La teología de la novedad, camino hacia la neo-iglesia.

«Nos suspenden las cosas, no por grandes, sino por nuevas. No se repara ya en los superiores empleos por conocidos, y así andamos mendigando niñerías en la novedad, para acallar nuestra curiosa solicitud con la extravagancia. Gran hechizo es el de la novedad».

Baltasar Gracián, «El criticón».

Que nos hallamos en la fase avanzada de un proceso de reemplazo doctrinal, es algo que no debería sorprender a quienes observen la realidad sin los anteojos del sectarismo. Cualquiera con un mínimo de decencia, incluso aunque esté en el error religioso, pero en posesión mínimamente lúcida de los principios naturales de la sana crítica, puede fácilmente darse cuenta de que coexisten dos fes paralelas; la fe católica de siempre, por un lado, y el constructo fideísta conciliar por otro.

Pero no esperemos al diagnóstico de los de fuera. Acudamos al testimonio de los hacedores y fautores del proceso de reemplazo. En él, ha sido esencial, por cierto, la intervención de todos los papas conciliares en su papel de blanqueadores de los adalides de las nuevas doctrinas filosóficas y teológicas que han modelado la neo-fe. Maritain, Guardini y el personalismo, De Lubac, Congar y Rahner, entre otros muchos, han adquirido derecho de convivencia, cual vulgar concubina, en la morada de los grandes teólogos y doctores. Así, no es de extrañar que la inmensa mayoría de los bautizados sea liberal, cuando llevamos décadas soportando, venida de la cátedra de Pedro, el constructo acerca de la supuestamente «sana» laicidad; no sorprende que el bautizado de a pie considere que la misa es una reunión fraterna donde se participa en un banquete, cuando la teología del misterio pascual ha inundado las cátedras de teología y los púlpitos. Todo ello con la presencia intelectualmente aseada de los «santazos» conciliares, depositarios fraudulentos de la confianza de millones de bautizados, y cuyo ministerio culmina con la implementación plena del Concilio en la Iglesia universal.

No hay peor enemigo que el que tiene apariencia de amigo, sin serlo. Desde Pablo VI hasta Ratzinger, la sustracción de las verdades esenciales de la fe y su reemplazo por las neo-estructuras doctrinales, sentadas en bases subjetivistas, emotivistas, personalistas, antropocéntricas y, en definitiva, secularizadas, ha sido el continuum por el que han discurrido los caminos de la Iglesia material.  Saben que el recipiente vaciado debe ser rellenado con otro contenido. Así, emulando a los tiranos seculares, el objetivo es claro: borrar la tradición milenaria de la Iglesia, para no dejar en pie más que la doctrina conciliar. Siendo la única doctrina que los bautizados conozcan, será prácticamente imposible que ofrezcan resistencia a unos cambios que no son percibidos como tales, porque se ha mamado de sus ubres desde la más tierna infancia.

Probablemente sea la misa el aspecto visible donde más se aprecia el reemplazo doctrinal. Para quienes, por gracia, hemos descubierto los graves males teológicos y pastorales que esconde el Novus Ordo Missae, el reseteo es más arduo, si cabe, que el que debe operarse respecto de la neo-doctrina emanada desde las burocracias vaticanas. Y es que la misa, supremo acto de culto y manifestación de la fe, deja huella en el alma. Lex orandi, lex credendi. Por esa razón a la jerarquía no le da igual que ambos ritos convivan, por minoritario e intrascendente que sea (de momento) la participación numérica en uno de ellos. Cuando se comprende la misa de siempre, se descubre una fe que contrasta con la de los terroristas teológicos que nos gobiernan. El rechazo y la rebeldía se convierten, desde ese momento, en instintivos. Vean, si no, cómo entendía la misa el artífice de Summorum Pontificum, que tantas ventajas prácticas ha traído a los defensores de la misa de siempre, pero que no significa un ápice de cesión ante la reforma de la neo-liturgia, sino un simple deseo de satisfacer a una minoría que se consideraba controlada:

«Hubo un redescubrimiento de la belleza, la profundidad, las riquezas históricas, humanas y espirituales del Misal y quedó claro que no debería ser simplemente un representante del pueblo, un joven monaguillo, diciendo ‘Et cum spiritu tuo’, y así sucesivamente, sino que realmente debería haber un diálogo entre el sacerdote y el pueblo: verdaderamente la liturgia del altar y la liturgia del pueblo deberían formar una sola liturgia, una participación activa, de tal manera que las riquezas lleguen al pueblo. Y de esta manera, la liturgia fue redescubierta y renovada.»

(Benedicto XVI).

