La Iglesia es una realidad escatológica: su gran esperanza es el encuentro con su Señor, cuando la segunda venida; hacia ella marcha, por eso es trascendente. Y porque no se reduce a un pueblo, raza o nación, es universal, católica.
Dice el Concilio que la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (por la fe y el bautismo: no de cualquier manera o por pertenecer al mismo género humano).
He aquí una de las flagrantes herejías del Concilio Vaticano II. No todo el género humano pertenece a la Iglesia: pregúntenselo a un mahometano, a un budista o a un hinduista. Ninguno de ellos acepta que Cristo sea el único salvador y redentor del género humano y que sólo se salvan los que creen en Jesucristo y se bautizan.
Esta Iglesia santa y pecadora en sus miembros y por ello siempre capaz de reformarse; esta Iglesia nacida del designio del Padre, establecida por el Verbo hecho carne, animada por el Espíritu Santo, es la Iglesia de nuestra fe y de nuestro amor.
También es el Concilio el que, refiriéndose a la naturaleza de la Iglesia, afirma que “la sociedad provista de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo, es la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino. Pero ella “lo humano está ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible”.
Esto es lo que llamamos comunión de los santos, que rezamos cada vez que recitamos el Credo.
Pero el definitivo fundamento del Derecho Canónico está en Cristo, que instituyó la Iglesia con normas divinas y con la facultad de dar normas eclesiales. Porque Cristo, además de dar a su Iglesia normas divino-positivas, le dio la misión de enseñar, santificar y regir al Pueblo de Dios de un modo fiel y eficaz.
El fin de la Iglesia es conducir a los hombres a la salvación. Y este es también el fin último del Derecho Canónico, que penetra y da sentido a toda ley, a toda norma, en la Iglesia. Ellas deberán ordenarse siempre a la salus animarum.[1]
Creo en la Santa Iglesia Católica
147. ¿Qué designamos con la palabra «Iglesia»?
Con el término «Iglesia» se designa al pueblo que Dios convoca y reúne desde todos los confines de la tierra, para constituir la asamblea de todos aquellos que, por la fe y el Bautismo, han sido hechos hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo.
La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos.
La misión de la Iglesia es la de anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo. La Iglesia es el germen e inicio sobre la tierra de este Reino de salvación.
Se llega a ser miembro de la Iglesia por la fe y el bautismo. Si no, ¿para derramaron nuestros mártires su sangre? ¿Qué sentido tendría la vida de los misioneros? ¿Construir escuelas y hospitales? Para eso no hace falta la Iglesia. La Iglesia tiene como fin único la salvación de las almas. Y ello, por la fe que recibimos con el bautismo.
Marcos 16:16: «El que crea y sea bautizado será salvo, pero el que no crea será condenado».
Y esto no me lo saco yo de la manga ni es la fe muerta de un tradicionalista casposo: esto es Palabra de Dios. Y la palabra de Dios no se puede mixtificar, malinterpretar, cambiarle el sentido ni adulterarla. Eso es lo que hacen los herejes y los impíos.
La Iglesia está integrada por los que viven en la tierra -Iglesia militante o peregrina-, por los que están ya en el cielo -Iglesia triunfante- y por los que, habiendo muerto, se preparan para entrar en el cielo purificándose en el purgatorio de sus pecados -Iglesia purgante-. La “comunión de los santos” nos enseña que hay una relación permanente entre estos tres estados distintos de la Iglesia.
Los que están en el cielo nos ayudan con su ejemplo y con su intercesión ante Dios. Nosotros podemos ayudarles con nuestras oraciones.
La vida de la gracia y la verdadera libertad
Los liberales dicen que el hombre solo es digno cuando es libre, autónomo y tiene capacidad de autodeterminación. El hombre moderno cree que es libre cuando se libera de Dios.
San Pío X condenaba ese concepto falso de dignidad en su Encíclica Notre charge apostolique (1910): «En la base hay una idea falsa de la dignidad humana según la cual el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo a nadie más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades».
El concepto liberal de la libertad es pecado mortal porque niega que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Los liberales se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad.
La génesis del mal uso de la libertad comenzó con la rebelión demoníaca. Cuando Lucifer, en su equivocado orgullo, proclamó que no iba a servir ni reconocer a Dios. Los rebeldes de todos los tiempos están imitando al enemigo de la humanidad en su rebelión.
