hoy vivimos el esplendor del «nos serviam». No serviremos ni obedeceremos a Dios.
León XIII, en la Libertas diferencia claramente la verdadera libertad de la libertad liberal.
7. Por tanto, la naturaleza de la libertad humana, sea el que sea el campo en que la consideremos, en los particulares o en la comunidad, en los gobernantes o en los gobernados, incluye la necesidad de obedecer a una razón suprema y eterna, que no es otra que la autoridad de Dios imponiendo sus mandamientos y prohibiciones. Y este justísimo dominio de Dios sobre los hombres está tan lejos de suprimir o debilitar siquiera la libertad humana, que lo que hace es precisamente todo lo contrario: defenderla y perfeccionarla; porque la perfección verdadera de todo ser creado consiste en tender a su propio fin y alcanzarlo. Ahora bien: el fin supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el mismo Dios.
11. Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré], entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.
12. El naturalismo o racionalismo en la filosofía coincide con el liberalismo en la moral y en la política, pues los seguidores del liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos principios que establecen los defensores del naturalismo. Ahora bien: el principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es dueño de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre si superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber.
Esta doctrina es en extremo perniciosa, tanto para los particulares como para los Estados. Porque, si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones. En cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.
La libertad sin límites morales implica la muerte de la razón, del sentido común y el imperio de la locura, de la arbitrariedad, de la demencia; del trastorno mental, la vesania y el disparate. La libertad sin Dios, conduce a la locura, a la demencia, al desvarío; y la sociedad se convierte en una casa de orates peligrosos, de borrachos, fornicarios y degenerados que se pasean una vez al año por las calles, orgullosos de sus vicios.
La Libertad liberal significa rebelión contra la soberanía de Dios y su santa ley. Significa que el hombre es un fin en sí mismo: no solo porque no pueda o no deba ser “instrumentalizado” o utilizado por otras personas para sus propios fines (obviamente, el hombre no es ni debe ser considerado como un “recurso humano” para obtener beneficios); sino porque la finalidad del hombre – su fin último – es el propio hombre: y no Dios. Que el hombre no ha sido creado por Dios y para Dios. Que el fin del hombre no es sobrenatural, no es el cielo; sino que el fin para el que ha sido creado el hombre es para sí mismo. El mundo moderno liberal rechaza el Reino de Dios y lo combate para establecer el “Reino de los Fines” kantiano. Dios no es soberano, no es Rey: lo es el hombre. No hay que santificar el nombre de Dios, no queremos que venga su Reino, no hay que hacer su Voluntad en la tierra como en el cielo. El hombre quiere que se haga su voluntad de hombre. Por eso, el hombre sin Dios odia a Dios y a quienes queremos a Dios como Señor. El mundo moderno es el “Reino del Anticristo”, el “Contra Dios”, el “Anti Padre Nuestro”. Nada hay más contrarrevolucionario hoy que rezar el Padre Nuestro.
Cuando desterramos a Dios y a Jesucristo de las leyes y de la gobernación de los pueblos y la autoridad deriva, no de Dios, sino de los hombres, nada bueno puede suceder. Divorcio, aborto, eutanasia, degeneración, decadentismo, corrupción, prostitución, pornografía, falta de esperanza, nihilismo, soledad, sexo libre, violaciones, violencia doméstica…
La libertad liberal reivindica la independencia, la autonomía y la autodeterminación del hombre respecto a Dios. No admiten la soberanía de Dios, sino que reclaman la soberanía popular, es decir, la soberanía del hombre frente a Dios, la voluntad del hombre por encima de la voluntad de Dios. “¡No obedeceremos a Dios ni a su Ley Sagrada!», gritan los impíos.
Y desde el punto de vista filosófico, el Personalismo ha hecho esfuerzos ímprobos por conciliar la modernidad liberal con la fe católica. Vano intento el de intentar la cuadratura del círculo. Satanás se apodera del mundo hoy a través de su realidad principal, el pensamiento. Por eso la atención de los pastores debe atender especialmente a liberar a los hombres del dominio de los demonios a través de la filosofía —que repercute en todos los ámbitos de la vida humana—, sobre todo de las líneas principales de la filosofía moderna derivadas de Kant y de Hegel, y seguidas por Freud, Heidegger y muchos otros.
Escribe Juan Manuel Burgos en su libro Antropología: una guía para la existencia:
«El personalismo se caracteriza ante todo y fundamentalmente se estructura radicalmente en torno a la noción de persona que es la clave de su arquitectura conceptual y, sobre esa base, desarrolla una serie de temas y perspectivas de manera original».