Todas las actuaciones llevadas a cabo por los arquitectos de la neo-fe han tenido consecuencias en los pilares de nuestra fe, comenzando por la misma concepción de la fe. Así, de la exaltación conciliar de los valores puramente humanos, concebida para apaciguar la animadversión del mundo, rectius, para introducir el mundo en el seno de la Iglesia, no pueden seguirse otras derivadas más que el rechazo de la gracia. Rechazo que se vio en toda su magnitud con la re-fundación de la teología moral por Amoris Laetitia, y que se plasma de nuevo en boca de Francisco, que más que refundar nada, lo que ha hecho es retroceder cinco siglos hasta desembocar en las tesis de Lutero:

«Nos hará bien preguntarnos si aún vivimos en la época en que necesitamos la Ley, o si en cambio somos conscientes de haber recibido la gracia de habernos convertido en hijos de Dios para vivir en el amor. ¿Cómo vivo yo? ¿En el miedo de que si no hago esto iré al infierno? ¿O vivo también con esa esperanza, con esa alegría de la gratuidad de la salvación en Jesucristo? Es una bonita pregunta. Y también la segunda: ¿desprecio los Mandamientos? No. Los observo, pero no como absolutos, porque sé que lo que me justifica es Jesucristo.”

[]

En resumen, la convicción del apóstol es que la Ley posee ciertamente su propia función positiva – por tanto como pedagogo en el llevar adelante -, pero es una función limitada en el tiempo. No se puede extender su duración más allá de toda medida, porque está unida a la maduración de las personas y a su elección de libertad. Una vez que se alcanza la fe, la Ley agota su valor propedéutico y debe ceder el paso a otra autoridad».

(Francisco, audiencia general del miércoles 18 de agosto del 2021)

Lo que está diciendo, ni más ni menos, el titular de la cátedra de Pedro, es que la teología moral ha quedado superada y abrogada por el devenir humano, por la «maduración de las personas» y por su libertad. Bonita manera de decir que es pecado lo que a cada uno le dé la gana, según su maduración, discernimiento y libertad [sic]. El decálogo deja, pues, de ser derecho divino y natural, y se convierte en una especie de sostén para inmaduros; algo infantil, para duros de corazón, cuyo yugo se desvanece con el advenimiento de la madurez. El hombre nuevo, el nuevo cristiano, ya no debe seguir la ley (moral) a rajatabla, sino de acuerdo con su discernimiento subjetivo, que nadie tiene derecho a juzgar, porque proviene de la sinceridad de la conciencia.
Esto, señores, equivale a la demolición de siglos de teología moral. Demolición que se ha consumado con el reciente asalto al Dicasterio para la Doctrina de la Fe, auténtico golpe de Estado de la herejía en el seno de una Iglesia, la conciliar, que nunca movió un dedo para frenarla. Nunca tan poco había bastado para destruir tanto.
Pero es que el camino ya estaba allanado. Y es que estos desmanes son consecuencia de considerar que el objeto de la fe no es una doctrina; cuestión que llevaba décadas aireándose. Y si no, veamos lo que nos dice Juan Pablo II en Fides et Ratio, una de las Encíclicas-fetiche de la secta conciliar:

“En efecto, lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios vivo”.

(Juan Pablo II, Fides et Ratio, n.99).

Por otro lado, la verdad religiosa ya no es patrimonio de la Iglesia, sino del conjunto de las tradiciones religiosas, de manera que ya no cabe hablar, en materia religiosa, de «verdad» sino de «verdades»

“En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas de verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas.

(Juan Pablo II, Fides et Ratio, n.30)

“Este ámbito de entendimiento y de diálogo es hoy muy importante ya que los problemas que se presentan con más urgencia a la humanidad —como el problema ecológico, el de la paz o el de la convivencia de las razas y de las culturas— encuentran una posible solución a la luz de una clara y honesta colaboración de los cristianos con los fieles de otras religiones y con quienes, aún no compartiendo una creencia religiosa, buscan la renovación de la humanidad”.

(Juan Pablo II, Fides et Ratio, n.104)

Luego si, tras esto, la fe ya no es más una adhesión de la voluntad, por gracia, a la Verdad revelada. Que quede claro: la verdad se construye de consuno entre las diferentes tradiciones religiosas, con base en lo que cada una de ellas aporta para «la renovación de la humanidad». Porque Cristo no es ya no es «el Camino, la Verdad y la Vida», sino un ingrediente más del bastardo concubinato del error.

Por supuesto, el reemplazo doctrinal pasa por modificar el concepto de Iglesia:

«A Congar, amigo de Karl Rahner, debemos el esquema de la “Lumen Gentium”, que, con su famoso ‘subsistit’, afirma que las iglesias separadas pertenecen a la Iglesia de Cristo lo cual es herejía pura. No es de extrañar que en el Concilio hayan proliferado los equívocos terminológicos. Donde el Magisterio tradicional trataba de la “naturaleza de la Iglesia”, Congar hablaba en cambio del “misterio de la Iglesia”; donde Pío XII consagró la noción de “miembro del Cuerpo Místico de Cristo”, Congar insertó la vaga noción de Tyrrell de “comunión del Pueblo de Dios”. ¿Por qué? Porque se es o no miembro de un cuerpo (es sí o es no; no admite dudas), pero por el contrario se puede estar en mayor o menor grado en comunión (la pertenencia a la Iglesia se vuelve difusa)».