En el corazón mismo del pecado encontramos el rechazo por parte de los seres humanos de aceptar su condición de criaturas con las limitaciones naturales que ello implica. En ese estado de rebelión, los seres humanos se niegan a depender de un Dios creador y providente: Consideran que depender del amor creador de Dios es algo impuesto desde afuera y, en consecuencia, inaceptable para la persona libre y autodeterminada.
Es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inaceptable una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios.
Entonces, ¿cómo conciliar la libertad del hombre con su sumisión a Dios? Es absolutamente necesario que seamos dóciles a la voluntad de Dios. Entonces podríamos objetar que el hombre ya no es más que una marioneta en las manos de Dios. ¿Dónde está nuestra responsabilidad y nuestra libertad?
Este temor es falso: incluso es la tentación más grave con la que el demonio trata de alejar al hombre de Dios. Al contrario, debemos afirmar enérgicamente que cuanto más sometido a Dios está el hombre, más libre es. Incluso podemos decir que el único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios.
Dios es nuestro creador, es Él quien en todo momento nos mantiene en la existencia como seres libres. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más libres somos. Depender de un ser humano puede ser una limitación, pero no lo es depender de Dios, pues en Él no hay límites: es infinito. La única cosa que Dios nos «prohíbe» es lo que nos impide ser libres a nosotros, lo que impide nuestra realización como personas capaces de amar y de ser amadas libremente, y de encontrar su felicidad en el amor. El único límite que Dios nos impone es nuestra condición de criaturas: no podemos, sin ser desgraciados, hacer de nuestra vida otra cosa distinta de aquello para la que hemos sido creados: recibir y dar amor. La verdadera libertad no incluye la posibilidad de pecar.
Dios es el autor de todo bien que hacemos. La gracia es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. Esta gracia es absolutamente necesaria para querer el bien. La bondad de la voluntad humana requiere que se ordene al sumo bien, que es Dios. «Sin mí, no podéis hacer nada».
La gracia es necesaria para empezar y concluir toda obra buena, para resistir las embestidas del demonio y del mundo, para desear convertirnos a Dios, para obrar nuestra salvación; en fin, para todas las obras saludables que podemos hacer. Todos nuestros méritos son fruto de la gracia. «Dios es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad».
El libre albedrío lo define san Bernardo como la facultad de querer simplemente; no de querer el bien, pues querer el bien no es propio ya de nuestra naturaleza caída, sino de la gracia. Ella despierta al libre albedrío cuando siembra los pensamientos, la sana cuando ordena su afecto, la fortalece para llevarle a la acción, le sostiene para que no sienta desmayo. De tal modo obra con el libre albedrío, que al principio le previene y luego le acompaña; le previene para que después coopere con ella. Y de este modo, lo que empezó la gracia sola, lo llevan a término ambos; lo obran, no separados, sino unidos; no ahora uno y luego otro, sino a la vez; no hace parte la gracia y parte el libre albedrío, sino que lo obran todo con una sola operación invisible; todo él y todo ella; pero para que todo en él, todo por ella.
La verdadera libertad siempre está supeditada a la voluntad de Dios: a la caridad y al bien; al amor a Dios sobre todas las cosas, al cumplimiento de sus mandamientos y al amor al prójimo. Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
Pecar es indigno. Rebelarse contra Dios y negar su soberanía sobre los individuos, las familias y los pueblos es pecado mortal. Y el pecado mortal es la mayor indignidad que puede cometer el hombre.
El hombre debe dar a Dios el respeto, el honor y el culto que le debemos como primer principio de la creación y gobierno de todas las cosas. Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción).
La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia de que es una simple criatura. Porque, si perdemos esa conciencia de que somos criaturas creadas por Dios, la soberbia nos conduce a considerarnos a nosotros mismo como “creadores”, “causas primeras”, seres autónomos y dueños absolutos del mundo, negando radicalmente nuestra esencial dimensión religiosa; es decir, de dependencia respecto a nuestro Creador.Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).
El pecado mortal
El pecado es la causa de todos los males que aquejan al hombre: nos aleja de Dios, de nuestro prójimo, del mundo en que vivimos y de nosotros mismos. Ha llevado al hombre a buscar la felicidad fuera de Dios: en caminos falsos, el propio egoísmo, la autosuficiencia, el hedonismo, la fornicación, etc.
