Carta de Judas
Judas, siervo de Jesucristo, a los amados en Dios Padre, llamados y conservados en Jesucristo; la misericordia, la paz y la caridad abunden más y más en vosotros.
Carísimos, deseando vivamente escribiros acerca de nuestra común salud, he sentido la necesidad de hacerlo, exhortándoos a combatir por la fe, que, una vez para siempre, ha sido dada a los santos.
Porque disimuladamente se han introducido algunos impíos, ya desde antiguo señalados para esta condenación, que convierten en lascivia la gracia de nuestro Dios y niegan al único Dueño y Señor nuestro, Jesucristo.
Quiero recordaros a vosotros que ya habéis conocido todas las cosas, cómo el Señor, después de salvar de Egipto a su pueblo, hizo luego perecer a los incrédulos; y cómo a los ángeles que no guardaron su dignidad y abandonaron su propio domicilio, los tiene reservados en perpetua prisión, en el orco, para el juicio del gran día.
Cómo Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas, que, de igual modo que ellas, habían fornicado, yéndose tras los vicios contra naturaleza, fueron puestas para escarmiento, sufriendo la pena del fuego perdurable. También éstos, dejándose llevar de sus delirios, manchan su carne, menosprecian la autoridad y blasfeman de las dignidades.
Pero éstos blasfeman de cuanto ignoran; y aun en lo que naturalmente, como brutos irracionales, conocen, en eso mismo se corrompen ¡Ay de ellos, que han seguido la senda de Caín y se dejaron seducir del error de Balam por la recompensa y perecieron en la rebelión de Coré!
Estos son deshonra de vuestros ágapes; banquetean con vosotros sin vergüenza, apacentándose a sí mismos; son nubes sin agua, arrastradas por los vientos; árboles tardíos sin fruto, dos veces muertos, desarraigados; olas bravas del mar, que arrojan la espuma de sus impurezas; astros errantes, a los cuales está reservado el orco tenebroso para siempre. De ellos también profetizó el séptimo desde Adán, Henoc, cuando dijo: «He aquí que viene el Señor con sus santas miríadas para ejercer un juicio contra todos y convencer a todos los impíos de todas las impiedades que cometieron y de todas las crudezas que contra Él hablaron los pecadores impíos». Estos son murmuradores, querellosos, que viven según sus pasiones, cuya boca habla con soberbia, que por interés fingen admirar a las personas.
Pero vosotros, carísimos, acordaos de lo predicho por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Ellos os decían que a lo último del tiempo habría sinvergüenzas que se burlarían de Dios y de sus Santos Mandamientos y se irían tras sus impíos deseos.
Estos son los que fomentan las discordias; hombres animales, sin espíritu. Pero vosotros, carísimos, edificándoos por vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna.
En cuanto a aquéllos, a unos reprendedlos, puesto que todavía vacilan; a otros salvadlos, arrancándolos del fuego; de los otros compadeceos con temor, aborreciendo hasta la túnica contaminada por su carne.
A aquel que puede guardaros sin pecado y haceros ante su gloria irreprensibles con alegría, el solo Dios, salvador nuestro, por Jesucristo nuestro Señor, sea la gloria, la magnificencia, el imperio y la potestad desde antes de los siglos, ahora y por todos los siglos. Amén. (Carta de Judas).
La Carta de Judas resulta de una actualidad apabullante. Y su interpretación en relación con los días que el Señor ha dispuesto que vivamos no necesita ninguna glosa.
Ahora bien, conviene recordar algunos puntos transcendentales para el presente y el futuro de la Iglesia.
El Papa reinante no tiene autoridad para prohibir la misa tridentina. Salvo que carezca de temor de Dios y no dé crédito a la bula de San Pío V Quo Primum Tempore. En esta bula San Pío V no se anda con chiquitas:
«Que absolutamente nadie, por consiguiente, pueda anular esta página que expresa Nuestro permiso, Nuestra decisión, Nuestro mandamiento, Nuestro precepto, Nuestra concesión, Nuestro indulto, Nuestra declaración, Nuestro decreto y Nuestra prohibición ni ose temerariamente ir en contra de estar disposiciones. Si, sin embargo, alguien se permitiesen una tal alteración, sepa que incurre en la indignación de Dios Todopoderoso y sus bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo».
