Escribía Pío Xi en su Encíclica Quas Primas, publicada en diciembre de 1925, que las causas supremas de las calamidades que vemos abrumar y afligir al género humano; que este cúmulo de males que ha invadido la tierra se debe a que la mayoría de los hombres se han alejado de Jesucristo y de su ley santísima, tanto en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado.
Es más, Pío XI señala con toda claridad que nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen el imperio de nuestro Salvador Jesucristo. ¡Y cuánta razón tenía!
El sistema liberal ha prescindido de Dios en la gobernación del Estado. La mayoría de nuestros politicastros desprecian a Dios, a la Iglesia e, incluso llegan a odiar a Dios, a la Santísima Virgen María y a todos los santos y las blasfemias están en boca de todos los patanes zafios y necios que nos rodean.
El mundo del siglo XXI ya no cree en Dios ni en la transcendencia ni en el cielo ni en el infierno. Para la mayoría de las gentes, somos una pura realidad biológica llamada a pudrirse. Vivimos por puro azar y tenemos la certeza de la muerte que les aterra y se ha convertido en un tabú. Para el hombre sin Dios, dueño de sí mismo, autodeterminado y fin en sí mismo (su fin ya no es Dios y su principio tampoco), lo que le queda es revolcarse en un hedonismo hediondo: fiestas, drogas, alcohol, sexo “libre”, aberraciones de todo tipo como la pederastia… y viajes y más viajes para sacarse muchas fotos y subirlas a Instagram. El hombre sin Dios es un dislate, un necio que no sabe de dónde viene ni a dónde va. No encuentran sentido a la vida porque la vida no tiene sentido. Y cuando la enfermedad o la vejez te impiden disfrutar de los placeres y lujos de este mundo, cuando llega el sufrimiento, la mejor opción es la eutanasia: una muerte epicúrea, sin dolor. La ciudad del hombre, en palabras de San Agustín, se basa en el amor propio y la búsqueda de placeres terrenales, la gloria humana y el poder y se caracteriza por la vanidad, la corrupción y la búsqueda de satisfacción en lo material y pasajero. A la vista está: corrupción, mordidas, prostitución, abortos, juergas con putas y cocaína… Así son los que gobiernan la ciudad del hombre.
Pero ese mundo corrupto y abominable está condenado a la perdición. «Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos». El trigo y la cizaña crecen juntos pero en la siega, la cizaña se separa del trigo y se quema, mientras que el trigo se guarda en el granero. El hombre sin Dios está abocado a la muerte. Es un hombre sin esperanza, sin fe ni caridad. Y después de pasar por este valle de lágrimas, solo le queda convertirse en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Los que militamos bajo la cruz de Cristo, en cambio, investidos del ministerio de la caridad, no desfallecemos, sino que, desechando todo fingimiento para quedar bien con el mundo, en vez de adulterar la palabra de Dios, manifestamos la verdad, cueste lo que cueste.
Si nuestro evangelio queda encubierto, es para los incrédulos, para los que se pierden, cuya inteligencia cegó el dios de este mundo, para que no brille en ellos la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios. Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor y Rey del Universo; y, en cuanto a nosotros, nos predicamos siervos vuestros por amor de Jesús. Porque Dios, que dijo: “brille la luz del seno de las tinieblas”, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios que brilla en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra.
De mil maneras somos atribulados, pero no nos abatimos; en perplejidades, no nos desconcertamos; perseguidos, pero no abandonados; derribados, no nos anonadamos, llevando siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal. De manera que en nosotros obra la muerte, en vosotros la vida. Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: “Creí, por eso hablé”; también nosotros creemos, y por esto hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará. Por lo cual no desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día. Pues la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable y no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas.
¿Y si probáramos a vivir en gracia de Dios? ¿Y si nos confesáramos y asistiéramos a la Santa Misa para recibir el pan de la vida eterna?
El sistema y la ideología liberal (y todas sus excrecencias, a cada cual peor), nos ha convencido de la soberanía del hombre, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Según estos impíos, no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. El sistema liberal establece que la razón colectiva (la “soberanía popular”) debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber. Desaparece, así toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud. No se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones y abominaciones. Y en esas estamos.
La libertad liberal es la libertad negativa que permite tanto hacer el bien como el mal, según convenga (Maquiavelo). Pero para los hijos de Dios, la libertad es el don que el Señor nos da para hacer el bien y combatir el mal. Conocemos los mandamientos y la ley de Dios. Otra cosa es ser capaces de cumplir tales leyes, porque todos somos pecadores. Pero para eso está la gracia de Dios que recibimos de los sacramentos. Sin la gracia de Dios, nosotros no podemos hacer nada bueno. Pero Cristo está con nosotros para perdonar nuestros pecados y para alimentarnos para la vida eterna mientras sigamos caminando en nuestra peregrinación hacia el cielo. Nosotros sabemos que somos criaturas de Dios y que caminamos hacia Dios. Sabemos que nuestra vida está en manos de Dios permanentemente y que el Señor puede reclamar nuestra alma según su santísima voluntad. En Cristo vivimos, nos movemos y existimos y todo lo estimamos basura al lado de Nuestro Señor. Todo lo que no es Cristo es vanidad de vanidades: ni los coches ni las casas, ni los lujos nos van a traer la felicidad, porque para nosotros la felicidad y la esperanza es Cristo Jesús, muerto en la cruz para pagar el precio por nuestros pecados con su sangre derramada; y resucitado para acabar con el poder del mal y de la muerte.
Pues el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: “Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces”. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el docto? ¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Y si no, fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. A él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así —como está escrito—: el que se gloríe, que se gloríe en el Señor.
Para saber más, lean Deuteronomio 28.

Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!