Sigo a Royo Marín, en su Teología de la Perfección Cristiana:
El pecado mortal debe ser un mal gravísimo cuando Dios lo castiga tan terriblemente. Porque, teniendo en cuenta que es infinitamente justo, y por serlo no puede castigar a nadie más de lo que merece, y que es infinitamente misericordioso, y por serlo castiga siempre a los culpables menos de lo que merecen, sabemos ciertamente que por un solo pecado mortal:
a) Los ángeles rebeldes se convirtieron en horribles demonios para toda la eternidad.
b) Arrojó del paraíso a nuestros primeros padres y sumergió a la humanidad en un mar de lágrimas, enfermedades, desolaciones y muertes.
c) Mantendrá por toda la eternidad el fuego del infierno en castigo de los culpables a quienes la muerte sorprendió en pecado mortal. Es de fe.
d) Jesucristo, el Hijo muy amado, en el que tenía el Padre puestas sus complacencias (Mt. 17,5), cuando quiso salir fiador por el hombre culpable, hubo de sufrir los terribles tormentos de su pasión, y, sobre todo, experimentar sobre sí mismo—en cuanto representante de la humanidad pecadora— la indignación de la divina justicia, hasta el punto de hacerle exclamar en medio de un incomprensible dolor: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt. 27,46).
La razón de todo esto es porque el pecado, por razón de la injuria contra el Dios de infinita majestad y de la distancia infinita que de Él nos separa, encierra una malicia en cierto modo infinita. El pecado mortal produce instantáneamente estos desastrosos efectos en el alma que lo comete:
a) Pérdida de la gracia santificante, de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo. Supresión del influjo vital de Cristo, como el sarmiento separado de la vid.
b) Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma.
c) Pérdida de todos los méritos adquiridos en toda la vida pasada.
d) Feísima mancha en el alma (macula animae), que la deja tenebrosa y horrible.
e) Esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimientos de conciencia.
f) Reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia.
Es, pues, como un derrumbamiento instantáneo de nuestra vida sobrenatural, un verdadero suicidio del alma a la vida de la gracia.
Y sigue Royo Marín en Teología de la Perfección Cristiana (pág. 39 y ss.):
Son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero en las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia cierta educación cristiana y conservan todavía algún resto de fe, suelen reaccionar ante la muerte próxima y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios; pero otros muchos descienden al sepulcro tranquilamente, sin plantearse otro problema ni dolerse de otro mal que el de tener que abandonar para siempre el mundo, en el que tienen hondamente arraigado el corazón.
Estos desgraciados son «almas tullidas – dice Santa Teresa – que si no viene el mismo Señor a mandarles que se levanten, como al que llevaba treinta años en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro».
Y escribe Santa Teresa:
«No hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más (habla del alma en pecado mortal)… Ninguna cosa le aprovecha, y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando así en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria… Yo sé de una persona (habla de sí misma) a quien quiso Nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando pecaba mortalmente. Dice aquella persona que le parece, si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones… ¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo! ¡Entendeos y habed lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este crista? Mirad que, si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz. ¡Oh Jesús! ¡Qué es ver a un alma apartada de ella! ¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡Qué turbados andan los sentidos, que es la gente que vive en ellos! y las potencias, que son los alcaides y mayordomos y maestresalas, ¡con qué ceguedad, con qué mal gobierno! En fin, como a donde está plantado el árbol, que es el demonio, ¿qué fruto puede dar? Oí una vez a un hombre espiritual que no se espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía. Dios por su misericordia nos libre del tan gran mal, que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino ésta, pues acarrea males eternos para sin fin».
Nuestra felicidad y nuestra esperanza es Cristo. Dios nos ha dado la vida para que vivamos conforme al mandamiento de la caridad y, después de peregrinar por este mundo, vayamos al cielo. La felicidad es ver a Cristo; ver a Dios en la Hostia Santa, consagrada en la Misa, bajo el velo de las especies del pan y del vino. Pero quien está en pecado mortal, quien no tiene fe, es un ciego que no ve lo que tiene delante de sus narices. Por eso no se arrodillan ante el Santísimo. Quien está en pecado mortal es ciego a la vida sobrenatural. No ven. No saben. No entienden… Y como son esclavos de Satanás, desprecian lo sagrado, odian a Dios y odian a quienes creemos y amamos a Dios. Y hasta los hijos se enfrentan a sus padres porque la soberbia les puede y se creen que ellos saben más que nadie y que Dios es un cuento antiguo, un mito.