Todos los responsables del cambio del misal de San Pío V por el nuevo, evacuado por el Concilio Vaticano II, deben saber que incurrieron en la indignación de Dios Todopoderoso y sus bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo. No nos extrañemos que el Señor nos esté castigando como lo está haciendo.
Como lúcidamente enunció Benedicto XVI, «el poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato para servir. La potestad de enseñar, en la Iglesia, implica un compromiso al servicio de la obediencia a la fe. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo».
El Concilio Vaticano I lo recuerda explícitamente:
«La doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se deben nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo. «Que el entendimiento, el conocimiento y la sabiduría crezcan con el correr de las épocas y los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto sólo de manera apropiada, esto es, en la misma doctrina, el mismo sentido y el mismo entendimiento».
«Si alguno dijere que es posible que en algún momento, dado el avance del conocimiento, pueda asignarse a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto de aquel que la misma Iglesia ha entendido y entiende: sea anatema» (aunque no hubiera grabadoras en tiempos de Cristo). (Constitución Dogmática Filius Dei).
Y ese mismo Concilio Vaticano I deja claro que la autoridad magisterial del Papa es la de declarar lo contenido en la Revelación, como precisa el mismo Concilio: «El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y expusieran fielmente la revelación transmitida por los apóstoles».
Y lo dicho para el Papa, aplíquese a sínodos de la sinodalidad; sínodos que los herejes e impíos convocan para la perdición de las almas y no para su salvación. Nadie puede cambiar la doctrina de la Iglesia ni su moral. Nadie puede derogar los Mandamientos ni modificarlos a su gusto.
El Papa no debe proclamar sus propias ideas. Juan Pablo II no tenía derecho a introducir sus ideas personalistas en el magisterio de la Iglesia. Ni Francisco tiene derecho alguno a mundanizar la fe según la ideología woke, el fanatismo verde ni las ideas del lobby LGTBI. Al único que hemos de tratar de agradar es a Dios. Si todavía buscamos agradar a los hombres, no seríamos siervos de Cristo.
El concilio Vaticano II fue definido como el “1789 para la Iglesia” por el cardenal belga Leo Jozef Suenens (1904-1996), arzobispo de Malinas-Bruselas. De hecho, respecto al concepto de libertad religiosa, hay una ruptura clara entre el antes y el después del Concilio Vaticano II. Y esa ruptura nos ha traído al relativismo moral, al nihilismo más repugnante y a que la Ley de Dios sea pisoteada, despreciada e ignorada para ser suplantada por las leyes positivas emanadas por los parlamentos. Si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones. En cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.
La libertad religiosa da lugar a que Francisco diga públicamente que «todas las religiones son un camino para llegar a Dios». Y lejos de quedarse aquí, el Papa prosiguió asegurando que las religiones son «distintos lenguajes» para llegar a Dios ya que «Dios es Dios y es Dios para todos y todos somos hijos de Dios».
Y esto llega después de la lamentable y emética Declaración de Abu Dabi:
«La libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización que los demás no aceptan».
Estas declaraciones ponen a Cristo, Dios y hombre verdadero, a la misma altura que el Alá de los musulmanes o de Buda o de la multitud de dioses del hinduismo. Cristo es uno entre tantos… Pues va a ser que no. Estas palabras del Papa contradicen el Credo de la Iglesia Católica que afirma:
Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres,
y por nuestra salvación bajó del cielo,
y por obra del Espíritu Santo
se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo, con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia,
que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.
Amén.
