¡Nos han cambiado la fe! (v)

«El mundo de hoy corre a su ruina… Hay que rehacer todo un mundo desde su base»

(Pío XII, Discurso del 10 de febrero de 1952)

«Tenemos confianza en el hombre. Nos, creemos en ese fondo de bondad que está en el fondo de cada corazón. La Iglesia Católica, sobre todo después del nuevo impulso de su “aggiornamiento” conciliar, va al encuentro de ese mismo hombre al que vosotros ambicionáis servir»

(Pablo VI, conversación con periodistas en Sidney, 2 de diciembre de 1970)

Es evidente que, entre las palabras de Pío XII y las de su sucesor, media un cambio de paradigma radical. Es obvio que tal cambio no obedece a dos realidades diferentes con apenas dos décadas. No cabe discusión acerca de que uno de los dos pontífices vivía en una realidad paralela. ¿Cuál de los dos?

Pío XII, por un lado, no hacía, en este caso, sino dar continuidad a las advertencias y juicios negativos acerca del liberalismo, la modernidad y todas sus derivadas teológicas, filosóficas y jurídicas, entre otras, que se venían condenando desde antes de los tiempos de la Revolución Francesa. Además, su tesis goza (lamentablemente) del respaldo de la evolución histórica, que ha puesto de manifiesto que cualquier advertencia y censura en este aspecto era poca.

Por su parte, Pablo VI ejerció su ministerio pontificio en plena revolución de 1968, vivió en sus carnes el tormento por Humanae Vitae, y acabó reconociendo la infiltración del humo de Satanás en la Iglesia, así como el daño auto-infligido por la Iglesia como resultado de su propio aggiornamiento.

Hay que decir, en honor de la verdad, que si hay un paradigma del cambio de paradigma (permítase la licencia), ése es Juan XXIII, cuyo discurso de apertura del II Concilio Vaticano fue toda una declaración de intenciones:

Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente [véase la anterior cita de Pío XII y la censura implícita que de ella subyace aquí].

[…]

No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida.”

Esta suerte de afirmaciones constituye el abrazo definitivo e incondicional de la tesis maritainiana, y en general, racional-ilustrada, de que el hombre, con la modernidad, ha llegado a su madurez. Una madurez donde la neoiglesia solamente es «animadora» del mundo, «doradora de píldoras», un adorno, un complemento.

Efectivamente, tras la evidencia en contra, queda claro que existe una suerte de katejón a la inversa, un dique de contención que impide dar marcha atrás. Tal dique no es sino el II Concilio Vaticano, en el que la masonería tenía depositadas elevadas expectativas, y cuya principal pretensión, podría decirse, es darle la vuelta al calcetín de la teología y la Iglesia, para que su centro deje de ser Dios, para ser el hombre. Dejemos la confesión de parte, en este caso, al Card. Wojtyla:

«En menos de cuatro años, la situación en el interior de la Iglesia ha cambiado increíblemente. […] Un nuevo clima, el de una voluntad de acercamiento recíproco, ha nacido en las relaciones entre las diversas iglesias cristianas […] Teólogos tan eminentes [sic] como Henri de Lubac, J. Daniélou, Y. Congar, H. Küng, R. Lombardi, Karl Rahner y otros, han jugado un papel extraordinario en los trabajos preparatorios».

(Juan Pablo II, entrevista con el P. Malinski en Roma, 1963).

La Iglesia ha dado un vuelco en cuatro años a su «clima» reinante durante los anteriores 1900 años. Realmente prodigioso. Y, siendo los artífices los que mencionaba Wojtyla, lo cierto es que la Iglesia ya no necesitaba enemigos declarados. Les hemos evitado a éstos, incluso el trabajo de oponerse activamente.

