La insoportable anti-política de la Modernidad (III)

La Doctrina Social de la Iglesia es el término con el que se acuñó al conjunto de enseñanzas pontificias inauguradas por la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, que comúnmente se considera que como la primera Encíclica sobre la llamada «cuestión social».

Sobre esta base, de raigambre tomista, aunque no siempre en toda su pureza, sino a veces contaminado por el neotomismo de su tiempo, se fue construyendo un edificio doctrinal, de una cierta solidez, sobre cuestiones de teología política, jurídica y social. No en vano la Doctrina Social de la Iglesia se encuadra dentro de la teología moral.

Las referencias al bien común son constantes en este magisterio, como no puede ser de otra manera cuando se aborda la natural sociabilidad humana y sus consecuencias. El problema es que el concepto de bien común ha ido degenerando en paralelo al progreso de las teorías personalistas, que fueron contaminando la teología moral católica. Estas contaminaciones no son sino el eco del proceso de secularización social iniciado por la Modernidad, y que en esta serie de artículos estamos denominando la «anti-política» de la Modernidad.

El punto de inflexión marcado por la Modernidad al que nos referimos, es la minusvaloración de la gracia divina como elemento esencial para la prosecución del bien común. La Modernidad comenzó por separar el bien común natural del sobrenatural, encasillando el primero en el marco de las competencias de la comunidad política, y arrinconando el segundo en manos exclusivas de la Iglesia. Se había, pues, privatizado el valor infinito de la gracia, y en última instancia, de la religión, retrocediendo en una primera instancia al desarrollo de la mera virtud natural conforme, fundamentalmente, a como la entendió la filosofía griega, para acabar sucumbiendo en la pendiente que conduce al subjetivismo más concupiscente.

Y no es que la filosofía griega errara en muchos de sus planteamientos; pero éstos eran conformes a una situación, en la teología de la historia, en que no podía esperarse más. Pero con la muerte y resurrección de Cristo, todo cambia. La ley mosaica, en todo lo que no contradecía la ley natural, quedó abrogada, y desde entonces naturaleza y gracia son inseparables. La Modernidad, en su estrategia secularizadora, sabiendo que una sociedad no apostata de la noche a la mañana, empezó por, si se me permite la expresión, «naturalizar la naturaleza»; o, dicho con otras palabras, extirpar la misión de la gracia en la naturaleza, comenzando por la naturaleza de la política.

En medio de toda esta agitación, la Iglesia comenzó a desdibujar su tradicional doctrina acerca de la conexión entre la gracia y la naturaleza. Progresivamente se olvidó que el hombre en gracia es un bien para la sociedad, y que por tanto, el bien común de la misma no puede prescindir de la teología, más concretamente, de la soteriología. Si el hombre tiene un alma que puede, por la misericordia de la gracia, alcanzar la Gloria, o por justicia, la condenación, entonces no tiene sentido plantearse un bien común meramente natural. Las doctrinas del puris naturalibus o del hombre pre-social son algunos de estos intentos modernizantes por abstraer el fin último del hombre en el marco de la vida social.

El gran fiasco de la «des-sobrenaturalización» de la vida social operada por la Modernidad es que, apartado Dios, la barca de la sociedad experimenta un re-arrumbamiento hacia los bienes materiales, empezando por la propiedad, la seguridad o la vida, que se entienden como fines, no como medios. Si lo que importa es únicamente el bien común temporal, rápidamente la concupiscencia humana reconduce esa idea hacia el concepto de bienestar, y con el tiempo, de mero bien individual como único fundamento para la sociedad. Ha nacido el liberalismo conservador.

La Iglesia no ha quedado, por desgracia, exenta, de esa contaminación liberal. Si bien prima facie la doctrina social pontificia ha sido dique de contención de las ideologías liberal-capitalista y liberal-socialista, algunas grietas se han abierto en la sólida doctrina tomista de nuestros doctores, especialmente los hispanos.

Así, ciertas inexactitudes en la naturaleza de la propiedad privada, o la doctrina acerca de la irrelevancia de las formas de gobierno, temas ambos abordados por León XIII, resultan una suerte de rasguño poroso por el que se han filtrado nuevos elementos modernizantes.

Ni que decir tiene que la Iglesia alumbrada por el II Concilio Vaticano, ansiosa por halagar al mundo, ha tomado sin medida ni templanza alguna, como préstamo a perpetuidad, una pléyade de ideas sociales que son legado puro y duro de la Modernidad. Queriendo combatir el liberalismo económico (a la vez que no cesa de aplaudir el político y filosófico), la Iglesia vaticanosegundista se ha vuelto hacia la socialdemocracia más periclitada y obsoleta; queriendo combatir la tiranía capitalista y comunista, y las luchas fratricidas a escala mundial, se excogitó el personalismo, miasma heredada del humanismo renacentista que ensalza al hombre por encima de Dios; queriendo combatir los excesos de los poderosos, se ha convertido en amanuense de las organizaciones supra-nacionales que son precisamente siervas discretas (o no tanto) de esos poderes.

Sin duda, desarrollar una doctrina moral social católica para los tiempos de hoy, libre de toda contaminación y siguiendo la más pura estela de nuestra tradición áurea, es un auténtico desafío. Especialmente porque es un camino virgen a recorrer, en el que se cuenta con escasísimos recursos en forma de doctrina fiable.

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