La barbarie de la anti-teología.

Afirmaba Donoso Cortés que cualquier problema humano es, en el fondo, un problema teológico. Esa es una de las razones por las que la teología se considera como la ciencia suprema, y parte de la base de que, como toda actividad humana debe estar ordenada a Dios, su Creador, y la teología es la ciencia de lo divino, entonces la teología es la primera y principal de las ciencias.

La teología, pues, no puede de ninguna manera desvincularse de la Verdad, es decir, de Dios. Nunca puede convertirse en una mera actividad racionalista, y por tanto, subjetivista, porque el racionalismo se funda en la primacía de razón autónoma del sujeto, y no de la recta razón tal como debe operar para inteligir la verdad.

De hecho, el divorcio entre razón e intelecto es una de las señas de identidad más marcadas de la mentalidad moderna. Ya no se razona como medio para leer la esencia de las cosas (inter legere), sino como fin en sí mismo. Es decir, se piensa por pensar, y entonces se acaba pensando cualquier cosa que tenga una mínima apariencia de racionalidad. La razón ha perdido su guía y meta, que es la verdad, de manera que su fin es excogitar productos siempre en el marco de las opiniones, con carencia de cualquier espíritu de verdad.

En este estado de cosas, la Iglesia ha asumido obscenamente tal visión, considerando que la teología es una mera actividad racional, dialéctica y dialógica, y no una ciencia del estudio de Dios tal como Él es. Por tanto, la divagación sobre hipótesis ausentes de fundamento bíblico, magisterial o tradicional, también se considera teología. Asimismo, la sociología y fenomenología del hecho religioso, son parte integrante de la teología hodierna.

Juan José Tamayo, en una reciente entrevista, afirmó que «los momentos más brillantes de las religiones –y también de la filosofía y de la teología-, intelectualmente hablando, han sido aquellos en los que ambas se mostraron críticas y autocríticas, convivieron armónicamente y dialogaron creativamente, sin complejos de superioridad ni de inferioridad». Es decir, la filosofía no es ancilla theologiae (sintagma al que alude explícitamente Tamayo para negarlo), ni la teología es la ciencia suprema del saber humano. Es una mera reflexión sobre fenómenos, opiniones e hipótesis concebidas por la razón humana sin más fundamento que esa misma razón.

La conclusión es contundente: esa idea de teología lleva al agnosticismo. Porque si, como dice Tamayo, la teología no tiene pretensión de verdad, y ni siquiera «agota la reflexión sobre Dios», entonces únicamente se reduce a una derivada de la filosofía, cuando debería ser al revés. Resultado: la teología se convierte en la distracción mental del agnóstico, que acaba por construir un dios a su medida.

Porque, nos preguntamos, qué clase de teología es aquella que no puede afirmar si Dios premia o castiga, ni siquiera qué hay que hacer para salvarse, o qué es pecado y qué no lo es. Por el contrario, sugiero pregunten a un musulmán ortodoxo si acaso su “dios” no le prescribe todo lo que debe hacer para ganar el paraíso, por aberrante que pueda resultar a la razón. Sin dogma, sin proposiciones vinculantes, no hay re-ligación, y, por tanto, no hay religión, ni siquiera desde el prisma de la religión natural. La teología que propone Tamayo es, además de falsa, contra natura.

El tema subsiguiente es determinar el valor que tienen estas afirmaciones vertidas por un teólogo hereje, como reflejo de lo que hoy la Iglesia considera como teología. Dejemos que responda Francisco, en la carta de nombramiento del flamante Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe:

“El Dicasterio que presidirás en otras épocas llegó a utilizar métodos inmorales. Fueron tiempos donde más que promover el saber teológico se perseguían posibles errores doctrinales. Lo que espero de vos es sin duda algo muy diferente.”

