Con el pretexto del pacifismo y la fraternidad universal, los errores de la modernidad han penetrado en la Iglesia y han contaminado al clero en general y a las más altas jerarquías de la Iglesia en particular. La Iglesia Modernista Liberal dice en materia de libertad religiosa lo contrario que el Syllabus errorum complectens praecipuos nostrae aetatis errores(Listado recopilatorio de los principales errores de nuestro tiempo) de Pío IX y ha convertido en verdades de fe lo que en 1864 eran errores condenados por la Iglesia.
La relación entre la actual crisis de la Iglesia y la revolución liberal no es una mera coincidencia. Nos encontramos hoy frente a la continuidad de los filósofos del siglo XVIII y del vuelco que las ideas liberales provocaron en el mundo: el hombre es libre porque tiene dignidad; y es digno porque es autónomo e independiente de todos y de todo, empezando por Dios. Y de esos conceptos provienen los derechos humanos y las llamadas libertades negativas (inalienables): libertad de expresión, de conciencia, de pensamiento, de religión… El hombre es fin en sí mismo y elige cada cual su fin y su manera de ser feliz. El hombre no será verdaderamente hombre, y digno de ese nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo a nadie más que a sí mismo. Los liberales niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. El liberalismo es la moderna reedición del non serviam de Lucifer y supone la rebelión contra Dios.
Quienes transmitieron este veneno liberal a la Iglesia lo confiesan ellos mismos. El cardenal Suenens exclamaba, por ejemplo:
«El concilio Vaticano II es el 1789 en la Iglesia».
El padre Congar no se expresaba de manera diferente:
«La Iglesia hizo pacíficamente su revolución de octubre».
Y con plena conciencia añadía:
«La declaración sobre la libertad religiosa dice materialmente lo contrario que el Syllabus».
La raíz del desorden actual está en ese espíritu modernista liberal que se niega a reconocer el Credo, los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, los sacramentos y la moral cristiana, como únicos caminos hacia el cielo hasta el fin del mundo.
El sueño de los liberales desde hace dos siglos consiste en casar a la Iglesia con la revolución. Y ese sueño se ha hecho realidad en nuestros días, a pesar de que durante dos siglos los papas condenaron ese catolicismo liberal. Entre los documentos más importantes, podemos citar la bula Auctorem fidei de Pío VI contra el concilio de Pistoya, la encíclica Mirari vos de Gregorio XVI contra Lamennais, la encíclica Quanta cura y el Syllabus de Pío IX, la encíclica Immortale Dei de León XIII contra el derecho nuevo, las Actas de san Pío X contra el sillonismo y el modernismo y especialmente el decreto Lamentabili, la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI contra el comunismo, la encíclica Humaní Generis del papa Pío XII.
El error y la verdad no son compatibles: dialogar con el error significa colocar a Dios y al demonio en el mismo plano. En medio de esta confusión de ideas, hay una tendencia particularmente perniciosa para la fe: el llamado «ecumenismo». La palabra ecumenismo, aparecida en 1927 en un congreso que se reunió en Lausanne, debería poner por sí misma en guardia a los católicos, teniendo en cuenta la definición que se da de dicha palabra en todos los diccionarios:
«Ecumenismo: movimiento favorable a la reunión de todas las Iglesias cristianas en una sola».
No es posible fundir principios contradictorios, eso es evidente; no se puede reunir la verdad y el error para hacer de ellos una sola cosa. Esto sólo sería posible adoptando errores y rechazando parcial o totalmente la verdad. El ecumenismo se condena por sí mismo.
Pero las cosas han ido de mal en peor y en el lenguaje religioso, el ecumenismo se ha extendido a las religiones no cristianas.
Los encuentros interreligiosos de Asís de oración por la paz supusieron un verdadero escándalo.
¿A qué dios de los representantes de las falsas religiones se rezó? ¿A qué dios estuvieron rezando, si no es a sus falsos dioses, dado que el Papa los había invitado explícitamente a vivir más profundamente «su propia fe religiosa»? El fin anunciado por el Papa era el de «renovar solemnemente el compromiso de los creyentes de todas las religiones de vivir la propia fe religiosa como servicio a la causa de la paz» (Ángelus del Papa, 1 de enero de 2011).
¿Cómo puede Dios aceptar las oraciones de todos los herejes, cismáticos y apóstatas, que han repudiado la Iglesia que surgió del costado de Su Hijo?
¿Cómo podría ser Dios honrado por la adoración ofrecida a los ídolos de los animistas, panteístas y otros idólatras?
¿Cómo podría Él escuchar estas oraciones cuando Su Hijo claramente nos ha dicho lo contrario: «Ningún hombre va hacia el Padre, sino por mi»?4 (Jn. 14, 6. Igualmente: I Jn. 2, 23: Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre).
¿Cómo puede no verse este insulto a Dios, tres veces santo?
