¡Nos han cambiado la fe! (I)

Desde el nacimiento de este foro, hemos insistido con vehemencia en poner de manifiesto el proceso de reemplazo doctrinal al que se está viendo sometida la fe católica. En otras palabras, lo que desde las instancias oficiales se dice, se escribe y se predica, es simple y llanamente, otra religión. En ocasiones la cosa se queda – como si fuera poco – en herejía (cada vez más grosera, y por ende, más fácil de desenmascarar); en otras, sencillamente no se encuentra rastro de nada que se parezca a la fe católica, ni siquiera por aproximación.

La velocidad a la que se niegan dogmas y verdades definidas como absolutamente seguras por los teólogos de todos los tiempos, es absolutamente desconcertante: la maquinaria de destrucción de la fe ha acelerado y funciona ahora mismo cerca del pleno rendimiento, en parte por la cooperación activa de la alta jerarquía, y en parte por la acedia y la negligencia del clero llano y de muchos obispos de los llamados conservadores.

El mártir Anacleto González Flores se quejaba de que en la Iglesia de su tiempo reinaba la parálisis, pudiendo distinguirse dos tipos de paralíticos: los totalmente paralíticos, que creen la doctrina y no actúan, y los que se centran en una vida piadosa a nivel privado, descartando el Reinado de Cristo en la res publica. A estas categorías se añade hoy otra, por lo menos: la de los paralíticos que contemplan el desastre interno de la Iglesia, son conscientes de él, y callan viviendo y actuando como si nada pasara; en el mejor de los casos, buscando cabezas de turco para justificar la crisis (los perversos apóstatas alemanes, la infiltración masónica, los azotes del marxismo cultural, etc.). Para los pertenecientes a esta última categoría, los Papas del Concilio fueron tan buenos, tan buenos, tan buenos, que eran ingenuos; a decir de cómo los definen, se puede llegar a la conclusión que eran una especie de subnormales que se dejaron engañar mientras otros les demolían la Iglesia, con ellos dentro, durante cincuenta años sin que se dieran cuenta. Y cuando nos hemos querido dar cuenta… ¡Voilà! Ya no queda fe católica ni entre los escombros. ¡Oh, misterio insondable! ¿Cómo les han podido engañar de tal manera? ¡Pobres ingenuos!

Ante cualquier revolución, siempre ha existido un sector de afectados que ha optado por una posición acomodaticia, bien por respetos humanos, bien por posibilismos, bien por vil maquiavelismo. Pero la parálisis generalizada que vivimos en la Iglesia hodierna no es en absoluto normal, ni tiene parangón alguno.

El paso siguiente –valga la paradoja- de estos nuevos paralíticos es justificar y hacer suyos todos los errores doctrinales que se van transmitiendo desde las altas esferas vaticanas. Por poner un ejemplo, ¿Quién no recuerda, acaso, la homilía del hoy Cardenal Cantalamessa el Viernes Santo de 2020, negando que Dios castigue a buenos y malos, y afirmando que Dios Padre no quiso la muerte de Su hijo? Pues bien, me consta que, por ese tiempo, esta homilía fue un texto de referencia en círculos y encuentros en ambientes conservadores, por la actualidad de su mensaje en plena epidemia. Donde ayer decíamos digo, hoy dicen / decimos Diego; y tan contentos.

El mensaje de la neo-fe, como puede verse, se basa en una re-interpretación de las fuentes de la Revelación pintada con teología de brocha gorda. Que, por no hacer las precisas distinciones, acaba concluyendo en errores groseros. Los dogmas y verdades que parecen no ser comprensibles a la mentalidad racionalista (predestinación, juicio a las naciones, expiación de los justos), se ignoran o se refutan a través de su superación. Todo se confunde, nada se distingue, es una teología de consumo de masas, una abominable mezcolanza de verdades mal formuladas y errores explícitos y deliberados. De la neo-fe se puede predicar lo mismo que del mentiroso compulsivo: apenas dice una verdad.

Y no nos engañemos. Es la propia neo-iglesia la que, deliberadamente, escogió fundar una nueva religión. La materia era unánime; lo discutido, desde entonces y hasta hoy, son las formas y los tiempos. La situación de la doctrina de siempre se equipara a la de un condenado a muerte, cuyos verdugos están discutiendo si lo ejecutarán con garrote vil, fusilamiento, apuñalamiento o inyección letal. Se podría decir que el atentado se está perpetrando lentamente, por envenenamiento; lo que en derecho penal se denomina delito continuado, es decir, pluralidad de acciones delictivas, autónomas, pero dirigidas a un único fin: en este caso, la aniquilación de la fe católica.

Obviamente, la fe no será totalmente aniquilada: tenemos la promesa de Cristo. Pero las consecuencias del experimento conciliar son y serán devastadoras. Tanto que, aunque Dios dispusiera – sólo Él sabe cómo – una sucesión de Pontífices santos que dedicaran su vida a enmendar los errores de sus antecesores, pasarían generaciones hasta que la mayoría del pueblo fiel volviera a profesar la fe católica.

Por eso, hemos de ser cooperadores de Dios en su designio restaurador cuyo presupuesto es Su propia promesa. Sólo siendo conscientes de que hemos sido víctimas de un atraco, podremos denunciar y recuperar lo perdido. Por ello, no hemos de cesar de gritar: ¡Nos han cambiado la fe!

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