El pecado te deja ciego y sordo. Por eso tenemos que pedir: ¡Señor, que vea! ¡Ábreme los ojos y los oídos! ¡Mira que estoy paralítico y no puedo moverme ni caminar hacia Ti! ¡Cuántas lágrimas lloró Santa Mónica por su hijo Agustín, perdido y pecador! Y sus lágrimas y sus oraciones surtieron efecto y aquel hijo perdido por el pecado acabó siendo santo. ¡Qué grande es Dios!
Los pecadores, en cuanto tales no son dignos de nuestro amor, ya que son enemigos de Dios y ponen obstáculo voluntario a su bienaventuranza eterna (en cuya participación se funda el amor de caridad). Pero en cuanto a hombres, son hechura de Dios y capaces de la eterna bienaventuranza, y en este sentido, se les puede y debe amar.
Santo Tomás no vacila en añadir: «De donde, en cuanto a la culpa, que le hace adversario de Dios, es digno de odio cualquier pecador, aunque se trate del padre, de la madre y de los parientes, como se nos dice en el Evangelio (Lc. 14, 26). Hemos, pues, de odiar en los pecadores lo que tienen de pecadores y amar lo que tienen de hombres, capaces todavía (por el arrepentimiento) de la eterna bienaventuranza. Y esto es amarlos verdaderamente por Dios con amor de caridad».
El pecado es esencialmente una ofensa a Dios y, aunque en algún caso pueda lesionar los derechos de otros hombres, siempre el principal ofendido es Dios. He sido creado por Dios y para Dios y todo será bueno en tanto en cuanto contribuya a mi fin último; y todo será malo, en tanto en cuanto me aparte de ese fin y me lleve a la perdición.
La conciencia no es un árbitro que decida por sí misma la bondad o maldad de lo que debe hacerse en cada situación. La conciencia es la capacidad que tiene el hombre de descubrir el orden divino en cada situación concreta; el hombre no puede crear su norma, pero es responsable de que aparezca en su conciencia la norma que le ha sido dada. La ordenación divina para cada hombre penetra lo más íntimo de su ser (Jer 31:34) y existe con independencia del conocimiento que tenga de ella la persona. La voluntad de Dios no es algo que se añada extrínsecamente a la criatura, «ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch. 17:28). Por eso, cada uno es responsable de encontrar la voluntad de Dios en su vida.
Quien vive en pecado mortal no debe comulgar
El Canon 915 del Código de Derecho Canónico prohíbe que los “pecadores manifiestos” puedan recibir la Sagrada Comunión y el Canon 916 señala que las personas no deben acercarse a la Sagrada Comunión si se encuentran en un estado de pecado grave (mortal).
Si alguien va a comulgar en pecado mortal, no solo no recibe las gracias del sacramento, sino que está cometiendo un sacrilegio. Comulgar no es un derecho. Cuando uno comulga, recibe verdaderamente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Y en la Primera Carta de San Pablo a los Corintios se deja muy claro que “quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo”.
Todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo no pueden esperar la salvación eterna. Y los hombres no pueden hallar el camino de la salvación en el culto de cualquier religión. De hecho, no hay salvación fuera de la Iglesia, ni otro camino para llegar al Padre sino el Hijo. De ahí que los padres se den prisa en bautizar a sus hijos lo antes posible, porque el bautismo te regenera y te hace hijo de Dios y en caso de muerte súbita, te garantiza la salvación de la criatura.
Peca mortalmente quien se aparta de Dios incumpliendo sus Mandamientos. Por el pecado mortal, se pierde la vida de la gracia recibida por la justificación (Trento, 808). El pecado mortal hace al hombre enemigo de Dios (ibid., 899), siervo del pecado y le entrega al poder del demonio (ibid., 894), haciéndole digno de las penas eternas del infierno (Inocencio III, 410), adonde descienden inmediatamente los que mueren en pecado mortal (de fe definida por Benedicto XII, 531). Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no siempre la fe, que puede quedar informe o sin vida (Trento, 838).
