Vamos a dar continuidad al análisis de una cuestión de importancia capital para una intelección íntegra de la doctrina católica acerca de la libertad individual del acto de fe, así como de la relación de ese acto con la vida en sociedad. Se trata de una relección del alcance de la falsa libertad religiosa conciliar en contraste con la doctrina católica.
La idea de libertad religiosa, tal como la entiende el catolicismo moderno, además, de errónea en su fundamentación teológica y filosófica, como ya se probó en este foro, adolece de un alarmante simplismo en cuanto a su formulación positiva, meramente nominal. Vamos a ver cómo lo enuncia Dignitatis Humanae en su numeral 3:
“[Al hombre] no se le puede forzar a obrar contra su conciencia. Ni tampoco se le puede impedir que obre según su conciencia, principalmente en materia religiosa. Porque el ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste, sobre todo, en los actos internos voluntarios y libres, por los que el hombre se relaciona directamente a Dios: actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por una potestad meramente humana.”
Más adelante, en el numeral 10, se insiste en lo anterior, tal como sigue:
“Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios que se revela a sí mismo, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe. Está por consiguiente en total acuerdo con la índole de la fe que quede excluido cualquier género de imposición por parte de los hombres en materia religiosa”.
Vamos a analizar por partes estos dos textos. Ambos tienen como hilo conductor el hecho de que al hombre no se le puede forzar a abrazar la fe. Esto parece un lugar común incluso en el pensamiento católico ortodoxo. Pero, como se verá a continuación, ni siquiera esta afirmación, aparentemente simple, puede cohonestarse plenamente con la doctrina católica, si no se le sujeta previamente a importantes matizaciones que, éstas sí, son incompatibles con la idea moderna de libertad religiosa.
En primer lugar, se habla de que al hombre no se le puede obligar o impedir el actuar contra su conciencia. Pero ninguna distinción se aprecia en el marco de la clásica diferenciación entre conciencia recta o errónea, error vencible o invencible, etc. El texto viene a decir que cualquier tipo de conciencia es título legítimo para ejercer la libertad religiosa. Este punto está claro y no parece necesario abundar más en él.
Vamos ahora a la distinción más relevante y sutil. Ninguna distinción establece el documento entre actos internos y actos externos. Hasta tal punto de que parece equipararlos. El documento afirma que abrazar la fe es un acto interno (íntimo) de la persona. Pero en cambio, DH se refiere a la relación de la libertad religiosa en el ámbito de lo político, donde se abordan, esencialmente, los actos externos de la persona, en el marco de la convivencia y del bien común. Pues bien, el documento considera que la libertad del acto interno (doctrina tradicional), se traspone de manera automática a la libertad de los actos externos (culto). De modo que se enuncia una falacia de premisa indemostrada: puesto que no cabe coacción en el acto interno, tampoco cabría ésta en el acto externo, con tal de que no se perturbe el orden público (concepto secularizado y meramente horizontal, que descarta absolutamente el bien común sobrenatural de la comunidad política). De ahí el célebre “en privado y en público” del numeral 2, que suele entenderse como la piedra de toque de la otodoxia doctrinal.
Pero no nos limitemos a esto. El absurdo de esta equiparación entre actos internos y actos externos se manifiesta en varios puntos, a saber:
- Si aplicáramos este razonamiento a los demás actos externos regulados por ley, resultaría que ninguna prohibición sería legítima. Pues la ley no puede forzar actos internos, pero sí actos externos. Por poner un ejemplo, la ley me fuerza al acto externo de pararme ante un semáforo en rojo. Y no importa si lo hago con convencimiento interno o no. La ley no se mete en eso, solamente me impone una conducta en aras al bien común.
- Alguien podría objetar que no puede compararse el acto de fe con el acto de cumplir una norma positiva. La cuestión es que la Ley de Dios es ley vinculante para todos. Y la ley suprema, más importante que la ley humana, es la salvación de las almas. Luego, ¿por qué razón no se podrían coaccionar los actos externos conformes a la Ley divina, tal como se coaccionan los actos externos para cumplir la ley humana, en aras no sólo al bien común natural sino también al sobrenatural?
