Siete claves para entender la ruina de la Iglesia Católica

La nota explicativa a la Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo comenzaba así:

«La Iglesia actual sufre una de las mayores epidemias espirituales. Es decir, una confusión y desorientación doctrinal de alcance casi universal, que suponen un peligro seriamente contagioso para la salud espiritual y la salvación eterna de numerosas almas. Al mismo tiempo, es preciso reconocer un letargo espiritual generalizado en el ejercicio del Magisterio a diversos niveles de la jerarquía de la Iglesia de hoy. En buena parte, ello obedece a que no se ha observado el deber Apostólico – según lo declarado también por el Concilio Vaticano II – que los obispos deben «con vigilancia, apartar de su grey los errores que la amenazan» (Lumen gentium, 25)».

Epidemia espiritual, confusión, desorientación… Calamidad, desastre, tribulación, persecución… En esas estamos.

1.- Ya somos mayores de edad

Dietrich Bonhoeffer, teólogo protestante, siguiendo los postulados kantianos, predica que vivimos es un mundo adulto en el que el hombre ha aprendido a salir adelante sin recurrir a la hipótesis Dios. Bonhoeffer contrapone la sociedad secular a la sociedad sagrada. El hombre puede afrontar sus problemas sin necesidad de Dios. La gente, cuando oye hablar de Dios, no se lo toma en serio. Por eso hay que explicar a Dios al mundo de hoy con otro lenguaje. El mundo no es Dios; la naturaleza no es Dios, la política no es Dios, los símbolos religiosos no son Dios.

Nuestra «cultura moderna» exige que, ahora, las verdades de la fe deben ser reveladas por nuevos caminos que son «principalmente subjetivos y experienciales». La fe ya no se puede transmitir por la predicación.

Antes, la fe era la adhesión de la inteligencia a la verdad revelada por el Verbo de Dios. Creíamos en una verdad que nos viene desde afuera y que no proviene de ninguna manera por nuestro propio espíritu.

Pero ahora, el hombre moderno – cientifista, progresista y liberal – se carcajea de Dios. Dios no le hace falta para nada. Es una reliquia de un pasado oscuro, de un tiempo en que el hombre no era libre, sino que vivía sometido al poder de los reyes y de la Iglesia.

Ahora nadie me puede imponer nada desde fuera. El hombre moderno no tiene por qué creer en Dios. Por eso hace falta otro lenguaje, otra manera de hablar de Dios: una nueva evangelización. Y dicen los prelados y los jerarcas de la Iglesia que ahora la verdadera fe no es lo que era antes: creer lo que no vemos, creer la verdad revelada por Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Porque la gente ahora no quiere creer aprendiéndose el catecismo, como antiguamente.

Escribía Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).

2.- Libertad, autonomía, independencia, autodeterminación

Y como somos mayores de edad, nos hemos emancipado de cualquier dependencia ni de Dios. El hombre es libre y autónomo, responsable de sus actos, capaz de tomar sus propias decisiones sin depender de nadie. Antes el hombre vivía sometido a Dios y a la Iglesia. Ahora ya no. Antes el hombre obedecía los mandamientos de la ley de Dios,  una ley moral objetiva. Ahora el hombre piensa por sí mismo y se autolegisla: cada uno se otorga a sí mismo su propia moral.

Ahora, el hombre es fin en sí mismo y elige cada cual su camino y su manera de ser feliz. El hombre no será verdaderamente hombre, y digno de ese nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo a nadie más que a sí mismo.

Los herejes niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. El hereje modernista es la nueva reedición del non serviam de Lucifer e implica la rebelión contra Dios.

Sin embargo, es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Es totalmente insensata una libertad humana que no se someta a Dios y esté sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios. Todos los pueblos han de aceptar y respetar la soberanía de Cristo Rey, la Ley de Dios y la verdad de Cristo. Como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, Cristo no puede menos de tener en común con Él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absoluto sobre todas las criaturas. Y en ningún otro más que en Jesucristo hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos. Dios exaltó el nombre de Jesús y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús, toda rodilla de doble en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.

