Les regalo por Reyes este poema de San Juan de la Cruz, que es, sin duda, una de las cimas de la poesía española y de la espiritualidad universal.
Todos vivimos en medio de la noche oscura del pecado: «Las tinieblas cubren la tierra,
la oscuridad los pueblos», dice el profeta Isaías. Y no hay que ser un gran profeta ni un sabio para ver en qué mundo vivimos. Basta con leer un periódico, escuchar la radio o ver un telediario: corrupción, robos, asesinatos, violaciones, perversiones de todo tipo y pecados abominables que claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4).
Los desterrados hijos de Eva caminamos por este valle de lágrimas entre sufrimientos y entre las tinieblas del pecado.
Rima LXVI
¿De dónde vengo?… El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.
Gustavo Adolfo Bécquer
Vamos caminando con los despojos del alma hecha jirones y los pies ensangrentados. Yo no me siento parte de este mundo oscuro y tenebroso. «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». ¡Qué razón tenía San Agustín!
Menos mal que en este destierro contamos con nuestra Madre, la Virgen María, a quien suspiramos, gimiendo y llorando para que ruegue por nosotros.
F E R N A N D O B A Ñ O S, en su estudio sobre Los Milagros de Nuestra Señora de Berceo lo explica muy bien:
«Se presenta en primer lugar la narración de una experiencia personal referida a un convencional locus amoenus o ‘lugar agradable’. Enseguida lo personal se generaliza mediante la exposición del sentido alegórico, que incluye una digresión sobre los nombres de María. La exaltación de la Virgen como abogada de los hombres prepara el ánimo para la declaración del propósito del libro. Las alusiones a María y a otros personajes y episodios bíblicos que según los exegetas anunciaban su intervención en la historia de la Salvación acaban por tejer en el plano del significado profundo la idea central de la obra: el peregrino, el hombre errante caído en desgracia desde la expulsión del Edén, encuentra gracias a María, Madre del Redentor, el retorno al Paraíso perdido».
En medio de la noche oscura del pecado, los Magos encontraron una luz que los guió hasta el Portal de Belén. Y allí se encuentran a María y José con el niño Jesús. Y al verlo, se postraron a adorarlo.
«Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos dé la tierra. Póstrense ante él todos los reyes y sírvanle todos los pueblos. Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; Él se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres».
Salmo 71
Cristo es la Luz del mundo que brilla en medio de las tinieblas del pecado:
Y es Cristo quien guía y hace que en nuestro corazón arda el fuego de la Caridad, como la zarza que ardía sin consumirse desde la que “El que Es” le habló a Moisés. O como les pasó a los discípulos de Emaús:
Los discípulos de Emaús reconocen a Jesús en la fracción del pan: en la Eucaristía.
Para encontrarnos con Cristo y adorarlo, primero tenemos que volver nacer del agua y del espíritu:
«El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios». Lo primero es el bautismo que nos da la fe y la gracia santificante. Y sin fe nadie se salva: El que no cree, ya está juzgado.
Y después, a lo largo de la vida, cada vez que caemos en el pecado, Cristo nos dejó, para que pudiéramos levantarnos y continuar caminando, el sacramento de la penitencia:
La confesión es la secreta escala por donde el alma escapa de las tinieblas del pecado. Porque si vives en pecado mortal, no te podrás encontrar con Cristo. Y el perdón de los pecados es la luz y guía que arde en el corazón y nos conduce hasta el pesebre, hasta la patena donde reposa el mismo Jesús bajo el velo de las especies del pan y del vino. Según la fe católica, Jesucristo está presente todo entero, con su corporeidad glorificada, bajo cada una de las especies eucarísticas, y todo entero en cada una de las partes resultantes de la división de las especies, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cfr. Catecismo, 1377).
A Cristo lo vemos con los ojos de la fe en la Sagrada Hostia consagrada por el sacerdote. El pan y el vino dejan de ser pan y vino para ser verdaderamente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor. Es lo que la doctrina católica califica como transubstanciación.
Pero para creer esto, hay que ser inocentes y puros como niños. La fe es una gracia, es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. Esta gracia es absolutamente necesaria para querer el bien. La bondad de la voluntad humana requiere que se ordene al sumo bien, que es Dios. «Sin mí, no podéis hacer nada».
Y en la comunión, recibida en gracia de Dios, se produce el milagro de la unión física y espiritual de nuestra alma con el mismo Jesucristo, con nuestro Creador y Señor; y así nos anticipa la gloria del cielo. Porque nosotros venimos de Dios, que nos creó e infundió en nosotros el alma, y caminamos hacia Dios, hacia la vida eterna, en la que esperamos dar gloria a Dios junto a los ángeles, a los santos y a nuestra Madre Santísima.
Nosotros somos los Reyes. Somos profetas, sacerdotes y reyes por el bautismo. Y como reyes que somos, hemos de dejarnos guiar por la luz de Cristo hasta encontrarnos con Él y adorarlo. Eso es la mística: la unión de nuestra alma con Dios.
El aire de la almena
quando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Cuando he comulgado y Cristo se hace carne de mi carne y sangre de mi sangre, todo lo demás no importa: Quedéme y olvidéme. El rostro recliné sobre el Amado. Cesó todo. Sólo Dios importa. Sólo Dios basta.
En definitiva, la vida cristiana es la vida mística de quien busca la luz y huye de las tinieblas del mal y se deja llevar por Cristo sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía. Esta Luz me guiaba más cierto que la luz de mediodía adonde me esperaba quien yo bien me sabía en parte donde nadie parecía.
La Luz de Cristo nos guía hacia el confesionario para limpiarnos del pecado. Él mismo nos espera allí para perdonar nuestros pecados y permitirnos después adorarlo y unirnos a Él en la Santa Comunión. Y así, Él nos va santificando y conduciéndonos hacia nuestra verdadera Patria.
Y como dice San Agustín:
«Se debe llevar a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad».
Esa verdad es Cristo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38):
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».
Confesémonos, asistamos a la Santa Misa, recemos el Santo Rosario, comulguemos y vivamos en gracia de Dios. Todo lo demás es pura vanidad: no importa. Tengamos temor de Dios y evitemos ofenderle con el pecado. Da igual vivir más que menos en este mundo. La vida verdadera comienza después de la muerte. Para San Juan Crisóstomo, la muerte es el viaje a la eternidad.
Los Santos, los justos, los Hijos de Dios, esperamos la muerte con alegría y la deseamos, no como una forma de huir de esta vida, que sería un pecado en vez de una virtud, sino como el momento en que por fin nos encontraremos con Dios. «Muero porque no muero» (Sta. Teresa de Jesús).
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!