El nuevo documento de Doctrina de la Fe sobre la dignidad humana, titulado Dignitas infinita empieza así:
«Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Este principio, plenamente reconocible incluso por la sola razón, fundamenta la primacía de la persona humana y la protección de sus derechos. La Iglesia, a la luz de la Revelación, reafirma y confirma absolutamente esta dignidad ontológica de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo Jesús. De esta verdad extrae las razones de su compromiso con los que son más débiles y menos capacitados, insistiendo siempre sobre el primado de la persona humana y la defensa de su dignidad más allá de toda circunstancia».
El hombre tiene una dignidad infinita fundamentada en su propio ser. Hay una dignidad ontológica de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida por Cristo. Toda la humanidad, todo hombre y toda mujer hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios pero ¿todos hemos sido redimidos por Cristo? ¿Todos, todos todos? ¿Los no bautizados también?
Todo esto tiene su origen en Gaudium et Spes, donde se dice en el parágrafo 22:
«El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre».
Y más adelante, en el mismo punto, añade:
«Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.».
Por algo el cardenal Ratzinger definió Gaudium et spes como «un anti-Syllabus». Recordemos que el Syllabus (Indice de los principales errores de nuestra época) de Pío IX condena los siguientes errores:
XV. Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)XVI. En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación.
(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Ubi primum, 17 diciembre 1847)
Encíclica Singulari quidem, 17 Marzo 1856)XVII. Es bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.
(Alocución Singulari quadam, 9 diciembre 1854)
(Encíclica Quanto conficiamur 17 agosto 1863)
El Syllabus condena el indiferentismo religioso y el universalismo (todo el mundo se salva) sin paliativos.
Ahora bien, si, como afirma Gaudium et Spes, el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (tendríamos que saber de qué modo) y todos los hombres de buena voluntad llegarán a la resurrección, aunque no tengan fe, sin ser bautizados, sin pertenecer a la Iglesia, sin vivir unidos a Cristo… Todos se salvarán de una forma solo conocida por Dios.
De ser así, efectivamente, el infierno estará vacío y toda la humanidad irá al cielo por el mero hecho de ser hombre o mujer. Así se entiende la obsesión y la prohibición de hacer proselitismo, que no sea necesario el bautismo para ir al cielo y que todas las religiones sean igualmente queridas por Dios y caminos de salvación: si todos tenemos una dignidad infinita y todos estamos redimidos por Cristo… Ya estamos todos salvados. Y ni siquiera hace falta la fe, como decía Lutero (Sola fides).
«La Iglesia, a la luz de la Revelación, reafirma y confirma absolutamente esta dignidad ontológica de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida en Cristo Jesús». Aquí hay al menos dos herejías gordas: universalismo (todo el mundo se salva y no hay infierno) e indiferentismo (da igual la religión que profeses, da igual que creas en algo o no creas en nada): por el mero hecho de ser seres humanos creados por Dios y redimidos por Cristo ya estamos salvados.
Recuerda más la religión de Spinoza:
Algunas perlas de Dignitas infinita:
La persona es un sujeto que, habiendo recibido la existencia de Dios, “subsiste”, es decir, ejerce la existencia autónomamente.
¿Dios nos crea y luego se desentiende de nosotros dejándonos autonomía total?
Sin mí no podéis hacer nada, dice el Señor. El sueño de la autonomía del hombre o de su independencia es el viejo pecado de la Serpiente: «seréis como Dios». Porque sólo Dios es autónomo e independiente. Nosotros dependemos de Dios, somos causas segundas y contingentes.
En el ejercicio de su libertad para cultivar las riquezas de su propia naturaleza, la persona humana se construye a sí misma con el paso del tiempo.
Esto es Hegel y antes, Pico della Mirandola
¿Nos construimos a nosotros mismos? ¿Acaso Dios no gobierna nuestra vida con su Divina Providencia? Dios ejerce el control completo de todas las cosas. Él es soberano sobre el universo como un todo (Salmo 103: 19), sobre el mundo físico (Mateo 5:45); sobre los asuntos de las naciones (Salmo 66: 7), sobre el destino humano (Gálatas 1:15); sobre los éxitos y los fracasos humanos (Lucas 1:52), y sobre la protección de su pueblo (Salmo 4: 8).
A través de la Providencia Divina es que Dios lleva a cabo Su voluntad y para garantizar el cumplimiento de sus propósitos, gobierna los asuntos de los hombres y trabaja a través del orden natural de las cosas. Dios hace incluso salir el bien del mal mismo. Esto Dios lo ha realizado ya admirablemente con ocasión de la muerte y resurrección de Cristo: en efecto, del mayor mal moral, la muerte de su Hijo, Dios ha sacado el mayor de los bienes, la glorificación de Cristo y nuestra redención.
Esta dignidad ontológica, en su manifestación privilegiada a través de la libre acción humana, fue subrayada más tarde sobre todo por el humanismo cristiano del Renacimiento.[23]
Nota 23: [23] Basta pensar en Giovanni Pico della Mirandola y su conocido texto Oratio de hominis dignitate (1486).