«La persona es el ser digno por excelencia por encima del cosmos, la materia, las plantas y los animales. […] “Solo la persona humana es digna en sentido radical».
¿Acaso no es Dios, el tres veces santo, quien realmente representa la dignidad sagrada más alta desde la cruz?
El profesor Juan Manuel Burgos se pregunta qué significa exacta mente ser libre.
“Libertad sugiere independencia, apertura, autonomía, capacidad de elección, poder, querer, amor, voluntad. Soy libre cuando elijo y cuando puedo elegir; soy libre porque mi voluntad lo es; por ser libre puedo amar y por ser libre soy responsable. Libertad es también apertura ante lo nuevo y falta de constricción: no estar ligado por vínculos ni por cadenas materiales, por supuesto, pero tampoco espirituales”.
¿No recuerda esto al “non serviam” de Lucifer? ¿No es doctrina liberal pura y dura?
Y aparece el concepto de “autodeterminación”. Burgos, citando a Karol Wojtyla, señala que “la libertad es sobre todo y fundamentalmente, autodeterminación de la persona a través de sus acciones. La libertad es la capacidad que tiene la persona de disponer de sí misma y de decidir su destino a través de sus acciones. Este es el núcleo de la libertad, su estructura esencial”.
Y continúa el doctor Burgos:
«Para comprender la autodeterminación resulta necesario partir de una serie de conceptos previos: el primero es el de autoposesión. Autoposesión significa que la persona es dueña de sí, independiente y autónoma, y no está radicalmente a disposición de otro, sino de sí misma».
«La persona es libre porque depende de sí misma y depende de sí misma porque se autoposee».
O sea, en definitiva, el personalismo niega nuestra dependencia del Creador que gobierna el mundo y nuestras vidas por su Divina Providencia.
Algunos, como el profesor Burgos, pretenden convertir el personalismo en una nueva filosofía católica, en sustitución del tomismo. Y para ello no dudan en utilizar a San Juan Pablo II, calificándolo como personalista. Y ciertamente lo fue: sólo hay que leer el compendio de la Doctrina Social de la Iglesia para darse cuenta.
Pero nos estamos olvidando del Concilio Vaticano I:
La tradición se define como el depósito de la fe transmitido por el magisterio siglo tras siglo. Ese depósito es el que nos dio la Revelación, es decir, la palabra de Dios confiada a los apóstoles y cuya transmisión está asegurada por sus Sucesores. El depósito de la Revelación quedó terminado el día de la muerte del último apóstol. Ahí se acabó todo: ya no se puede tocar nada hasta la consumación de los siglos. La Revelación es irreformable.
«El depósito de la fe no es algo que se han imaginado los hombres, sino verdad que han recibido de Dios; no es algo que ellos han compuesto (inventum), sino cosa que a ellos les ha sido confiada por Dios; una cosa, por consiguiente, que no es fruto de la ingeniosidad humana, sino de la enseñanza recibida; no de uso privado, arbitrario (privatae usurpationis), sino tradición pública (es decir, que a todos obliga); una cosa no extraída de ti, sino traída a ti…, donde tú no eres autor, sino custodio; no maestro, sino discípulo; no guía, sino discípulo».
Cambiar la doctrina sería pecado mortal.
El concilio Vaticano I lo recordó explícitamente:
«La doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo. «Que el entendimiento, el conocimiento y la sabiduría crezcan con el correr de las épocas y los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto sólo de manera apropiada, esto es, en la misma doctrina, el mismo sentido y el mismo entendimiento».
Si alguno dijere que es posible que, en algún momento, dado el avance del conocimiento, pueda asignarse a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto de aquel que la misma Iglesia ha entendido y entiende: sea anatema. (Constitución Dogmática Filius Dei).
La Palabra de Dios (la Verdad Revelada) es clarísima y no se puede cambiar. Ni un concilio, ni un sínodo, ni el Papa tienen autoridad para cambiar las Sagradas Escrituras ni los dogmas.
Y ese mismo Concilio Vaticano I deja claro que la autoridad magisterial del Papa es la de declarar lo contenido en la Revelación, como precisa el mismo Concilio:
El Papa, en conclusión, no puede cambiar la doctrina sobre la homosexualidad: no tiene autoridad para cambiar la verdad revelada por las Sagradas Escrituras y por la Tradición. El Papa no puede dejarse llevar por su creatividad o por sus filosofías personales para cambiar la sana doctrina. Lo único que puede y debe hacer es custodiar la verdad revelada que ha recibido de los apóstoles. No hay nada nuevo bajo el sol.