La verdadera libertad siempre está supeditada a la voluntad de Dios: a la caridad y al bien; al amor a Dios sobre todas las cosas, al cumplimiento de sus mandamientos y al amor al prójimo. Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
Pero en el Reino del Anticristo, de Lucifer, de Satanás, la libertad deja de ser un medio supeditado al bien y a la caridad para convertirse en un fin en sí mismo. En el Reino del Anticristo, el hombre «digno» es el que se rebela contra Dios y no obedece sus Mandamientos. Así, el hombre esclavo de Satanás se considera libre para pecar, para despreciar a Dios y para incumplir los Mandamientos. «Soy digno porque soy libre y responsable de mis actos. Y puedo hacer con mi vida lo que me dé la gana porque mi vida es mía y de nadie más». El hombre se convierte en fin en sí mismo. Su fin ya no es el bien, la caridad y Dios, sino el cumplimiento de sus deseos.
Listas de pecados mortales hay muchas en el Nuevo Testamento, sobre todo en las cartas de San Pablo:
1 Cor 6, 9-10: «…Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados (malakoí), ni los homosexuales (arsenokoítai)… heredarán el Reino de Dios».
1 Tim 1, 9-11: «Teniendo bien presente que la ley no ha sido instituida para el justo, sino para los prevaricadores y rebeldes, para los impíos y pecadores,…, adúlteros, homosexuales (arsenokoítai), traficantes de seres humanos,…».
Rom 1, 26-27: «Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío».
Ef. 5, 1-7: «Sed, en fin, imitadores de Dios, como hijos amados y vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave.
En cuanto a la fornicación y cualquier género de impureza o avaricia, que ni se nombren entre vosotros, como conviene a santos: ni palabras torpes, ni groserías, ni truhanerías, que desdicen de vosotros, sino más bien acción de gracias. Pues habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios».
Gál. 5, 19-23: «Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, ambiciones, disensiones, facciones, envidias, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios.
Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza».
Y San Juan en el Apocalipsis:
«El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo.Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda».
Y mientras tanto, el cardenal Cobo afirma en TRECE que en la Iglesia «cabemos todos» y recordó que «no es un club de santos, sino que está hecha para los pecadores», por lo que «la condición sexual no es ni buena ni mala».
¿A qué se refiere con la expresión «condición sexual», señor arzobispo de Madrid? La fornicación, el adulterio y las prácticas homosexuales son pecados mortales, cardenal Cobo. ¿Que se pueden convertir, arrepintiéndose de sus pecados, confesándose con propósito de enmienda? Por supuesto que sí.
Porque no hay nadie que deba darse por perdido, mientras esté vivo en este mundo: por malo que sea; por depravada que sea su vida; por muy esclavo que sea de sus vicios; por degenerado que sea… Nadie, aunque sea el mayor enemigo de Dios, el ateo más recalcitrante, el hereje más empedernido… Nadie es un caso perdido. Dios quiere que todos se salven.
Dice Royo Marín en Teología de la Caridad (pág. 558):
La caridad, en efecto, nos obliga a amar a todos aquellos que estén todavía a tiempo de alcanzar la vida eterna y de glorificar a Dios, y no existe nación, pueblo o individuo que no se encuentre en estas condiciones mientras sea viajero en este mundo. Por eso solo están excluidos de la caridad los demonios y condenados del infierno, incapaces ya de amar a Dios y de alcanzar la vida eterna.
Pero tengamos en cuenta que una cosa es el odio de enemistad y otra muy distinta el de abominación.
El odio de enemistad recae sobre la persona misma del prójimo, deseándole algún mal o alegrándose de sus males; y este odio no es lícito jamás.
El odio de abominación, en cambio, no recae sobre la persona misma (a la que no se les desea ningún mal), sino sobre lo que hay de malo en ella, lo cual no envuelve desorden alguno. Podemos odiar su injusticia, luchar contra ella y hasta reclamar el justo castigo que merece con el fin de que se corrija y deje de hacer daño a los demás.
Pero lo que no podemos hacer es bendecir al pecador impenitente que no quiere cambiar su vida ni se arrepiente de su vida pecaminosa.