Todas las naciones que has creado vendrán y se inclinarán ante ti, Señor, y alabarán tu santo nombre.

3.- La subjetividad y el experiencialismo

Uno de los mantras de los modernistas consiste en afirmar que la subjetividad (no el subjetivismo, matizan ellos) fue la gran aportación de la modernidad a la filosofía y a la teología. Lo de antes ya no vale. Dicen que solo se llega a una fe adulta mediante experiencias de encuentro personal con Cristo. Esas experiencias son emotividad y sentimentalismo puro y duro.

Los jerarcas modernistas están convencidos de que, si las normas cristianas y las verdades enseñadas por la Revelación pudieran entenderse como normas interiores; es decir, si estas normas pudieran conocerse a través de la experiencia, dejarían de tener el carácter de leyes externas impuestas desde fuera. Además, se podría hablar de estos valores de una manera subjetiva, adecuada al mundo moderno.

Inducción significa extraer a partir de experiencias particulares (subjetivas) el principio general implícito en ellas; es decir, que cada individuo debe llegar, desde su propia experiencia, a conocer toda la doctrina que la Iglesia lleva predicando desde hace más de dos mil años. «No creo por lo que dicen otros o porque nadie me haya impuesto desde fuera las verdades de la fe: creo porque yo mismo me he encontrado con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a mi vida y, con ello, una orientación decisiva. Y así se ha llegado a confundir la fe con un pseudomisticismo patético, donde importa más lo que siente el individuo que el conocimiento real de Cristo.

Hay que proponer experiencias: convivencias, pascuas, retiros (Emaús, Effetá, cursillos de cristiandad), ejercicios espirituales, encuentros de Taizé, JMJ, campamentos de verano, campos de trabajo, experiencias de servicio a los más necesitados… Hay una amplia oferta de experiencias para todos los gustos. En esas experiencias se mezclan las catequesis con la exacerbación de los sentimientos: hacen falta emociones, lágrimas, cánticos hakuneros, abrazos, besos… Y cuando se termina la experiencia y se pierde el «fervorín» o el calentón espiritual, todo se viene abajo y hay que buscar otra experiencia que me haga sentir a Dios y encontrarme con Él en los compañeros, en los sacramentos o donde sea. Hay verdaderos yonquis de las experiencias. Pero, después de la experiencia, ¿qué? ¿Dónde están los jóvenes de las JMJ en las parroquias cada domingo, porque yo solo veo personas de edad provecta? Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos… Muchas experiencias pero pocos siguen su vida de fe después. Nunca se han ofrecido tantas experiencias y nunca los templos han estado más vacíos que ahora.

¿No nos estaremos equivocando? ¿No habrá que volver a «lo de toda la vida»?

¿Hacen falta experiencias para llegar a la conclusión de que matar, abortar o ser adúltero está mal?

¿Cómo se experimenta que Cristo está realmente presente en el Santísimo Sacramento, que Cristo es la Hostia Santa? ¿Hay que sentir algo? ¿Y si no sientes nada, qué pasa?

4.- Moral de situación.

La bondad o maldad de una acción ya no se basaría en leyes morales universales, sino más bien en circunstancias individuales y concretas, según las cuales la conciencia del individuo está llamada a actuar. La conciencia del hombre está en condiciones de poder juzgar la bondad o maldad de un acto en un caso determinado.

La conciencia del hombre está por encima de la Ley de Dios («seréis como Dios»). La ley de Dios se percibe como algo impuesto desde fuera, algo que coarta tu libertad de conciencia. «Yo decido sin ninguna coacción impuesta qué está bien y qué está mal en cada circunstancia. El Yo del hombre se enfrenta al Yo de Dios. El hombre se autolegisla y se rebela contra la obediencia debida a Dios. La soberbia antropocéntrica del hombre ignora su condición de criatura para considerarse creador y dueño de su propia vida.