A este respecto, parecen a propósito las palabras de Pío XII, en su Encíclica Humani Generis, un texto no lo suficientemente estudiado, pero que constituye el último gran compendio de censuras a los errores modernos en la Iglesia:

«[L]a verdad y sus expresiones filosóficas no pueden estar sujetas a cambios continuos, principalmente cuando se trate de los principios que la mente humana conoce por sí misma o de aquellos juicios que se apoyan tanto en la sabiduría de los siglos como en el consentimiento y fundamento aun de la misma revelación divina»

(Pío XII, Humani Generis, n. 24)

Además, hemos igualmente insistido en que este proceso de reemplazo doctrinal ha sido reconocido por sus máximos exponentes intelectuales, tanto del exterior como del interior de la Iglesia. Quizá alguien podría minusvalorar los juicios emitidos por teólogos que se presentan con reputación dudosa ante el público más conservador (como los que mencionaba Wojtyla). Mucho más aún los de los enemigos declarados de la Iglesia. Pero esos juicios, que tienen su peso, aunque no sea de máximo orden, no pueden desde luego obviarse cuando son unánimes y convergen en la misma dirección (la modificación de la fe y la ruptura de la Iglesia con determinados aspectos teológicos que permanecieron inmutables durante los anteriores diecinueve siglos). Así, no es baladí que Yves Congar dijera que:

«La Iglesia ha hecho, tranquilamente, su revolución de octubre»

Yves Congar, «Le Concile au jour le jour. Deuxième sessin». París, 1964, p.115.

O que un francmasón como Yves Marsaudon hablara de la:

«valiente noción de libertad de pensamiento, nacida en nuestras logias, se ha extendido magníficamente hasta la cúpula de San Pedro»

(Yves Marsaudon «L’oecumenisme vu par un franc-maçon de tradition». París, 1964, p. 121).

¿Alguien se imagina a algún hereje o masón alabando, el Syllabus, Libertas o Humani Generis? Cuando el río suena, agua lleva. En todo caso, la cosa se agrava radicalmente cuando tales afirmaciones son compartidas por los miembros de mayor jerarquía de la Iglesia de aquél tiempo, incluidos los Papas que abarcan el periodo del concilio y el posconcilio.

Así, resulta difícil esconderse tras de la siguiente afirmación de Joseph Ratzinger, siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe:

[Gaudium et Spes] «significa (junto con los textos sobre la libertad religiosa y sobre las religiones mundiales, una revisión del “Syllabus” de Pío IX, una especie de “Antisyllabus”».

(Joseph Ratzinger, «Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental». Barcelona, Herder, 1982, p.454).

Y del Cardenal Wojtyla, cuando se dirigió a Pablo VI en los siguientes términos:

«La Iglesia de nuestro tiempo ha logrado redefinir en el concilio Vaticano II su propia naturaleza».

Karol Wojtyla, «Signo de contradicción», Madrid, BAC, 1979, p. 24.

Quien, a la vista de estas y otras innumerables afirmaciones, pretenda esconderse en su valor no magisterial, accidental, o hasta figurado, tiene un serio problema de humildad, además de una cita pendiente con la verdad. Porque, como dijo Santa Teresa, la humildad es la verdad.

El Concilio alumbró otra Iglesia, con otra fe, otros dogmas, y un rechazo consciente y deliberado del Magisterio perenne. No lo decimos nosotros, nos lo han dicho a la cara los Papas, cardenales, obispos y teólogos que tuvieron voz y voto en el Concilio. Desde Juan XIII hasta Francisco. Desde el sufriente Mons. Lefebvre hasta el impío Küng. Solamente quien se agazapa en la tibieza y el sectarismo puede, a estas alturas, negar que esta Iglesia es otra, y profesa otra fe: la fe liberal, ilustrada, racionalista y naturalista. Se trata de la inquietante analogía que enunció Daniel Le Roux: al lema «libertad, igualdad y fraternidad», se equipara la terna «libertad religiosa, ecumenismo, naturalismo». Justamente los tres ejes sobre los que pivota el Concilio y, por tanto, la neofe.

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