El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad sean ley. Al contrario, el ministerio del Papa consiste en garantizar la obediencia a Cristo y a su palabra. El Papa no debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y a la Iglesia a la obediencia hacia la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y dilución, como frente a cualquier oportunismo.
A mí ni me parece bien ni mal que Karol Wojtila fuera, de manera privada, un filósofo personalista. Allá él. A mí me importa un bledo. Pero eso no implica que sus ideas filosóficas personalistas hayan de ser consideradas verdades de fe. De hecho, el personalismo es el ariete filosófico para aggiornar a la Iglesia al mundo moderno liberal. Lo mismo que la democracia cristiana fue, en el ámbito político, el intento fracasado de casar la democracia liberal con el catolicismo.
Esos católicos liberales aplican su voluntad soberana a la propia fe. Y así, fundamentan su fe, no en la autoridad de Dios, infinitamente veraz e infalible, que se ha dignado revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la bienaventuranza sobrenatural, sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera; es decir, en la soberanía de su propia voluntad. Juzgan su inteligencia libre de creer o de no creer y juzgan asimismo libre la de todos los demás. En la incredulidad, pues, no ven un vicio, enfermedad o ceguera voluntaria del entendimiento o del corazón, sino un acto lícito de la jurisdicción interna de cada uno, tan dueño en eso de creer, como en no admitir creencia alguna.
Tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el mal y a dividir al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario, lo cierto es que el hombre debe ser siempre consecuente consigo mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en cosa alguna ni en esfera alguna de la vida. Inmortale Dei, León XIII
Esto pasa con los políticos católicos de misa diaria que luego votan a favor del aborto, del divorcio o del matrimonio homosexual. Y también con los empresarios católicos, muy piadosos ellos, que luego explotan a sus trabajadores y ponen su lucro personal por delante de la fe y de la caridad hacia sus trabajadores: una cosa en ser católico y el negocio es otra cosa…
Los herejes niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. El hereje modernista es luciferino y siervo del Anticristo.
Sin embargo, es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Es totalmente insensata una libertad humana que no se someta a Dios y esté sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios. Todos los pueblos han de aceptar y respetar la soberanía de Cristo Rey, la Ley de Dios y la verdad de Cristo. Como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, Cristo no puede menos de tener en común con Él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absoluto sobre todas las criaturas. Y en ningún otro más que en Jesucristo hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos. Dios exaltó el nombre de Jesús y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que, al nombre de Jesús, toda rodilla de doble en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.
Nuestros principales enemigos hoy en día son las ideologías políticas que niegan la soberanía de Dios y afirman la soberanía nacional; y los herejes modernistas que trabajan día y noche por demoler el edificio de la Iglesia: comunión de los adúlteros, bendiciones a los homosexuales, indiferentismo religioso (que no es otra cosa que la aceptación de la libertad religiosa del liberalismo: todas las religiones conducen a Dios, todas son iguales y no hay que hacer proselitismo ni bautizar a nadie). Lo firmó y lo reafirmó el Papa Francisco:
El último día de su viaje apostólico a Asia y Oceanía, en un encuentro con jóvenes de diversas religiones, el Papa Francisco aseguró que «todas las religiones son un camino para llegar a Dios»:
«Una de las cosas que más me ha impresionado de ustedes, los jóvenes, que están aquí, es la capacidad de diálogo interreligioso. Y esto es muy importante, porque si empiezan a discutir -“mi religión es más importante que la tuya”, “La mía es la verdadera, en cambio la tuya no es verdadera”-. ¿Adónde lleva todo esto? ¿A dónde?, que alguien responda ¿a dónde? [alguien responde: “A la destrucción”]. Y así es. Todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Y, hago una comparación, son como diferentes lenguas, como distintos idiomas, para llegar allí. Porque Dios es Dios para todos. Y por eso, porque es Dios para todos, todos somos hijos de Dios. “¡Pero mi Dios es más importante que el tuyo!” ¿Eso es cierto? Sólo hay un Dios, y nosotros, nuestras religiones son lenguas, caminos para llegar a Dios. Uno es sij, otro, musulmán, hindú, cristiano; aunque son caminos diferentes».
Con esta afirmación, se ratifica en la Declaración de Abu Dabi en la que firmó de su puño y letra lo siguiente:
«La libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización que los demás no aceptan».
Evidentemente, el Papa cae en la herejía universalista, según la cual todos los hombres se salvan y el infierno, de existir, estará vacío. Esto significa poner a Cristo a la altura de Mahoma, de Buda o de las divinidades hinduistas. Se trata de puro indiferentismo religioso, que ya San Pío X condenaba en la Pascendi:
13. Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y pseudomísticos.