Pío XII refiriéndose a ese carácter universal de la norma moral recordaba que la ley moral comprende y abarca todos los casos individuales. Es, por tanto, erróneo establecer una dicotomía entre la ley misma y su aplicación concreta a los casos individuales. El odio a Dios, la negación de la fe, el perjurio, la blasfemia, la idolatría, el adulterio, la fornicación, el robo, la sodomía, etc., están prohibidos siempre por Dios. Ninguna circunstancia, por muy sutil que ésta sea, puede justificarlos. Hay situaciones en las que un cristiano está llamado a sacrificarlo todo, incluso su propia vida, con tal de no quebrantar una ley moral (ejemplo de los mártires). En la película Silencio de Scorsese, se ve la grandeza del mártir que muere en la cruz por Cristo, frente al apóstata que, con tal de salvar su vida, pisa el crucifijo y apostata de su fe con tal de no morir. ¿Pueden justificarse la apostasía, la blasfemia o el sacrilegio, si está en juego tu vida y no hay otra salida? La moral de situación dirá que sí. La verdadera fe de la Iglesia te dirá que no.

La moral de situación de estos herejes olvida que el pecado es sobre todo y en primer lugar contra Dios.

Porque este es el amor de Dios: que guardemos sus mandamientos, y sus mandamientos no son difíciles de cumplir. 1 Jn. 5, 3

En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él.  1 Jn. 2, 3-6.

Por eso la primera función de la libertad respecto a la conciencia es moverla a la búsqueda de la voluntad de Dios, para alcanzar el máximo grado de identificación con lo que Dios ha proyectado para mí: «hágase tu voluntad» y no la mía, así en la tierra como en el cielo. Lo importante no es el amor: el único importante es Dios. Cristo es el Señor y nuestro deber es amarlo sobre todas las cosas:

Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios en estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22, 37; cf Lc 10, 27: “…y con todas tus fuerzas”). 

La moral de situación ignora la profunda e intrínseca dependencia del hombre respecto a Dios, de las criaturas respecto a su Creador. Dios nos da la vida con una radical ordenación hacia el fin para el que nos creó. La Providencia alcanza a todas las criaturas hasta en las más mínimas acciones.

Lo que está bien y lo que está mal tiene que ver, en primer lugar, con Dios, no con el hombre: es bueno todo aquello que contribuya a la gloria a Dios y a la salvación de mi alma; y es malo todo aquello que ofende a Dios y me aparta de Él para conducirme a la condenación eterna. El pecado es esencialmente una ofensa a Dios y, aunque en algún caso pueda lesionar los derechos de otros hombres, siempre el principal ofendido es Dios. He sido creado por Dios y para Dios y todo será bueno en tanto en cuanto contribuya a mi fin último; y todo será malo, en tanto en cuanto me aparte de ese fin y me lleve a la perdición.

La conciencia no es un árbitro que decida por sí misma la bondad o maldad de lo que debe hacerse en cada situación. La conciencia es la capacidad que tiene el hombre de descubrir el orden divino en cada situación concreta; el hombre no puede crear su norma, pero es responsable de que aparezca en su conciencia la norma que le ha sido dada. La ordenación divina para cada hombre penetra lo más íntimo de su ser (Jer 31:34) y existe con independencia del conocimiento que tenga de ella la persona. La voluntad de Dios no es algo que se añada extrínsecamente a la criatura, «ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch. 17:28). Por eso, cada uno es responsable de encontrar la voluntad de Dios en su vida.

5.- «Creo en el amor»

El amor es la clave de la moral de situación. Sólo hay una obligación: amar. «Creo en el amor» dicen budistas, mahometanos, protestantes y católicos en el tristemente famoso video del Papa Francisco. Lo único bueno, para esta banda de herejes, es el amor. Nada más. El amor quiere el bien del prójimo, por lo que debemos amar sin esperar nada a cambio. Y como lo único importante es el amor, el fin justifica los medios: se puede hacer cualquier cosa con tal de que tenga un fin amoroso. Cualquier medio es legítimo, si es para conseguir un bien. Si una acción en particular sirve para el amor, entonces debes realizarla. Nada es intrínsecamente bueno o malo. Todo depende de las circunstancias. Cualquier cosa es buena, si es buena para alguien. Las normas son para las personas y no las personas para las normas. El legalismo consistiría en identificar el amor con la obediencia a las leyes. Para los situacionistas una cosa puede ser unas veces buena y otras, mala, según la situación. De ello se deduce que el aborto, el adulterio, la fornicación, en ocasiones pueden ser realidades «buenas»:

  • El aborto de un niño no deseado que va a ser abandonado y no va a tener amor ni una vida digna: mejor abortarlo. Porque además, la madre tiene derecho a decidir porque es una persona libre y autónoma. Mientras que el no nacido no es persona porque no es autónomo ni libre ni se puede autodeterminar. Y quien no es autónomo no tiene dignidad ni derechos. Ni siquiera es considerado como una persona.
  • El divorciado vuelto a casar que vive en adulterio a los ojos de Dios y de la Iglesia. Si en el segundo matrimonio civil hay amor o, incluso hijos a los que amar y atender, su situación irregular sería buena, porque lo importante es el amor.
  • Dos chicos o dos chicas se quieren y mantienen relaciones homosexuales. «Lo importante es el amor». Lo importante es que se quieren y, por lo tanto esa relación es buena. Da igual que haya un mandamiento de la Ley de Dios que diga «no fornicarás». La ofensa a Dios no importa. Ni la desobediencia. Si esta acción en particular resulta que sirve para el amor, entonces debes realizarla.
  • Voy a dejar que maten al abuelito porque ya no es autónomo y su vida ya no es digna. Pobrecito. No merece seguir sufriendo. Y por amor al abuelito, autorizo a que le apliquen la eutanasia para que tenga una «muerte digna».

El «creo en el amor» es la gran mentira, la gran trampa de los herejes. Porque suena a católico, pero es radicalmente anticatólico e inmoral. Puedes matar a un no nacido en nombre del amor y de la compasión; puedes acabar con la vida de ancianos y enfermos, si ellos o su familia consienten la eutanasia; el divorcio y el adulterio pueden ser buenos, si se murió el primer amor y el segundo (o el tercero o el cuarto) te hace feliz. Porque lo importante es el amor. El valor de la conciencia individual (subjetiva) se pone por encima de Dios.

Algunos opinan que hoy en día se están intentando abolir el sexto y el noveno mandamiento para que se acepten en la Iglesia la ideología de género, la bendición de parejas LGTBI o la comunión de los divorciados vueltos a casar civilmente. Y no les falta razón. Pero hay algo aún más grave: el mandamiento que los impíos y los herejes pretenden realmente derogar es, ni más ni menos, que el Primero: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Hoy asistimos a un intento espurio de fusión de todas las espiritualidades en el «amor». Lo más importante ya no es amar a Dios sobre todas las cosas, sino «el amor»: «Creo en el amor», dicen los actores del video del Papa. Pero, ¿Qué amor? Se trata de un «amor» vago, indefinido, ambiguo; un amor que nadie sabe en qué consiste: ¿filantropía, solidaridad…? Ese amor, la fraternidad, la paz y la tolerancia, tan del gusto de la masonería, no son sino el trasunto satánico de la verdadera CaridadYo no creo en el amor: creo en Jesucristo, creo en los artículos del Credo de la Santa Madre Iglesia.

El sueño impío de una sola religión universal antropolátrica camina con buen paso. Pero Dios los confundirá como en Babel o los destruirá como en Sodoma. Si para alcanzar la paz y el bienestar en este mundo hay que rechazar a Jesucristo, como Verbo de Dios encarnado, como único Redentor y Salvador, entonces no quiero paz, sino guerra. Dios sabrá confundir a los impíos y hacer fracasar sus vanos intentos de poner al hombre en el lugar que solo le corresponde a Dios.