Esto significa de manera inequívoca que las ideas liberales luciferinas (soy autónomo y no obedeceré a Dios) han entrado en la Iglesia y ha tomado mando en plaza. Y fíjense que el Santo Padre se refiere siempre a Dios: nunca a Jesucristo. Y no hay más Dios que Jesucristo Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos. Y los católicos, los bautizados, somos hijos adoptivos de Dios en Cristo Jesús: somos hermanos. Cristo es el camino, la verdad y la vida. Extra Ecclesiam nulla salus es un dogma de fe; es decir, una verdad incuestionable y que todo católico debe aceptar. No es una verdad opinable, cuestionable o relativa. No. Y este dogma no ha sido derogado ni puede serlo. La verdad es la verdad siempre. Porque algunos aducirán que esto suena a medieval, a inquisición, a fanatismo, a integrismo, a intolerancia… Pero un dogma es una verdad absoluta, definitiva, inmutable, infalible, irrevocable, incuestionable y absolutamente segura sobre la cual no puede flotar ninguna duda. Una vez proclamado solemnemente, ningún dogma puede ser derogado o negado, ni por el Papa ni por decisión conciliar. Por eso, los dogmas constituyen la base inalterable de toda la Doctrina católica y cualquier católico está obligado a adherir, aceptar y creer en los dogmas de una manera irrevocable.
Pío IX recoge en su Syllabus, entre los errores más frecuentes, afirmaciones como la siguiente:
XXI. La Iglesia carece de la potestad de definir dogmáticamente que la Religión de la Iglesia católica sea únicamente la verdadera Religión.
El cardenal Newman aclara que “un desarrollo verdadero de los dogmas se puede describir como el que conserva la trayectoria de los desarrollos antecedentes… Escribe Newman que, “así como los desarrollos que están precedidos por indicaciones claras tienen una presunción justa a su favor, así también los que contradicen e invierten el curso de la doctrina que se ha desarrollado antes que ellos y en la cual tuvieron su origen son ciertamente corrupciones”. Si un desarrollo contradice la doctrina anterior está claro que no es desarrollo, sino corrupción.
Los dogmas no pueden cambiar de sentido. Lo que la Iglesia aceptó ayer como verdadero, no puede hoy rechazarlo como falso; o el caso inverso. Ello equivaldría a negar la asistencia que Dios prometió. Y Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.
La tradición se define como el depósito de la fe transmitido por el magisterio siglo tras siglo. Ese depósito es el que nos dio la Revelación, es decir, la palabra de Dios confiada a los apóstoles y cuya transmisión está asegurada por sus Sucesores. El depósito de la Revelación quedó terminado el día de la muerte del último apóstol. Ahí se acabó todo: ya no se puede tocar nada hasta la consumación de los siglos. La Revelación es irreformable.
Quienes viven en pecado mortal no pueden ni deben comulgar sin antes confesarse con propósito de enmienda: los divorciados vueltos a casar por lo civil viven en adulterio. Y los homosexuales y fornicarios no pueden ser bendecidos, porque bendecir el pecado mortal resulta aberrante.
La misericordia y la caridad no consisten en contentar al mundo, considerando ahora bueno lo que siempre fue pecado mortal. La misericordia y la caridad van de la mano del bien moral, del cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios. Lo que Dios condena nadie tiene poder para corregirlo y convertir el pecado en bendición. Nadie es más misericordioso que Dios y a Dios no le pueden enmendar la plana para que el mundo aplauda. Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre.
Nadie debe comulgar en pecado mortal: los divorciados vueltos a casar por lo civil, las parejas de hecho o los adúlteros no deben comulgar en pecado mortal.
Enseña Santo Tomás de Aquino:
Dice el Apóstol en 1 Cor 11,29: Quien lo come y lo bebe indignamente, come y bebe su propia condena. Y comenta la Glosa: Lo come y lo bebe indignamente quien vive en pecado y lo trata de modo irreverente. Luego quien está en pecado mortal y recibe este sacramento, merece la condena por pecar mortalmente.
Y añade el Aquinate:
No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento de la Eucaristía es una medicina reconfortante, que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado.
Dice el Apóstol San Pablo:
Pero ahora, libres del pecado y hechos esclavos de Dios, tenéis por fruto la santificación y por fin la vida eterna. Pues la soldada del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo. Rom. 6, 22-23.