Véase, pues, su explicación (la de los herejes modernistas que hoy campan a sus anchas y ocupan los puestos relevantes de la Jerarquía). En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido (recuerden lo que predican desde hace años curas y obispos: no hay verdadera fe sin haber tenido una experiencia de encuentro personal con Cristo. Pero si ya te has encontrado con Cristo, ¿Para qué hace falta la fe? Fe es creer lo que no vemos, pero si ya lo vemos, la fe es perfectamente prescindible).
¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el Concilio Vaticano.
Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que, de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; en cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.
Esto tiene que ver con los encuentros escandalosos de oración en Asís, propiciados por Juan Pablo II y por Benedicto XVI. Y Francisco le está poniendo la guinda al pastel del Anticristo.
Sólo hay un Dios: la Santísima Trinidad, tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Sólo hay un salvador y redentor: Jesucristo, hijo único de Dios, que se encarnó y se sacrificó en la cruz para alcanzarnos el perdón de los pecados. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna; el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús=toda rodilla se doble=en los cielos, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.
En el Syllabus, Índice de los principales errores de nuestro siglo, Pío IX condena el indiferentismo religioso:
§ III. Indiferentismo. Latitudinarismo
XV. Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)XVI. En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación.
(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Ubi primum, 17 diciembre 1847)
Encíclica Singulari quidem, 17 Marzo 1856)XVII. Es bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.
(Alocución Singulari quadam, 9 diciembre 1854)
(Encíclica Quanto conficiamur 17 agosto 1863)XVIII. El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios.
Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Mateo 2
En conclusión, como señala Pío XI en su encíclica Quas Primas, la causa suprema de las calamidades que abruman y afligen al género humano se debe a que la mayoría de los hombres se han alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado Y nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen el imperio de nuestro Salvador. Estamos convencidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.
Él es el único que da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos.
Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de Él y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino[2]; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
Y León XIII, en Inmortale Dei señala:
No es difícil determinar el carácter y la forma que tendrá la sociedad política cuando la filosofía cristiana gobierne el Estado. El hombre está ordenado por la Naturaleza a vivir en comunidad política. El hombre no puede procurarse en la soledad todo aquello que la necesidad y la utilidad de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su espíritu. Por esto la providencia de Dios ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la unión y asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la cual es la única que puede proporcionarle la perfecta suficiencia para la vida.
Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios.
Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios.
En el orden privado el deber principal de cada uno es ajustar perfectamente su vida y su conducta a los preceptos evangélicos, sin retroceder ante los sacrificios y dificultades que impone la virtud cristiana.
Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios.
Y Pío XI escribe en su encíclica ‘Mit brennender Sorge’ párrafos 13 y 14:
Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, creador del universo, señor, rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.
Este Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni excepciones. Gobernantes y gobernados, coronados y no coronados, grandes y pequeños, ricos y pobres, dependen igualmente de su palabra. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
Sobre la fe en Dios, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar las leyes del orden moral de la fe para reconstruirlas sobre la arena movediza de la soberanía de la voluntad del hombre, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen de separar la moral de la religión, constituyen hoy legión.
Cuanto más sometido a Dios está el hombre, más libre es.Incluso podemos decir que el único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios.
Dios es nuestro creador, es Él quien en todo momento nos mantiene en la existencia como seres libres. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más libres somos.
Dios es el autor de todo bien que hacemos. La gracia es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. Esta gracia es absolutamente necesaria para querer el bien. La bondad de la voluntad humana requiere que se ordene al sumo bien, que es Dios. «Sin mí, no podéis hacer nada».
La gracia es necesaria para empezar y concluir toda obra buena, para resistir las embestidas del demonio y del mundo, para desear convertirnos a Dios, para obrar nuestra salvación; en fin, para todas las obras saludables que podemos hacer. Todos nuestros méritos son fruto de la gracia. «Dios es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad».
La verdadera libertad siempre está supeditada a la voluntad de Dios: a la caridad y al bien; al amor a Dios sobre todas las cosas, al cumplimiento de sus mandamientos y al amor al prójimo. Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
Todas las ideologías políticas que surgieron después de la Revolución Liberal no son otra cosa que estructuras de pecado: liberalismo, nacionalismo, socialismo, comunismo, anarquismo, fascismo, nazismo… Para todas esas ideologías, Dios no es el Soberano, sino que la soberanía es del individuo, del Pueblo, del Estado o del Partido. Quien eleva la libertad individual, la raza, el pueblo, el Estado o el Partido a suprema norma de todo y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ésta. Quien legisla contra Dios y contra su Ley Santa es un impío y un blasfemo. Y así, pasamos de la antropolatría liberal, que exige adoración al hombre individual, a la estatolatría, que impone la adoración al líder, al Partido y al Estado.