6.- Discernimiento

El fin último está claro: la gloria de Dios y la salvación del alma. Ahora bien, en cada situación concreta tenemos que encontrar la voluntad de Dios. Y para eso sirve el discernimiento. Y los criterios para discernir en cada caso cuál es la voluntad de Dios están más que claros: son los mandamientos de la Ley de Dios y los de la Iglesia. Es el «todo en tanto en cuanto» que explicábamos anteriormente. Será bueno todo aquello que me conduzca al cielo y cumpla la ley de Dios. Será malo todo lo que me aleje de Dios e implique ofender al Señor incumpliendo su voluntad y sus mandatos.

 El que tiene mis mandamientos y los guarda, aquél es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él. Jn. 14, 21

Quien dice que ama a Dios pero no cumple sus mandamientos es un mentiroso.

El término «discernimiento» está siendo empleado y tergiversado torticeramente para cambiar la moral tradicional y sustituirla por esa moral situacional que considera que lo único importante y decisivo es el amor. Y no. El único importante es Cristo, es Dios, es la Santísima Trinidad. Lo único importante es cumplir los mandamientos.

El subjetivismo, la inducción y la experiencia toman el relevo al Catecismo, a la Verdad Revelada (que es Cristo) y a la Ley de Dios (Ley Moral Eterna y Universal) y conducen irremisiblemente al relativismo moral, a la herejía y a la apostasía clamorosa que tenemos delante de las narices. La doctrina ha sido sustituida por la herejía, la moral por la subjetividad del individuo, el ritual litúrgico por la improvisación creativa y sacrílega.

Por otra parte, los budistas, los mahometanos y los hinduistas también tiene experiencias religiosas y sienten la presencia de sus divinidades o la paz de su nirvana. Entonces, si los sentimientos y las experiencias pseudomísticas son comunes a todas las religiones, ¿a qué conclusión podemos llegar? Pues evidentemente, la conclusión inmediata es que todas las religiones son iguale: igual de verdaderas o igual de falsas. Algo hay: llámalo energía, llámalo dios, llámalo karma… Las distintas religiones son todas ellas manifestaciones diversas de una única realidad. De ese modo, la única religión verdadera se pone a la misma altura que las falsas: la Verdad se igual con el error; la adoración a Dios se equipara con el culto a ídolos o demonios.

Así, en el Documento de Abu Dhabi se lee textualmente:

La libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización que los demás no aceptan.

Liberalismo, indiferentismo religioso… Dios en su sabiduría es la fuente de la que proviene el derecho a que cada uno tenga el credo que le dé la gana: da igual uno que otro. Al idólatra caníbal, al que hace sacrificios humanos al Sol, al satánico… a todos los que adoran a la Pachamama o se colocan de ayahuasca hasta las trancas para entrar en trance y flipar con los espíritus; a ninguno de ellos se les puede imponer una religión ni obligarles a llevar un estilo de vida civilizado que no aceptan.

El cúmulo de males que ha invadido la tierra se debe a que la mayoría de los hombres se ha alejado de Jesucristo y de su ley santísima, tanto en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado. Y nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen el imperio de nuestro Señor Jesucristo.

¿Firmaría un líder mahometano una declaración que afirmara que no hay más Dios que Jesucristo; que Jesucristo es el único salvador y redentor de la humanidad? ¿Y un judío? ¿Y un budista o un hinduista? ¿Verdad que no lo harían? Al contrario. Un musulmán que quiera convertirse al catolicismo está condenado a muerte por apóstata y tendrá esa amenaza sobre su cabeza mientras viva. Los hinduistas persiguen a los católicos y a los cristianos en general y han aprobado leyes que impiden la conversión de una religión a otra.

Ni los musulmanes ni otros que no tengan fe en Jesucristo, Dios y hombre, aunque sean monoteístas, pueden rendir a Dios el mismo culto de adoración que los cristianos; es decir, adoración sobrenatural en Espíritu y en Verdad (cf. Jn 4,24; Ef 2,8) por parte de quienes han recibido Espíritu de filiación (cf. Rm 8,15).

