Hay dos cosmovisiones y dos antropologías enfrentadas entre sí:
- El teocentrismo que pone a Dios en el centro y acepta con humildad que el hombre es criatura de Dios y que ha sido creado para dar gloria a Dios, cumplir su voluntad y así llegar un día a la Patria celestial;
- y el antropocentrismo, que pone al hombre en el centro y su voluntad por encima de la de Dios.
El antropocéntrico, humanista o personalista considera que la dignidad de la persona proviene de su independencia y de su autonomía respecto a cualquier factor externo a sí mismo: incluida su independencia respecto a Dios. El antropocentrista pone su libertad por encima de cualquier otra consideración.
Las Guerras Carlistas, aparte de la cuestión legitimista, representaron el enfrentamiento entre esas dos cosmovisiones. Por una parte, el «nada sin Dios»; por otra parte, la revolución liberal que pone la autonomía del hombre y la rebelión contra Dios como elementos centrales de su pensamiento y de su política.
El hombre individual y los pueblos autodeterminados e independientes de Dios no tienen por qué aceptar la voluntad de Dios ni obedecer sus mandamientos ni adorarlo como merece nuestro Creador y Señor. Y lo mismo que el hombre se autolegisla y decide por sí mismo su propia moral, los pueblos, a través de sus representantes en los parlamentos, también pueden legislar al margen de Dios e incluso contra Dios. El día menos pensado son capaces de prohibir a Dios o de condenarlo a muerte (otra vez).
Los auténticos carlistas no luchamos por puestos o privilegios: luchamos por Dios y por el bien de la patria; y ello sabiendo que nuestra verdadera Patria es el cielo. Que no hemos sido creados para morir en este mundo, sino para el más allá, para la eternidad junto a Dios.
No se pueden profesar dos doctrinas al mismo tiempo. El principio de no contradicción es insoslayable e irrefutable. O los pueblos aceptan y respetan la soberanía de Cristo Rey, la Ley de Dios y la verdad de Cristo; o se reconocen las libertades liberales: la libertad religiosa, el indiferentismo y la libertad de conciencia, entre otras. O la unidad católica de España o la constitución liberal, atea y enemiga de Dios, que legisla contra la Ley Eterna y Universal: divorcio, aborto, eutanasia, educación adoctrinadora y perversa, ideología de género, homosexualismo político… No se puede estar con Dios y contra Dios al mismo tiempo.
Dice León XIII en su Encíclica Libertas:
«Son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: «No serviré», entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.
El principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre sí superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber».
¿Y qué pasa cuando la doctrina luciferina se introduce en el magisterio de la Iglesia? ¿Qué pasa cuando las más altas jerarquías de la Iglesia dejan de ser católicos para defender las constituciones liberales y las democracias que establecen el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber? ¿Qué pasa cuando se niega la obediencia debida a Dios, cuando no se acepta en la vida práctica la autoridad divina?
Pues pasa lo que estamos viendo que está pasando. Cuando el «non serviam» de Lucifer contamina la doctrina y el magisterio de la Iglesia y los más altos jerarcas están persuadidos de que no hay nada mejor que el liberalismo y la democracia, sin Dios y contra Dios, el resultado es la mayor crisis que la Iglesia haya sufrido en sus más de dos mil años de historia; y en España y en el otrora Occidente Cristiano, una crisis de civilización como no se recuerda.
La jerarquía católica liberal sigue al Lucifer y ha traicionado a Nuestro Señor Jesucristo. Han traicionado y despreciado a los tradicionalistas y se han echado en brazos de los llamados católicos liberales o demócratas cristianos: los mismos que han contribuido decisivamente a la aprobación de todas las leyes inicuas desde hace más de cuarenta años. Esos obispos y cardenales, de la mano de los demócratas cristianos y de los católicos liberales, se rasgan las vestiduras ante las leyes inicuas que se aprueban en los parlamentos, pero, al mismo tiempo, ensalzan las premisas y no pierden oportunidad de alabar la misma Constitución que da pie a que se aprueben esas leyes inicuas. Tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.
La mayoría de los obispos son entusiastas de la Constitución del 78 y firmes defensores de la democracia; y así, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón, el número deviene como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber. No hay autoridad divina ya que debamos obedecer.
Los liberales niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas.
Sin embargo, León XIII lo deja claro:
«Es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios».
El que se sabe siervo de Dios y tiene a Cristo como Señor obedece la ley de Dios y, cuanto más ama a Dios y se somete a Su Voluntad, más libre es.
Dice Pío XI al comienzo de su Encíclica Quas Primas:
En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.
Hay que volver a poner a Dios en el centro de la vida personal y social. Cristo es y ha de ser cada día más, Rey. Los carlistas estamos llamados a luchar por el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. No queremos políticos ni políticas sin Dios. No queremos leyes inicuas. No queremos blasfemias ni sacrilegios ni ofensas a Dios. No queremos herejías ni apostasías. Somos contrarrevolucionarios militantes, católicos a macha martillo y enemigos del liberalismo, del socialismo, del comunismo y del fascismo. Nosotros defendemos la Verdad y el Bien y sometemos nuestra libertad a la voluntad de Dios para ser soldados de Cristo, incapaces de pecar contra el primer mandamiento de la Ley de Dios.
Hay que combatir fuera y dentro de la Iglesia contra el liberalismo y contra el modernismo (que vienen a ser lo mismo). Da igual que seamos muchos que pocos. ¿Que somos insignificantes? Más lo eran los once apóstoles cuando empezaron su predicación. Somos soldados de Cristo y combatimos bajo el estandarte de la cruz. Nuestro general ya ha ganado la batalla contra el pecado y contra la muerte. Nada tenemos que temer con semejante Señor al frente.
¡Viva María Santísima!
¡Viva Jesús Sacramentado, Rey del Universo!
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!