«Confortámini in Dómino, et in poténtia virtútis ejus. Indúite vos armatúram Dei, ut possítis stare advérsus insidias Diáboli. Quóniam non est nobis colluctátio advérsus carnem et sánguinem; sed advérsus príncipes et potestátes, advérsus mundi rectóres tenebrárum harum, contra spirituália nequítiae in cæléstibus».
(Ef. 6,10-17).
Las palabras del Apóstol de los gentiles son especialmente relevantes porque desnudan las vergüenzas de la estrategia de la Iglesia conciliar, consistentes en negar la causa final de la modernidad (el desprecio de Dios, como advirtió “La ciudad de Dios”), y abrazarse a sus causas eficientes (honor a la ciencia, honor al hombre, etc). La neo-iglesia conciliar nos ha hecho creer que lo que nos trae el mundo moderno devendrá bueno si lo cristianizamos. Es decir, la novedad de la modernidad viene con el fiel de la balanza equilibrado, y solamente le falta el empujoncito para inclinarse hacia el lado de Dios. Con lo que no contaban es que el mundo juega con las cartas marcadas, y ese mismo mundo moderno morirá matando, es decir, hará valer su poder descristianizando. Y que no es lo mismo el mundo pagano en búsqueda de la Verdad, que el mundo apóstata que, habiéndola conocido, escupe sobre ella.
La razón es clara: los católicos no luchamos contra objetos, sino contra espíritus: no contra la televisión, los móviles, el dinero o los demás apegos mundanos, sino contra el padre de la mentira que se agazapa tras ellos.
Por tanto, el cristiano crece como tal en la medida en que acumula actos de desprecio del mundo, por decirlo así, de «apostasía» respecto de éste. Es por eso que en el rito bautismal se pregunta a padres y padrinos si «renuncian a Satanás» y «a todas sus obras». Luego, siendo Satanás el príncipe de este mundo, es obvio que las obras del mundo le pertenecen, y que la seducción de lo mundano en sus múltiples formas, viene de él. Por tanto, es simple: o se lucha contra el mundo como soldados de Cristo, o se perece. Santidad o muerte.
El repugnante desprecio hacia los paradigmas de la espiritualidad tradicional católico ha tenido su enésimo eco en las palabras del neo-cardenal Castillo, entonces Arzobispo de Lima, que afirmó lo siguiente en una celebración del sacramento de la Confirmación:
«Esa manera de entender la Iglesia, como una cruzada, se traduce en esa imagen que, por favor, para la Confirmación ya es obsoleta: soldados de Cristo».
En este foro hablamos del síndrome de la inmunodeficiencia espiritual y moral que se ha auto-inoculado la Iglesia a base de loas al hombre, al progreso y al llamado «diálogo con el mundo moderno».
Por supuesto, este síndrome no es la enfermedad en sí, sino, por un lado, un trastorno adquirido por una determinada conducta, que bien podría sintetizarse como recientemente dijo el obispo de Namur, a cuento de las palabras de Francisco sobre el rey Balduino:
«Uno debe aceptar nuestra sociedad tal como es»
Y por otro, es la causa de los males que realmente causan el daño al alma. Igual que el enfermo de SIDA no moría (cuando esta enfermedad era mortal) del propio virus, sino de las infecciones que le propiciaba su inmunodeficiencia, hoy la Iglesia material se muere azotada por los patógenos que su escuálido sistema inmune ha permitido entrar en su organismo.
Es decir, que la renuncia a la militia Christi es a la vez causa y consecuencia, síntoma y enfermedad. Que responde a una causa última que es el abandono de la fe, sustituida por la vida comodona que propicia la falsa paz comprada al precio de la apostasía pública de la Iglesia respecto de su misión en la sociedad. Hoy la inmensa mayoría de los obispos limita su ministerio a la mezquina aspiración de minimizar los problemas y conflictos con el mundo, satisfechos con las migajas del sistema y con el oxígeno financiero que les proporciona el patrimonio de las diócesis. Aspiración que se extiende a sus relaciones con la jerarquía, que no merecen otro calificativo más que el de lacayismo y servidumbre.
La Iglesia material de hoy es la antítesis de lo que pide San Pablo en el referido pasaje. Pero claro es, que si no hay fe, no puede haber lucha, porque la vida cristiana es milicia. Y si se puede luchar por el comunismo, como hizo Castillo, sin que le parezca obsoleto, entonces tampoco lo es luchar por los derechos del Creador en la sociedad. No es un problema de la lucha en sí, sino del objeto y el fin de esa lucha: el reinado de Cristo o el principado de Satanás. O se está con Él, o contra Él. No hay nadie que no luche por nada. Pero nuestros obispos consideran que no vale la pena luchar por Cristo, y en cambió sí por las zarandajas mundanas climatológicas y migratorias que el sistema tritura y ofrece como comida rápida a los espíritus.
Vayan mentalizándose los que se acomodan en la «transigencia controlada», porque ya se están recogiendo los frutos de tal estrategia. Satanás y sus secuaces son fieras de carácter espiritual, enemigos que nos rebasan ampliamente en inteligencia y astucia, y no están condicionados por nuestras miserias corporales, sino que las utilizan para arrastrarnos hacia sus fines.
«Confortámini in Dómino, et in poténtia virtútis ejus»
Muy buen artículo!!!
Gracias.