Las religiones y formas de espiritualidad que promueven alguna forma de idolatría o panteísmo no pueden considerarse semillas ni frutos del Verbo puesto que son imposturas que impiden la evangelización y la eterna salvación de sus seguidores, como enseñan las Sagradas Escrituras: «El dios de este siglo ha cegado los entendimientos a fin de que no resplandezca para ellos la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (2 Cor. 4, 4).

El verdadero ecumenismo tiene por objetivo que los no católicos se integren a la unidad que la Iglesia Católica posee de modo inquebrantable en virtud de la oración de Cristo, siempre escuchada por el Padre: «para que sean uno» (Jn 17, 11), la unidad, la cual profesa la Iglesia en el Símbolo de la Fe: «Creo en la Iglesia una». Por consiguiente, el ecumenismo no puede tener como finalidad legítima la fundación de una Iglesia que aún no existe.

Declaración de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida de la Iglesia de nuestro tiempo

Solo habrá verdadera paz y auténtica fraternidad cuando todos los hombres, todos los pueblos, todas las naciones se arrodillen ante Nuestro Señor Jesucristo y reconozcan que no hay otro Dios. Solo podemos ser verdaderamente hermanos en Cristo por medio del bautismo. Solo podemos ser uno por la comunión del Cuerpo de Cristo, que se entrega en cada Santa Misa para santificarnos y llevarnos al cielo.

Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo.

El que crea y se bautice se salvará. El que no crea será condenado.

Fuera de la Iglesia no hay salvación.

7.- Sinodalidad y sectarismo

La Iglesia del nuevo paradigma va camino de convertirse en una secta, si no lo es ya. Todo el mundo parece admitir que el Papa es un líder incuestionable, impecable (que no puede pecar), siempre santo… Sería una especie de CEO de Dios en la tierra o una nueva encarnación de Dios en la tierra con plenos poderes o  para hacer y deshacer, para cambiar la doctrina según sus gustos o prohibir la misa que todos los santos celebraron durante casi dos mis años; capaz de cambiar la doctrina milenaria sobre la pena de muerte o sobre el divorcio y el adulterio; capaz incluso de celebrar cultos idolátricos en el propio Vaticano y de permitir entronizar a la Pachamama en la mismísima Basílica de San Pedro, portada en procesión a hombros de obispos.

Este culto al líder es propio de una secta: no de la Iglesia Católica. La papolatría es pecado mortal porque implica un acto de idolatría que coloca a un hombre en el lugar que sólo le corresponde a Dios.

La Iglesia de la Sinodalidad nadie sabe muy bien lo que es pero parece talmente la coartada necesaria para que, bajo la apariencia de democratización de la Iglesia, el Papa cambie a su antojo la doctrina de la Iglesia: el depósito de la fe. Así contenta al mundo y sigue las consignas de la ONU, del Foro de Davos y de la Agenda 2030 con el fin de convertir la Religión Católica en la religión universal del Nuevo Orden Mundial. De este modo, hay que introducir en la Iglesia el homosexualismo político, el feminismo radical y el ecologismo neomaltusiano. Hay que bendecir las uniones homosexuales, introducir el diaconado femenino (y más tarde el sacerdocio) y cambiar los pecados capitales por los ecológicos. Los pecados de moda son la homofobia, el patriarcado machista y la huella de carbono. Eso sin contar la obsesión con los inmigrantes: la Iglesia ha asumido el Imagine de Lennon, verdadero himno del Nuevo Orden Mundial, y predica ahora un mundo sin fronteras, pacifista y antibelicista:

Imagina que no hay paraíso. Es fácil si lo intentas. No hay infierno debajo nuestro. Arriba nuestro, sólo cielo. Imagina a toda la gente Viviendo el presente. Imagina que no hay países. No es difícil hacerlo. Nada por lo cual matar o morir, Y tampoco ninguna religión. Imagina a toda la gente Viviendo la vida en paz. Quizás digas que soy un soñador Pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros Y el mundo será uno solo. Imagina que no hay posesiones. Me pregunto si puedes. No hay necesidad de codicia ni hambre. Una hermandad humana. Imagina a toda la gente Compartiendo todo el mundo.