Puede comulgar quien esté libre de pecado. La comunión es para los santos, para los que están en gracia de Dios. Los que están en pecado mortal deben pasar antes por el confesionario. La eucaristía sólo debe suministrarse a quien está en gracia de Dios, a quien vive la caridad, que es más que el amor. El amor es natural. La caridad es sobrenatural, es poseer en nosotros el amor de Dios. Es alimento de santos.
Como dice el Apocalipsis (21):
El que venciere heredará estas cosas, y seré su Dios, y él será mi hijo.
Los cobardes, los infieles, los abominables, los homicidas, los fornicadores, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre, que es la segunda muerte.
Y en la Primera Carta a los Corintios, San Pablo nos advierte:
No os dejéis engañar: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el reino de Dios.
Hoy en día han salido por el mundo muchos engañadores que no reconocen que Jesucristo ha venido en cuerpo humano. El que así actúa es el engañador y el anticristo. Jesucristo es el único Salvador y no hay otro. El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; pero quien no cree en Él, no experimentará esa vida, sino que está bajo el peso de la ira de Dios. Sólo en Jesús hay salvación! No hay otro nombre en este mundo por el cual los seres humanos podamos ser salvos. Como hombre, Cristo se humilló a sí mismo y obedeció a Dios hasta la muerte: ¡murió clavado en una cruz! Por eso Dios le otorgó el más alto privilegio, y le dio el más importante de todos los nombres, para que ante él se arrodillen todos los que están en el cielo, y los que están en la tierra, y los que están debajo de la tierra; para que todos reconozcan que Jesucristo es el Señor para gloria a Dios Padre.
Sólo hay un Cuerpo y un Espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo; un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo. (Ef. 4, 5-7).
Hay una cita de San Basilio que describe a la perfección la situación presente:
«Las doctrinas de la verdadera religión están derrocadas. Las leyes de la Iglesia están en confusión. La ambición de hombres que no temen a Dios se apresura a ocupar altos cargos en la Iglesia, y el cargo elevado ahora es conocido públicamente como el premio de la impiedad. El resultado es que cuanto más blasfema un hombre, más apto lo considera la gente para ser obispo. La dignidad clerical es cosa del pasado. Hay una completa falta de hombres que pastoreen el rebaño del Señor con conocimiento. Los eclesiásticos en autoridad tienen miedo de hablar, ya que aquellos que han alcanzado el poder por interés humano son esclavos de aquellos a quienes deben su avance. La fe es incierta; las almas están empapadas en la ignorancia porque los adulteradores de la palabra imitan la verdad. Las bocas de los verdaderos creyentes están mudas, mientras que cada lengua blasfema ondea libremente; las cosas sagradas son pisoteadas». (Ep. 92).
Los que no temen a Dios son promocionados a los más altos cargos de la Iglesia y los que ocupan cargos elevados parecen recibirlos como premio a su impiedad. Los buenos obispos son condenados y apartados, mientras que los blasfemos y los herejes son promocionados.
Y yo, pobre y miserable pecador, no puedo esperar más; viviendo, parezco morir en mi dolor, viendo a Dios tan agraviado.
Como dice Santo Tomás de Aquino, si la fe estuviera en peligro – y lo está –, un súbdito debe reprender a su prelado incluso en público. (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica II, II, q. 33, a. 45). Cuando la necesidad obliga, no sólo los que están investidos con el poder de gobernar están obligados a salvaguardar la integridad de la fe, sino que «cada uno tiene la obligación de manifestar su fe, ya sea para instruir y animar a otros fieles, o repeler los ataques de los incrédulos».
Yo no soy nadie, no valgo para nada, no sé nada y soy menos que nada porque la nada no peca y yo, sí. Pero como Hijo de Dios me veo obligado a protestar y a salvaguardar la integridad de la fe. Si la mayoría de los obispos callan, hasta las piedras y los bodoques como yo nos vemos en la obligación de defender la fe de la Iglesia.
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!