Libertad religiosa: crónica de una profecía

“Quae est pejor mors animae quam libertas errores?” (San Agustín)

No soy ajeno al hecho de que han corrido ríos de tinta sobre el asunto de la llamada libertad religiosa en el sentido recogido por la Declaración Dignitatis Humanae (DH) del II Concilio Vaticano. La polémica acerca de si existe continuidad o ruptura con la doctrina tradicional de la Iglesia (tesis esta última negada nominalmente en el numeral 1 del documento) ha inundado páginas enteras durante los últimos cincuenta años.

Por tanto, mi humilde contribución a este debate consistirá en probar que la afirmación nuclear empleada por DH para defender un supuesto derecho natural y civil a la libertad religiosa exterior con los límites del orden público, es una formulación condenada repetidamente por la Iglesia, condena que ha resultado profética, y que demuestra que la tesis de DH no es nueva ni emerge de una nueva realidad social, sino que por el contrario, es una vieja tentación que ha tratado de penetrar por entre los poros de la tesis tradicional de la Iglesia acerca de la unidad religiosa de las sociedades, haciendo las veces de bisagra su consolidada hipótesis de la tolerancia para prevenir males mayores.

Acotemos, en primer lugar, la afirmación de DH que contrastaremos con la condena profética hecha décadas atrás. Se trata del los numerales 2 y 3 de la Declaración:

2. Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil.
 […]
[E]l derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.
3. […] Se hace, pues, injuria a la persona humana y al orden que Dios ha establecido para los hombres, si, quedando a salvo el justo orden público, se niega al hombre el libre ejercicio de la religión en la sociedad. […]
[L]a autoridad civil […] excede su competencia si pretende dirigir o impedir los actos religiosos.

Este texto se compone de tres ideas principales, a saber:

  • La Libertad religiosa se define de dos modos: como inmunidad de coacción para la profesión de la fe (tesis tradicional), y como libertad de practicar el culto privada o públicamente (tesis rupturista)
  • Lo dicho anteriormente se aplica al margen de la prudencia política, pues es un verdadero derecho subjetivo supuestamente emanado de la naturaleza humana (cuyo autor es Dios, y por tanto, deriva de la ley divina), y por tanto, debe ser reconocido incluso en quienes no cumplen con su obligación de dar el culto debido a Dios.
  • El límite a todo lo anterior es el justo orden público, a saber, la paz social. Por lo demás, se ha de permitir siempre el libre ejercicio de la religión en la sociedad, contra el que nunca nada tiene que decir la autoridad política.

La cuestión es que, con esta afirmación, DH se ata la soga al cuello. La razón es que los cultos falsos públicos siempre dañan el justo orden público, pues su difusión fomenta el indiferentismo, como después se verá. Para quienes intentan retorcer las citas de DH afirmando que lo que defiende es la hipótesis de la tolerancia hecha tesis dada la multiculturalidad de las sociedades hodiernas, les mostramos a continuación este extracto de la Encíclica Quanta Cura del Beato Pío IX:

Pues sabéis muy bien, Venerables Hermanos, se hallan no pocos que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio que llaman del naturalismo, […] no dudan afirmar: «que es la mejor la condición de aquella sociedad en que no se le reconoce al Imperante o Soberano derecho ni obligación de reprimir con penas a los infractores de la Religión católica, sino en cuanto lo pida la paz pública.» Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la misma Encíclica Mirari), a saber: «que la libertad de conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo, sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil.»

Nótese que estas expresiones están medidas al milímetro para contrastarse con las afirmaciones vertidas por DH:

  1. Nunca el mero orden público es el límite a la expresión pública de los cultos falsos. Más bien al contrario, es el bien común el que puede aconsejar prudencialmente la tolerancia del error. Por tanto, DH da la vuelta a la doctrina como un calcetín, y convierte el parámetro clásico de la tolerancia del mal (aunque metamorfoseado en el lockeano orden público) en el parámetro del límite del derecho al error. Lógico: al asumir la idea de libertad moderna, la actuación pública se limita a reprimir los excesos del mal que reconoce, pero no al propio mal en su raíz. Es importante retener esta idea. Si antes el bien común era el presupuesto para la hipótesis de la tolerancia al error, ahora el llamado «orden público» es el límite de la libertad negativa de profesar el error. Nos lo quieren vender como lo mismo, pero es justamente lo contrario.
  2. Si este supuesto derecho a la libertad religiosa, como sentencia DH,  está ínsito en la naturaleza humana, entonces queda descartada cualquier interpretación situacionista, pues la naturaleza humana no muta con el devenir del tiempo; y se ve a las claras la intención conciliar de formular doctrina definitiva, tratando de poner de manifiesto, aun si decirlo, que toda la tradición anterior estaba equivocada. Es más, como el derecho natural deriva del divino, estaríamos diciendo que Dios quiere positivamente la libertad para el error en materia religiosa; afirmación que zahiere, por aberrante, la sensibilidad de cualquier católico de recta doctrina.
  3. Nunca el orden civil puede reconocer el derecho al error en materia moral y religiosa. La razón es sencilla y la expone ordenada y concisamente Marcial Solana en su colosal obra “El tradicionalismo político español y la ciencia hispana”; pensamiento que a continuación esquematizamos:
  • El hombre depende esencialmente de Dios.
  • Luego debe reconocer esa dependencia.
  • El medio para ese reconocimiento es la religión.
  • Luego el hombre tiene la obligación de profesar la religión.
  • Como solamente existe un Dios, solamente existe una manera de darle culto.
  • El hombre tiene la obligación de darle culto en la forma que Dios quiere, y esa es la de la religión verdadera.
  • Luego el hombre tiene la obligación de profesar la religión católica.
  • Los derechos son correlato de las obligaciones. Luego, si no hay obligación de seguir las falsas religiones, tampoco existe el derecho a ello.
  • El Estado no puede reconocer derechos inexistentes, luego no puede reconocer como tales la libertad de religión y de conciencia.

Este sencillo y lógico razonamiento no puede ser doctrina más opuesta al subrayado del primer párrafo del numeral 2 de DH aquí reproducido:

Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil.

Dicho lo cual, continuamos con el Magisterio del Beato Pío IX, concretamente con la proposición condenada por el Syllabus en el número 79, consiste en afirmar que la libertad religiosa moderna no conduce al indiferentismo, y por tanto, no habría necesariamente afectación al orden público por su mero ejercicio externo. De nuevo, tal lo dice DH, tal lo condena Pío IX:

79. Es sin duda falso que la libertad civil de cualquiera culto, y lo mismo la amplia facultad concedida a todos de manifestar abiertamente y en público cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y los ánimos, y a propagar la peste del indiferentismo.

El propio Syllabus descarta también una eventual aplicación situacionista del principio de unidad religiosa, en la proposición condenada con el número 77:

77. En esta nuestra edad no conviene ya que la Religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos.

Pero ya mucho antes que el Papa, el P. Ribadeneyra, S.I., entre otros muchos, condenó la doctrina según la cual “cada uno siga la religión que quisiere, con tal que sea obediente a las leyes civiles y no turbe la paz misma de la república”.

Por tanto, vemos fácilmente cómo la tradición de la Iglesia se parapetó contra doctrinas emergentes que se erigían con el fin de erosionar la tesis católica de unidad religiosa de los Estados, con la hipótesis de la tolerancia prudencial. En este sentido, DH no hizo sino colectar el espíritu heterodoxo de los decenios anteriores en esta materia, y elevarla a la categoría de teología moral católica.

Y, por esa razón, la Iglesia fue profeta de su propia heterodoxia.

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