Ya no hay cielo ni infierno. Ya no hay magisterio, ya no hay dogmas, ya no hay jerarquía, ya ni siquiera hay Sagradas Escrituras (no había grabadoras en tiempos de Jesús): ahora, permítanme la ironía, los cristianos están directamente inspirados por el Espíritu Santo. Eso proclaman los secuaces del Sínodo de la Sinodalidad, el Sínodo que aparenta una democratización del magisterio. Es como si el Credo o los Mandamientos se pudieran cambiar, derogar o reformar por el voto de los padres y madres sinodales: un peligro mortal para millones de almas desamparadas e intoxicadas.

Pero en última instancia, se hará lo que diga el Papa, considerado ahora como monarca absoluto y dueño y señor de la Iglesia y su doctrina. Mientras tanto, el número de sacerdotes y obispos cancelados empieza a ser incontable. Hay obispos, como Strickland que reciben visitas apostólicas no muy agradables y órdenes religiosas que son intervenidas sin demasiada misericordia por aferrarse a la Tradición y a la sana doctrina. La situación ha llegado a tal punto que el término «misericordiar» se ha convertido en sinónimo de purga al más puro estilo estalinista.

La tradición se define como el depósito de la fe transmitido por el magisterio siglo tras siglo. Ese depósito es el que nos dio la Revelación, es decir, la palabra de Dios confiada a los apóstoles y cuya transmisión está asegurada por sus Sucesores. El depósito de la Revelación quedó terminado el día de la muerte del último apóstol. Ahí se acabó todo: ya no se puede tocar nada hasta la consumación de los siglos. La Revelación es irreformable. 

El concilio Vaticano I lo recordó explícitamente: «La doctrina de fe que Dios reveló no fue propuesta a las inteligencias como una invención filosófica que las inteligencias debieran perfeccionar, sino que fue confiada como un depósito divino a la Esposa de Jesucristo (la Iglesia) para que fuera fielmente guardada e infaliblemente interpretada».

Y Benedicto XVI, en la misma línea, enseñó que «la potestad de enseñar, en la Iglesia, comporta un compromiso al servicio de la obediencia a la fe. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario, el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su palabra. El Papa no debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y a la Iglesia a la obediencia hacia la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y dilución, como frente a cualquier oportunismo».

El Papa y los obispos no pueden exigirnos obediencia a sus opiniones privadas y, mucho menos, a enseñanzas que contradicen la revelación y la ley moral. Y como dice el cardenal Müller «el Papa y los obispos están supeditados a la Sagrada Escritura y a la Tradición Apostólica y de ninguna manera son fuentes de revelación adicional». No hay nuevas revelaciones. Sólo un necio puede hablar de una nueva primavera de la Iglesia y de un nuevo pentecostés.

Somos fieles al Papa cuando éste se hace eco de las tradiciones apostólicas y de las enseñanzas de todos sus predecesores. La definición misma del sucesor de Pedro lo obliga a conservar este depósito. Así nos lo enseña Pío IX en su Pastor aeternus: «El Espíritu Santo no fue, en efecto, prometido a los sucesores de Pedro para permitirles publicar, según sus revelaciones, una doctrina nueva, sino que les fue prometido para conservar estrictamente y exponer fielmente, con su asistencia, las revelaciones transmitidas por los apóstoles, es decir, el depósito de la fe». La autoridad delegada por Nuestro Señor al Papa, a los obispos, a los sacerdotes en general, está al servicio de la fe. Por eso somos sumisos y estamos dispuestos a aceptar todo lo que está de acuerdo con nuestra fe católica, tal como fue enseñada durante dos mil años, pero rechazamos todo lo que se le oponga.

En la primera mitad del siglo V, san Vicente de Lérins conocía el impacto de las herejías y dio una regla de conducta que continúa siendo buena después de mil seiscientos años:

«¿Qué hará pues el cristiano católico si una parte de la Iglesia llega a separarse de la comunión, de la fe universal? ¿Qué otro partido puede tomar sino el de preferir, al miembro gangrenado y corrompido, el cuerpo que en su conjunto está sano? Y si algún nuevo contagio amenaza envenenar no ya una pequeña parte de la Iglesia sino a la Iglesia toda entera a la vez, entonces su gran empeño deberá ser el de aferrarse a la antigüedad que evidentemente ya no puede ser seducida por ninguna novedad mentirosa».