Los únicos que defendemos un orden social católico somos los carlistas, enemigos irreconciliables del Liberalismo. Un pueblo sólo puede ser civilizado si vive conforme a la ley de Dios; si practica las obras de misericordia; si sus hombres y mujeres se confiesan con frecuencia; si los hombres, mujeres y niños se unen en la Santa Misa al sacrificio de Cristo en la cruz. Un pueblo que tiene a Cristo como Rey y Señor es un pueblo de santos y un lugar civilizado donde la caridad, que es amor sobrenatural, se convierte en la norma que rige entre los vecinos, siempre dispuestos a ayudarse entre sí por el bien común del pueblo.
Hay dos cosmovisiones y dos antropologías enfrentadas entre sí: el teocentrismo que pone a Dios en el centro y acepta con humildad que el hombre es criatura de Dios y que ha sido creado para dar gloria a Dios, cumplir su voluntad y así llegar un día a la Patria celestial; y el antropocentrismo, que pone al hombre en el centro y su voluntad por encima de la Dios y que, si cree en Dios, es porque él quiere y no porque asuma su condición de causa segunda. El antropocéntrico, humanista o personalista considera que su dignidad proviene de su independencia y de su autonomía respecto a cualquier factor exterior a sí mismo: incluida su independencia de Dios. El antropocentrista pone su libertad por encima de cualquier otra consideración. El que se sabe siervo de Dios y tiene a Cristo como Señor obedece la ley de Dios y, cuanto más ama a Dios y se somete a su voluntad, más libre es.
Hay que volver a poner a Dios en el centro de la vida personal y social. Cristo es y ha de ser cada día más Rey. Los carlistas estamos llamados a luchar por el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. No queremos políticos ni políticas sin Dios. No queremos leyes inicuas. No queremos blasfemias ni sacrilegios ni ofensas a Dios. No queremos herejías ni apostasías. Somos contrarrevolucionarios militantes, católicos a macha martillo y enemigos del liberalismo, del socialismo, del comunismo y del fascismo. Nosotros defendemos la Verdad y el Bien y sometemos nuestra libertad a la voluntad de Dios para ser soldados de Cristo, incapaces de pecar contra el primer mandamiento de la Ley de Dios.
Queremos reyes que se arrodillen ante el Altísimo para adorarlo. Queremos reyes que amen a Dios sobre todas las cosas y que trabajen por el bien común de los españoles. Queremos reyes que rijan con caridad y humildad. Hay que volver a poner a Dios en el centro de la vida personal y social. Cristo es y ha de ser cada día más, Rey. Los carlistas estamos llamados a luchar por el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. No queremos políticos ni políticas sin Dios. No queremos leyes inicuas. No queremos blasfemias ni sacrilegios ni ofensas a Dios. No queremos herejías ni apostasías. Somos contrarrevolucionarios militantes, católicos a macha martillo y enemigos del liberalismo, del socialismo, del comunismo y del fascismo. Nosotros defendemos la Verdad y el Bien y sometemos nuestra libertad a la voluntad de Dios para ser soldados de Cristo, incapaces de pecar contra el primer mandamiento de la Ley de Dios.
Nuestro verdadero Rey es Cristo. Y la única soberanía que admitimos es la Soberanía de Dios, que es el Bien absoluto. ¿Es mejor la soberanía del hombre, que es pecador, que la de Dios, que es el Bien sin mancha de mal? ¿Saben más los hombres que Dios? ¿Son mejores los hombres que Dios? Por supuesto que no.
Nosotros reclamamos la soberanía de Dios, la unidad católica de España y que todo gobierno busque el bien común y la prosperidad de los españoles. El Estado ha de procurar que las necesidades materiales y espirituales de las personas estén cubiertas para que las familias puedan vivir con dignidad, criar a sus hijos decentemente y alcanzar el fin para el todos hemos sido creados.
¡Qué maravillosa sería la Unidad Católica de España! Una España en la que la mayoría deseara vivir en santidad, en gracia de Dios, cumpliendo el mandamiento de la caridad y ayudándose de los sacramentos para permanecer unidos a Dios, Nuestro Señor. Sería una España en la que Dios sería lo primero, en el que Cristo fuera reconocido Rey y Señor; y en el que la Santísima Virgen María fuera nuestra protectora y defensora.
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!