La Palabra de Dios (la Verdad Revelada) es clarísima y no se puede cambiar. Ni un concilio, ni un sínodo, ni el Papa tienen autoridad para cambiar las Sagradas Escrituras ni los dogmas.
Y como dice la Carta a los Gálatas:
Mas si aun nosotros o un ángel del cielo os anunciara otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema.
La tradición se define como el depósito de la fe transmitido por el magisterio siglo tras siglo. Ese depósito es el que nos dio la Revelación, es decir, la palabra de Dios confiada a los apóstoles y cuya transmisión está asegurada por sus Sucesores. El depósito de la Revelación quedó terminado el día de la muerte del último apóstol. Ahí se acabó todo: ya no se puede tocar nada hasta la consumación de los siglos. La Revelación es irreformable. El Espíritu Santo no se contradice ni cambia de opinión según los tiempos que corren. No se puede utilizar y manipular al Espíritu Santo para predicar que lo que antes era pecado, ahora sea virtud; y que lo que antes era virtud, ahora ser algo ridículo, risible y despreciable.
El depósito de la fe no es algo que se han imaginado los hombres, sino verdad que han recibido de Dios; no es algo que ellos han compuesto (inventum), sino cosa que a ellos les ha sido confiada por Dios; una cosa, por consiguiente, que no es fruto de la ingeniosidad humana, sino de la enseñanza recibida; no de uso privado, arbitrario (privatae usurpationis), sino tradición pública (es decir, que a todos obliga); una cosa no extraída de ti, sino traída a ti…, donde tú no eres autor, sino custodio; no maestro, sino discípulo; no guía, sino discípulo.
Enseña Santo Tomás de Aquino:
Dice el Apóstol en 1 Cor 11,29: Quien lo come y lo bebe indignamente, come y bebe su propia condena. Y comenta la Glosa: Lo come y lo bebe indignamente quien vive en pecado y lo trata de modo irreverente. Luego quien está en pecado mortal y recibe este sacramento, merece la condena por pecar mortalmente.
Y añade el Aquinate:
No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento de la Eucaristía es una medicina reconfortante, que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado.
Nadie tiene “derecho a la comunión”, si no cumple con las debidas disposiciones para ello. Comulgar no es un acto social, no debe ser nunca un paripé. No se debe utilizar para quedar bien con un sector del electorado ni para arañar votos. Es el mismo Señor quien se nos ofrece como verdadera comida para nuestra salvación. Cristo se une a nosotros para transformarnos, para que nuestro corazón vaya siendo cada vez más parecido a su Sagrado Corazón. Es Cristo quien nos santifica y nos salva. La Eucaristía es el Sacramento de nuestra fe. Es un misterio asombroso. La Iglesia vive de la Eucaristía. La Eucaristía es un tesoro inestimable.
“No se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de la fe sobre el Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (cf. Jn 14, 6; 18, 37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones”. Así lo expresa San Juan Pablo II en la Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA.
Y también señala Juan Pablo II en esa misma Encíclica:
“En los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”.
Todos estamos llamados a la conversión. Negarle la comunión a un político proabortista, por poner un ejemplo, es un modo de invitarlo a que se convierta, a que vuelva a la comunión eclesial. Lo mismo sería aplicable a un adúltero, a un fornicario, a un putero, a un ladrón, a un corrupto, a un asesino, etc.
Un católico debe ser católico las veinticuatro horas del día. Pero en nuestro país se ha convertido en un hecho común que los políticos justifiquen que una cosa es la vida pública y su dedicación a la política y otra su fe. Es como si llevaran una doble vida; como si sufrieran un desdoblamiento de personalidad que les permitiera votar a favor del aborto o de toda clase de leyes inicuas que atentan gravemente contra la moral católica durante la semana y, al mismo tiempo, pudieran ir a comulgar sin problema alguno los domingos y fiestas de guardar. La desfachatez de los políticos que llevan una vida completamente al margen de la moral de la Iglesia y luego asisten a las procesiones de Semana Santa o – peor aún – a las del Corpus Christi, me parece un ejercicio de cinismo intolerable. No se deben consentir comuniones sacrílegas. Y los obispos y sacerdotes tienen en este sentido una grave responsabilidad de la que tendrán que dar cuentas ante el Señor. Ser políticamente correcto tendrá sus consecuencias. Es más fácil ir de “progre” y decir lo que el mundo quiere escuchar que ser testigo de la Verdad y predicar la santa doctrina, que resulta tantas veces molesta y desagradable a los oídos de la sociedad apóstata de hoy en día. Pero un obispo no está para caer bien: está para conducir a todas las almas al cielo y para ser verdaderos apóstoles de Jesucristo. Y si no quieren ser verdadero testigos (mártires), que renuncien a su cargo. Uno de los mayores problemas de la Iglesia de hoy es la cobardía y la complacencia con el discurso mundano, cayendo en el buenismo y en el sentimentalismo barato.