Posteriormente, afirma que la finalidad del Dicasterio es «guardar la fe», para acto seguido decir que:

«Es bueno que tu tarea exprese que la Iglesia “alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por la investigación teológica” con tal que “no se contenten con una teología de escritorio”, con “una lógica fría y dura que busca dominarlo todo”».

Siguiendo su habitual estilo, Francisco afirma una cosa en términos nominales para, a continuación, negarla, disolverla o ahogarla en un mar de excepciones. Pues bien, ni la finalidad pretendida del Dicasterio es «guardar la fe», ni siquiera «promover el saber teológico». Vamos a ver por qué.

En primer lugar, la fe no se guarda cuando se elude dar respuesta clara a cuestiones morales de relevancia, y cuando se califica como falta de caridad «clasificar» (Tucho dixit) a las personas (traducido, emitir juicios unívocos sobre acciones morales). Por tanto, no se puede «clasificar» al sodomita como sodomita, al adúltero como adúltero, al ladrón como ladrón. No hay que señalar los errores, sino simplemente hacer girar la rueda de la especulación teológica racionalista. Así se garantiza que ninguna herejía se quede sin su parcela en la Iglesia.

En segundo lugar, aun suponiendo que se promoviera el saber teológico, eso debería redundar en una mayor claridad en el conocimiento de la fe, nunca en una mayor ambigüedad y confusión. Precisamente lo último que se espera de un Dicasterio como el de Tucho (uso el sintagma posesivo a propósito) es que se encoja de hombros ante cuestiones de teología moral tan relevantes para tantas almas, como es la delimitación del pecado de adulterio, y deje la pelota en el tejado justamente de quien debe ser juzgado. Es decir, pretende que los fieles seamos juez y parte de nuestras propias acciones; eso sí, acompañados de un sacerdote, sólo faltaría, de doctrina tan fiable la mayoría de ellos.

Y menos decente aún, es el cóctel de factores que considera que inciden en el juicio, como son, literalmente «cómo se comportaron con sus hijos cuando la unión matrimonial entró en crisis; si ha habido intentos de reconciliación; cómo se abandona la situación de la pareja; qué consecuencias tiene la nueva relación para el resto de la familia y la comunidad de fieles; qué ejemplo ofrece a los jóvenes que deben prepararse para el matrimonio».

Como no me quiero alargar en refutar cada uno de esos argumentos, diré simplemente que eso, en mi casa, tiene un nombre: se llama «moral de situación» y está condenada explícitamente por la Iglesia Porque hacemos depender la moralidad de un acto (convivencia more uxorio) en función de la afectación que tiene en terceros. Es decir, lo que siempre ha sido calificado como la medida del agravante de escándalo, hoy actúa directamente como eximente de culpa. No es nada más elaborado que el argumento mundano y liberal de que está bien lo que no hace daño a nadie. Me pregunto si para llegar a estas conclusiones necesitamos un Dicasterio, de no ser porque el aura de oficialismo que imprime a sus afirmaciones contribuye a poner mayor número de almas a los pies de los caballos.

Con estas premisas, me temo que no tardaremos demasiado en extender esta cuestión a la de las parejas de sodomitas, que pronto podrán acceder a los sacramentos, previo discernimiento, si adquieren «compromiso» de fidelidad y ayuda mutua respecto de sus «parejas», incluso de educar cristianamente a sus «hijos». Es decir, nuevamente, si en apariencia no dañan a terceros.

Por otra parte, tampoco será extraño ver retirar la calificación de pecaminosos a los anticonceptivos si, previo discernimiento, en conciencia se considera que lo contrario puede causar males mayores. Recordemos: la Ley de Dios no es absoluta (Francisco dixit).

En definitiva, si tenemos una teología que no es capaz de decir una palabra cierta sobre Dios, que vaya más allá de las vagas afirmaciones acerca del amor, la misericordia y el perdón, todos ellos mal definidos, es una anti-teología, la negación misma de la teología. Entonces no hemos sido capaces de superar el agnosticismo, y por tanto, hemos retornado a la barbarie.

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