En las letanías de las rogativas, la Iglesia nos hace decir: «Señor, te suplicamos que mantengas en tu santa religión al Sumo Pontífice y a todas las órdenes de la jerarquía eclesiástica». Esto significa que semejante calamidad puede sobrevenir. Y vaya si ha sobrevenido.

En la Iglesia no hay ningún derecho, ninguna jurisdicción que pueda imponerle a un bautizado la disminución o el cambio de su fe. Todo fiel puede y debe resistir a aquello que dañe su fe, apoyándose en el catecismo de su niñez. Tenemos el deber de desobedecer y de conservar la tradición, si estimamos que nuestra fe está en peligro.

El mayor de los servicios que podamos hacer a la Iglesia y al sucesor de Pedro es repudiar la Iglesia liberal. Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, ni es liberal ni puede ser reformado.

Muchas veces se escucha que la realeza social de Nuestro Señor ya no es posible en nuestro tiempo y que hay que aceptar definitivamente el pluralismo de las religiones, la libertad de conciencia, de expresión y de acción. Pues bien, yo no pertenezco a esa religión: no acepto esa nueva religión. Esa es una religión liberal, modernista, que tiene su culto, sus sacerdotes, su fe, sus catecismos… pero no es la religión católica. Es otra religión que tiene su propia doctrina (el culto al hombre y la Agenda 2030), su moral (aborto, eutanasia, ideología de género, defensa y bendición de la sexualidad LGTBI, ecologismo malthusiano) y su liturgia, que nada tiene que ver con la liturgia tradicional.

Para el Nuevo Orden Mundial satánico y para esa nueva Religión del Anticristo, Nuestro Señor Jesucristo resulta molesto para sus planes malvados. La iglesia del nuevo paradigma ya no es una, santa, católica y apostólica, sino sinodal, liberal y modernista. Y ya no rinde culto a Jesucristo, sino a Satanás disfrazado de falso amor.

Conclusión

La sana doctrina está siendo sustituida por la herejía; la moral, por la subjetividad del individuo; el ritual litúrgico, por la improvisación sacrílega. Nos quieren cambiar la fe. Pero yo no aceptaré nunca esa falsa religión. El obispo Joseph Strickland ha dicho que está dispuesto a sufrir el martirio, rojo o blanco, por defender las verdades de la fe católica. Yo, también estoy dispuesto a morir por Cristo, si fuera preciso.

¡Pobre de mí! ¿Acaso he nacido para ver la ruina de mi Iglesia y la destrucción de la ciudad santa? ¿Voy a quedarme sentado cuando Roma está en manos de enemigos y su santuario en poder de extraños? Nuestro templo ha quedado mancillado y profanado por ídolos paganos.

Yo seguiré fiel al Dios de nuestros padres: a Cristo, muerto y resucitado, único redentor y salvador. Líbrenos Dios de abandonar la Ley de Dios y la fe de nuestros padres. No obedeceremos las órdenes de nadie para apartarnos de nuestra religión, ni a la derecha ni a la izquierda. Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Los hijos de Dios no estamos en venta. Debemos luchar contra los paganos, los herejes y los apóstatas para defender nuestra vida, nuestra fe y nuestras costumbres.

Ahora mandan los insolentes y los impíos; es un tiempo de crisis en que Dios descarga su enojo. Por eso, tengamos celo por la fe verdadera y arriesguemos nuestra vida por Cristo. No podemos quedar callados. El ministerio de la impiedad ya está actuando. La apostasía, a la vista está. Mantengámonos firmes y conservemos las tradiciones que hemos aprendido de nuestros padres.

La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás con toda clase de engaños y de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado. Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad.

Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele nuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena.

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