Todos debemos tratar de mantener, con el auxilio de la gracia de Dios, una coherencia eucarística y vivir conforme a la fe que profesamos. Todos estamos llamados a la conversión. No permitir la comunión de un pecador que mantiene “un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral” no es un acto de discriminación: es un acto de caridad. Y debería ser el propio pecador quien, reconociendo su pecado, se abstuviera de acercarse a comulgar.
Aunque bien es cierto que aquí no estamos mejor en absoluto. Es raro el día que la radio o la televisión de la Conferencia Episcopal no se dedique a hacer propaganda descarada de determinados partidos políticos que llevan años traicionando su supuesto “humanismo cristiano”. Y aquí no pasa nada… Apelando al mal menor, se apoya a políticos inmorales, corruptos y mentirosos que viven al margen de los principios de la Iglesia y que votan una y otra vez leyes que repugnan a la sensibilidad de los católicos que tratamos de vivir con cierta coherencia.
Dice Santo Tomás de Aquino (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 64):
El hombre, al pecar, se separa del orden de la razón, y por ello decae en su dignidad, es decir, en cuanto que el hombre es naturalmente libre y existente por sí mismo; y húndese, en cierto modo, en la esclavitud de las bestias, de modo que puede disponerse de él en cuanto es útil a los demás, según aquello del Sal 42,21: El hombre, cuando se alzaba en su esplendor, no lo entendió; se ha hecho comparable a las bestias insensatas y es semejante a ellas; y en Prov 11,29 se dice: El que es necio servirá al sabio. Por consiguiente, aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea en sí malo, sin embargo, matar al hombre pecador puede ser bueno, como matar una bestia, pues peor es el hombre malo que una bestia y causa más daño, según afirma el Aquinate en I Polit. y en VIII Ethic.
Vivir en gracia de Dios es más importante que la propia vida. Que Dios nos cuente entre sus elegidos y nos dé la gracia de la perseverancia final para morir en gracia de Dios. Vivamos según el mandamiento de la caridad, amando a Dios sobre todas las cosas, cumpliendo su voluntad y sus mandamientos y amando al prójimo como Dios lo ama: tratando de llevar todas las almas al cielo y tratando con caridad y compasión a los que viven en pecado mortal y alejados de Dios. Sólo el amor de Dios, manifestado en Jesucristo, nos salva. Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Nadie más. Pero el lenguaje de la caridad lo entiende todo el mundo: cuando se sienten queridos, aceptados y comprendidos. Tal vez tengamos que hablar y escribir menos y adorar más a Cristo Sacramentado, fuente y culmen de la vida cristiana. Bebamos de las fuentes de la gracia (bautismo, confesión, santa misa, oración, rezo del rosario) para poder vivir amando a cuantos nos rodean a diario con el amor que el mismo Dios nos da para ello. Y amar al pecador mientras odiamos y combatimos la injusticia y el pecado (empezando por el nuestro). No seré yo quien tire la primera piedra. Bien lo sabe Dios.
Todos somos pecadores, pero todos estamos llamados por Dios a ser santos. Por eso, la comunión es para los santos, para quienes viven en gracia de Dios, y no para los pecadores irredentos. Primero, arrepentimiento, propósito de la enmienda, dolor de los pecados y decir los pecados al confesor; luego, cumplir la penitencia. Y después asistir a la santa misa y comulgar. Cada cosa a su tiempo y en su orden.
[1] Quarracino, Antonio. El derecho canónico y la pastoral en la Iglesia, Biblioteca Digital de la Universidad Católica Argentina.

Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!