- En DH parece que subyace la idea de que solamente la ley humana, por su origen consensual y democrático en el mundo moderno, obliga en el fuero externo. Nunca la Iglesia ha denunciado la imposición de determinadas conductas cuando la ley cumple los requisitos clásicos de justicia. En ese caso, y en el paradigma moderno, ¿estamos acaso negando la justicia de la Ley de Dios, o su inferioridad respecto de la conciencia humana, como para que no se pueda imponer en el fuero externo de los miembros de la comunidad política?
Continuemos con la lectura de los fragmentos relevantes de DH, en este caso, del numeral 3:
“Además, los actos religiosos con que los hombres, partiendo de su íntima convicción, se relacionan privada y públicamente con Dios, trascienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal. Por consiguiente, la autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos; pero excede su competencia si pretende dirigir o impedir los actos religiosos”.
Nótese que el documento pone la venda antes que la herida. Comienza afirmando como premisa que la autoridad civil tiene como fin propio (únicamente) “velar por el bien común temporal”. Proclamando así la doctrina liberal acerca de la separación entre el bien común temporal y el sobrenatural.
Por contraste, veamos un extracto breve de un texto de José Antonio Widow, titulado “La descomposición y el sobrenaturalismo del bien común”:
“Como una independencia total de los dos órdenes [natural y sobrenatural] implicaría un desdoblamiento imposible en el hombre, es necesario que ambos queden integrados en uno, que será, evidentemente, el superior. Es lo de la Bula Unam Sanctam: para la salvación, todos los hombres deben estar sujetos a la autoridad del Romano Pontífice. Santo Tomás afirma lo mismo: el poder político debe subordinarse al eclesiástico. Sin embargo, eso no significó que pensara que había que subsumir la sociedad política en la Iglesia. La sociedad política está sujeta a la Iglesia en aquellas cosas que son propias de la vida sobrenatural que se necesita para alcanzar la salvación eterna”.
Como puede verse, como no hay separación posible entre fin natural y sobrenatural del hombre, no hay separación de fines políticos, ni separación posible entre Iglesia y Estado. El hombre es uno, y su fin supremo, común. Cuestión distinta es quién debe administrar cada parcela, de ahí que las cuestiones temporales, por norma general, deban ser regidas por el poder temporal. Pero de ahí no se sigue que la comunidad política deba regirse únicamente por las reglas del bien común temporal.
Consecuencia del error anterior es la afirmación que sigue: “excede su competencia si pretende dirigir o impedir los actos religiosos”
No obstante, la palabra de Dios, en el siguiente pasaje de Rom, 13, no parece estar de acuerdo con esta afirmación conciliar:
“1 Todos deben someterse a las autoridades establecidas. Porque no hay autoridad que no venga de Dios, y las que hay, por él fueron puestas. 2 Así que quien se opone a la autoridad va en contra de lo ordenado por Dios; y los que se oponen serán castigados. 3 De hecho, los gobernantes no están para causar miedo a los que hacen lo bueno, sino a los que hacen lo malo. ¿Quieres vivir sin miedo a la autoridad? Pues pórtate bien, y la autoridad te aprobará 4 porque está al servicio de Dios para tu bien. Pero si te portas mal, entonces sí debes tenerle miedo; porque no en vano la autoridad lleva la espada, ya que está al servicio de Dios para dar su merecido al que hace lo malo”.