Padre Dominique Bourmaud «Cien años de modernismo».

Esa pertenencia difusa es la que permite que la jerarquía de turno sea la nueva legitimada para distribuir a su capricho los carnés de «católico», convirtiendo a la esposa de Cristo en una secta prostituida por los secuaces de la demolición de la fe.

Lo peor es que nadie, desde las altas esferas eclesiales, se molesta tan siquiera en negar nada de todo esto. Lejos de desmentirlo, se reafirman ante nosotros, día tras día, sin tapujo alguno, en su idea de construir una neo-Iglesia sobre la base de una neo-fe.

«El Padre Congar, de bendita memoria, dijo una vez: ‘No hay necesidad de crear otra Iglesia, sino de crear una Iglesia diferente.’ Ese es el reto. Para una «Iglesia diferente», una Iglesia abierta a la novedad que Dios quiere sugerir, invoquemos con mayor fervor y frecuencia al Espíritu Santo y escuchémosle humildemente, caminando juntos como Él, fuente de comunión y misión, así lo desea: con docilidad y valentía».

(Francisco, 9 de octubre de 2021, Discurso de apertura del llamado Sínodo sobre la sinodalidad).

Obviamente, desde el momento en que la Iglesia ha rehabilitado a los principales herejes del siglo XX, ya no es necesario abandonar materialmente la Iglesia para fundar nuevas sectas al estilo de Lutero. Basta con abandonarla formalmente, es decir, en su doctrina, su alma, y de paso, con la presunción de legitimidad que les otorga su blanqueamiento, arrastrar a más almas a los predios de sus errores.

El Sínodo no es más que la hoja de ruta, ahora sí, claramente delimitada y calculada, hacia la definitiva conversión de la Iglesia estructural en una secta filantrópica y sincretista, al modo de la masonería, que lleva décadas gestándose:

«El DCS será comprensible y útil solo si se lee con los ojos del discípulo, que lo reconoce como testimonio del camino de conversión hacia una Iglesia sinodal».

Documento para la Etapa Continental (DCS) del Sínodo

La única diferencia, pues, es de grado. Los errores han dejado de ser sibilinos, y se han convertido en groseros y chabacanos. Pero como el bautizado de a pie ha sido objeto de un planeado y minucioso plan de des-información de su alma por la fe católica, el mal trago de la obscenidad de la posverdad conciliar se pasa mejor. Con un poco de azúcar (Juan Pablo II, Benedicto XVI), esa píldora que nos dan, sin duda, pasa mejor.

Sin duda, todo esto no se hubiera llevado a cabo, al menos de forma tan extrema, si la forma mentis católica no hubiese claudicado antes los afanes de novedades:

«A otras muchas causas de no escasa gravedad que Nos preocupan y Nos llenan de dolor, deben ańadirse ciertas asociaciones o reuniones, las cuales, confederándose con los sectarios de cualquier falsa religión o culto, simulando cierta piedad religiosa pero llenos, a la verdad, del deseo de novedades y de promover sediciones en todas partes, predican toda clase de libertades, promueven perturbaciones contra la Iglesia y el Estado; y tratan de destruir toda autoridad, por muy santa que sea.»

(Gregorio XVI, Mirari Vos, n. 17)

No obstante, para que ese cambio de paradigma cale más eficazmente entre las masas, es necesario borrar de la historia lo que precedió a la fundación de la neo-Iglesia del Concilio. El odio a la Tradición que destila la persecución de la misa de siempre entre jerarcas y sus amanuenses conservadores, no es un fin en sí mismo, sino un medio para evitar a toda costa que de distraiga la atención hacia todo lo que no sea la autorrerferencialidad de la neofe conciliar. Y si, de paso, sirve para tapar las vergüenzas de su pastoral por comparación de frutos, pues dos pájaros de un tiro.

Como resultado de todo lo anterior, el bautizado de hoy, ajeno a la nuestra milenaria tradición de santos y doctores, cree haber descubierto la sopa de ajo en los movimientos primaverales. En cincuenta años, hemos redescubierto la Revelación, la teología moral, la soteriología, la eclesiología, la mariología la teología litúrgica, el matrimonio, etc. Todo al servicio del hombre de hoy, es decir, a su medida.

Como bien recuerda Gracián, el bautizado de hoy no busca lo grande, sino lo nuevo. Porque su mente ha perdido todo atisbo de clasicidad. Precisamente porque estamos sumidos en la irrelevancia y el caos, es necesario retornar a los principios seguros y perennes, los que son inmunes a los cambios externos, porque responden a las realidades eternas y, por tanto, inmutables.

No es aventurado decir que la neo-Iglesia conciliar ha desarrollado su propio proyecto de «memoria histórica». Más bien, de «memoria conciliar», pues de lo que se trata no es de hacer memoria de la Iglesia y su gloriosa historia, sino de la historia vista con «perspectiva de Concilio».

«Movimiento», «camino», «evolución», «salida»… que nadie diga que no se lo advirtieron.

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