Los ejemplos de sincretismo se multiplican y la entronización de la Pachamama en el Vaticano supuso un hito en la historia moderna del misterio de iniquidad. El lanzar esos ídolos al Tíber fue un acto oportuno y necesario: lástima que, antes de arrojarlas al río, no se quemaran en una buena hoguera esas imágenes sacrílegas.
Asistimos entre atónitos e indignados a la presentación de proyectos asombrosos como La «Casa de la Familia Abrahámica»: el templo que reunirá en Abu Dhabi a cristianos, judíos y musulmanes en total simbiosis.
Algunos opinan que hoy en día se están intentando abolir el sexto y el noveno mandamiento para que se acepten en la Iglesia la ideología de género, la bendición de parejas LGTBI o la comunión de los divorciados vueltos a casar civilmente. Y no les falta razón. Pero hay algo aún más grave: el mandamiento que los impíos y los herejes pretenden realmente derogar es, ni más ni menos, que el Primero: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Hoy asistimos a un intento espurio de fusión de todas las espiritualidades en el «amor». Lo más importante ya no es amar a Dios sobre todas las cosas, sino «el amor»: «Creo en el amor», dicen los actores del video del Papa. Pero, ¿Qué amor? Se trata de un «amor» vago, indefinido, ambiguo; un amor que nadie sabe en qué consiste: ¿filantropía, solidaridad…? Ese amor, la fraternidad, la paz y la tolerancia, tan del gusto de la masonería, no son sino el trasunto satánico de la verdadera Caridad. Yo no creo en el amor: creo en Jesucristo, creo en los artículos del Credo de la Santa Madre Iglesia.
El sueño impío de una sola religión universal antropolátrica camina con buen paso. Pero Dios los confundirá como en Babel o los destruirá como en Sodoma. Si para alcanzar la paz y el bienestar en este mundo hay que rechazar a Jesucristo, como Verbo de Dios encarnado, como único Redentor y Salvador, entonces no quiero paz, sino guerra. Dios sabrá confundir a los impíos y hacer fracasar sus vanos intentos de poner al hombre en el lugar que solo le corresponde a Dios.
49 Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se encienda? 50 Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me siento constreñido hasta que se cumpla! 51 ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión. 52 Porque en adelante estarán en una casa cinco divididos, tres contra dos y dos contra tres; 53 se dividirán el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre, y la madre contra la hija, y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra.
Lucas 12
La única paz verdadera y la única fraternidad es la que viene de Cristo. Sin Cristo, nada. ¿Aceptan los budistas, los judíos, los musulmanes o los animistas a Cristo como único Dios verdadero, como Señor del Cielo y de la Tierra, como Rey de reyes, como Principio y Fin de la Historia y del Universo? ¿A que no? Pues hasta que todos los hombres y todos los pueblos no acepten a Cristo como verdadero y único Dios, no puede haber paz en la tierra.
El ecumenismo, en su acepción estrecha, es decir, reservado a los cristianos, organiza celebraciones eucarísticas comunes con los protestantes. El Papa ha llegado a colocar una estatua de Lutero y se ha calificado al heresiarca como testigo del Evangelio. Lo único que se prohíbe hoy en día, lo único que está mal visto, lo único intolerable parece ser que es la celebración de la Santa Misa según el rito codificado por san Pío V. Hay que dialogar con todos menos con los tradicionalistas. Todo se permite menos la misa de siempre.
¿Qué conclusión puede sacar de todo esto el católico que ve a las autoridades eclesiásticas consintiendo ceremonias tan escandalosas? La conclusión sería que todas las religiones tienen su valor y que podría muy bien buscar uno la salvación entre los budistas o los protestantes. Ese católico corre el riesgo de perder la fe en la Santa Iglesia. Y eso es lo que se les sugiere; se quiere someter a la iglesia al derecho común y colocarla en el mismo plano que las otras religiones. Se evita decir (hasta entre sacerdotes, seminaristas y profesores de seminario) que la Iglesia Católica es la única iglesia, que ella sola posee la verdad, que ella sola es la única capaz de dar la salvación a los hombres por obra de Jesucristo.
El verdadero ecumenismo tiene por objetivo que los no católicos se integren a la unidad que la Iglesia Católica posee de modo inquebrantable en virtud de la oración de Cristo, siempre escuchada por el Padre: «para que sean uno» (Jn 17,11), la unidad, la cual profesa la Iglesia en el Símbolo de la Fe: «Creo en la Iglesia una».
Ahora se afirma abiertamente y se firma que «la libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización que los demás no aceptan». Obviamente, si los encuentros de Asís supusieron un escándalo y una verdadera blasfemia, el Documento de Abu Dhabi le ha puesto la guinda al pastel y ha proclamado una verdadera declaración de apostasía urbi et orbe.