Tampoco parece cohonestarse demasiado la neo-doctrina conciliar con el siguiente pasaje de San Agustín, extraído de su epístola 93 contra los donatistas:
16. Ya ves, si no me engaño, que no hay que considerar el que se obligue a alguien. Lo que hay que saber es si es bueno o malo aquello a que se le obliga. No digo que se pueda ser bueno a la fuerza, sino que el que teme padecer lo que no quiere, abandona el obstáculo de su animosidad o se ve impelido a conocer la verdad ignorada. Por su temor rechaza la falsedad que antes defendía, o busca la verdad que ignoraba, y así llega a querer mantener lo que antes no quería. […]. Con ocasión de ese temor que a ti te desagrada, se hicieron católicas gracias a las leyes de los emperadores. Empezó a legislar Constantino, ante quien fue acusado Ceciliano por los vuestros; continúan los emperadores actuales, que con toda justicia decidieron que se mantenga en vigor contra vosotros la sentencia del emperador, a quien los vuestros eligieron y antepusieron al tribunal episcopal.
17. Impresionado por todos estos ejemplos, que mis colegas me han presentado, he cambiado de opinión. Mi primera sentencia era que nadie debía ser obligado a aceptar la unidad de Cristo; que había que obrar de palabra, luchar en la disputa, triunfar con la razón para no convertir en católicos fingidos a los que conocíamos como herejes declarados. Mas esta opinión mía ha sido derrotada, no por las palabras de mis competidores, sino por estos ejemplos evidentes. […] Se cumplía en ellos la divina sentencia: Con palabras no se enmienda al siervo endurecido; aunque entendiere, no obedecerá. […] ¡Cuántos creían que importaba poco en qué partido eran cristianos, y se mantenían en el de Donato porque en él habían nacido y nadie les obligaba a dejarlo y pasar a la Católica!
A partir de lo visto, parece claro que:
- La Iglesia y la autoridad política pueden ejercer la coerción física para atraer a la verdad a los herejes, pues están bajo su jurisdicción.
- La ley humana justa tiene una función propedéutica y de moción de la voluntad hacia el bien, aunque sea mediante coacción, pues no existe ley sin coacción. Y como el bien integral incluye y está presidido por el sobrenatural, tal coacción puede extenderse a los actos externos en materia religiosa.
- La autoridad política puede compeler a realizar o no realizar actos externos, en función de su concordancia o discordancia con la fe. Y para ello se sirve, como es lógico, del poder de coerción que por su naturaleza le corresponde.
- La fe católica puede establecerse como programáticamente obligatoria (es decir, en cuanto a los actos externos) para todos, aunque no hayan realizado el acto interno de adhesión a la fe verdadera.
- Como consecuencia lógica de lo anterior, la autoridad política puede y debe impedir la realización de actos externos que exterioricen la ausencia de la verdadera fe. El ejemplo más claro es el culto público o el impedimento a la predicación de la fe católica. Pero se extiende a la expresión y difusión de palabras y escritos contrarios a la fe.
En cambio, la doctrina conciliar exalta el valor de la conciencia, recogiendo la herencia antropocéntrica y liberal que identifica la conciencia con la dignidad, separando el elemento de la verdad del juicio. Y únicamente apela a la diligencia de los fieles en formarse en la recta doctrina, sin consecuencias en la vida pública:
“los fieles, en la formación de su conciencia, deben prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia. Pues por voluntad de Cristo la Iglesia católica es la maestra de la verdad, y su misión consiste en anunciar y enseñar auténticamente la verdad, que es Cristo”.
Y, finalmente, se adhiere de modo inequívoco a la doctrina moderna como fruto de la voluntad del hombre moderno, como si la verdad dependiese de las apetencias d ellos hombres:
“Es patente, pues, que los hombres de nuestro tiempo desean poder profesar libremente la religión en privado y en público; y aún más, que la libertad religiosa se declara como derecho civil en muchas Constituciones y se reconoce solemnemente en documentos internacionales”.
En definitiva, es necesario expurgar el resabio liberal que considera, sin más matices, la libertad del acto de fe. Es decir, donde la neoiglesia no distingue entre acto interno y externo, conciencia recta y conciencia errónea, o entre coacción ilícita y legítimo ejercicio de la autoridad, debemos plantear la doctrina de siempre, anclada en la verdad acerca del hombre, los límites de su libre albedrío, el fin de la sociedad y la autoridad política. Y sobre todo, reclamar la primacía absoluta de Dios, y la lex suprema, salus animarum.