No es de extrañar que Mons. Américo Aguiar, obispo auxiliar de Lisboa, futuro cardenal y responsable de la JMJ que se celebrará en la capital de Portugal, haya asegurado en una entrevista que el objetivo de dicha JMJ no es convertir a los jóvenes a Cristo ni a la Iglesia, ya que el evento es el grito de la fraternidad universal en la que la variedad, también de religiones, es una riqueza.Es el espíritu de Asís y de Abu Dhabi.
Ya no hay magisterio, ya no hay dogma, ya no hay jerarquía, ya ni siquiera hay Sagradas Escrituras (no había grabadoras en tiempos de Jesús): ahora, permítanme la ironía, los cristianos están directamente inspirados por el Espíritu Santo. Eso proclaman los secuaces del Sínodo de la Sinodalidad, el Sínodo que implica la democratización del magisterio: un peligro mortal para millones de almas desamparadas e intoxicadas.
La tradición se define como el depósito de la fe transmitido por el magisterio siglo tras siglo. Ese depósito es el que nos dio la Revelación, es decir, la palabra de Dios confiada a los apóstoles y cuya transmisión está asegurada por sus Sucesores. El depósito de la Revelación quedó terminado el día de la muerte del último apóstol. Ahí se acabó todo: ya no se puede tocar nada hasta la consumación de los siglos. La Revelación es irreformable. El concilio Vaticano I lo recordó explícitamente: «La doctrina de fe que Dios reveló no fue propuesta a las inteligencias como una invención filosófica que las inteligencias debieran perfeccionar, sino que fue confiada como un depósito divino a la Esposa de Jesucristo (la Iglesia) para que fuera fielmente guardada e infaliblemente interpretada».
El argumento que se hace valer a los fieles espantados es éste: «No sean indietristas. Ustedes se aferran al pasado, tienen el culto del pasado; vivan con su tiempo». «Tendremos que cambiar lenguajes y ajustar fórmulas pastorales a estos tiempos». Algunos, desconcertados, no saben qué replicar y sin embargo la contestación es sencilla: Aquí no hay ni pasado ni presente ni futuro: la verdad es de todos los tiempos, es eterna. Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
Somos fieles al Papa cuando éste se hace eco de las tradiciones apostólicas y de las enseñanzas de todos sus predecesores. La definición misma del sucesor de Pedro lo obliga a conservar este depósito. Así nos lo enseña Pío IX en su Pastor aeternus: «El Espíritu Santo no fue, en efecto, prometido a los sucesores de Pedro para permitirles publicar, según sus revelaciones, una doctrina nueva, sino que les fue prometido para conservar estrictamente y exponer fielmente, con su asistencia, las revelaciones transmitidas por los apóstoles, es decir, el depósito de la fe». La autoridad delegada por Nuestro Señor al Papa, a los obispos, a los sacerdotes en general, está al servicio de la fe. Por eso somos sumisos y estamos dispuestos a aceptar todo lo que está de acuerdo con nuestra fe católica, tal como fue enseñada durante dos mil años, pero rechazamos todo lo que se le oponga.
En la primera mitad del siglo V, san Vicente de Lérins conocía el impacto de las herejías y dio una regla de conducta que continúa siendo buena después de mil seiscientos años:
«¿Qué hará pues el cristiano católico si una parte de la Iglesia llega a separarse de la comunión, de la fe universal? ¿Qué otro partido puede tomar sino el de preferir, al miembro gangrenado y corrompido, el cuerpo que en su conjunto está sano? Y si algún nuevo contagio amenaza envenenar no ya una pequeña parte de la Iglesia sino a la Iglesia toda entera a la vez, entonces su gran empeño deberá ser el de aferrarse a la antigüedad que evidentemente ya no puede ser seducida por ninguna novedad mentirosa».
En las letanías de las rogativas, la Iglesia nos hace decir: «Señor, te suplicamos que mantengas en tu santa religión al Sumo Pontífice y a todas las órdenes de la jerarquía eclesiástica». Esto significa que semejante calamidad puede sobrevenir. Y vaya si ha sobrevenido.
En la Iglesia no hay ningún derecho, ninguna jurisdicción que pueda imponerle a un bautizado la disminución o el cambio de su fe. Todo fiel puede y debe resistir a aquello que dañe su fe, apoyándose en el catecismo de su niñez. Tenemos el deber de desobedecer y de conservar la tradición, si estimamos que nuestra fe está en peligro. El mayor de los servicios que podamos hacer a la Iglesia y al sucesor de Pedro es repudiar la Iglesia liberal. Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, ni es liberal ni puede ser reformado. Muchas veces se escucha que la realeza social de Nuestro Señor ya no es posible en nuestro tiempo y que hay que aceptar definitivamente el pluralismo de las religiones, la libertad de conciencia, de expresión y de acción. Pues bien, yo no pertenezco a esa religión: no acepto esa nueva religión. Esa es una religión liberal, modernista, que tiene su culto, sus sacerdotes, su fe, sus catecismos… Pero no es la religión católica. Es otra.
¡Viva Cristo Rey!
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!
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