Este es el texto de Pico della Mirandola en la Oratio de hominis dignitate:
Cuando Dios terminó la creación del mundo, empieza a contemplar la posibilidad de crear al hombre, cuya función será meditar, admirar y amar la grandeza de la creación de Dios. Pero Dios no encontraba un modelo para hacerlo. Por lo tanto se dirige al primer ejemplar de su criatura, y le dice: «No te he dado una forma, ni una función específica, a ti, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú no tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la Tierra, ni del Cielo. De tal manera, que podrás transformarte a ti mismo en lo que desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma, entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos.»
Pico della Mirandola es un adelantado del liberalismo y un hereje de campanillas: «tú no tendrás límites. Tendrás la forma y la función que desees. Te colocaré en el centro del universo». Este antropocentrismo herético anticipa el modernismo, el liberalismo e incluso la ideología de género (podrás transformarte a ti mismo en lo que desees). Se ve que, al parecer, la dignidad ontológica en la que tanto insiste el cardenal Fernández se identifica con la herejía del humanista italiano.
Las notas a pie de página de los documentos pontificios no tienen desperdicio y resultan sumamente reveladoras. Y esta nota 23 es todo una declaración de intenciones. Y de intenciones perversas.
Por otra parte, la condena de las guerras, la pobreza, el aborto, el maltrato de las mujeres, el abuso de los emigrantes, la ideología de género, etc., no aporta nada nuevo que no se hubiera dicho ya cientos de veces en otros documentos de la Iglesia.
A mí, personalmente, este documento me parece una cortina de humo para quitar del punto de mira a Fiducia supplicans y desviar la atención del escándalo que supuso la aceptación de las bendiciones a parejas homosexuales. Había que calmar las aguas. Y nada como condenar explícitamente el aborto o la ideología de género para que los liberales conservadores católicos se digan: «Sí, eso es lo que a nosotros nos gusta escuchar». Ya saben: una de cal y otra de arena.
Había que publicar algo que sonara católico y que contentara a los miles de católicos neocones y juanpablistas, que estaban muy cabreados con lo de los gais. Este documento es personalista más que católico, pero como los fieles llevan años acostumbrados a lo de la centralidad de la persona y todas esas zarandajas, cuela como católico, aunque no lo sea.
Decía Pío XI en Divini Illius Magistri que «es erróneo todo método de educación que se funde, total o parcialmente, en la negación o en el olvido del pecado original y de la gracia, y, por consiguiente, sobre las solas fuerzas de la naturaleza humana. En Dignitas infinita, el pecado original se olvida por completo. Parece rezumar el texto un cierto adamismo cuando se refiere a la dignidad ontológica, como si la naturaleza humana no hubiera quedado dañada por el pecado original y necesitada por la gracia para vivir como verdaderos hijos de Dios.
Doctrina Católica
¿Qué es el hombre?
26 Y dijo Dios: «Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza; y ejerza[a] dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra». 27 Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. 28 Dios los bendijo y les dijo: «Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra».
Génesis 1, 26-28
El hombre es una criatura de Dios. Dios nos creó a su imagen y semejanza y nos bendijo para que fuéramos fecundos y domináramos los demás seres vivos.
¿Para qué nos creó Dios?
Veamos lo que escribe San Ignacio de Loyola en el Principio y Fundamento de sus Ejercicios Espirituales:
El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden. Por lo qual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados. El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden. Por lo qual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados.
Dios nos crea por amor, para que lo amemos a Él y para que por Él, amemos a nuestro prójimo. Dios es Caridad y quiere que nosotros seamos con Él portadores de caridad y de bien para todos los que nos rodean en casa, en el trabajo, en nuestro pueblo…
«Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?»
¿Qué es el pecado original?
El pecado original es un acto de rebeldía contra Dios: es soberbia y desobediencia a sus Mandamientos. El hombre quiere ser como Dios y no depender de Él para nada; y además, quiere decidir por sí mismo y al margen de Dios lo que está bien y lo que está mal. El hombre, como Lucifer, se niega a servir y a obedecer a Dios: quiere ser libre, autónomo; quiere autodeterminarse de Dios.
Pero el hombre no es autónomo ni independiente de Dios ni podrá serlo nunca porque es Dios mismo quien nos da la vida y nos la mantiene a cada instante. Nuestra vida está en sus manos y nadie puede añadir un instante a su vida respecto a lo que Dios tenga determinado en su Divina Providencia.
No seamos como aquel rico necio de la parábola:
El terreno de un hombre rico produjo una buena cosecha. 17 Así que se puso a pensar: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde almacenar mi cosecha”. 18 Por fin dijo: “Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes, donde pueda almacenar todo mi grano y mis bienes. 19 Y diré: Alma mía, ya tienes bastantes cosas buenas guardadas para muchos años. Descansa, come, bebe y goza de la vida”. 20 Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con lo que has acumulado?”.
21 «Así sucede al que acumula riquezas para sí mismo, en vez de ser rico delante de Dios».
Quienes niegan a Dios son unos necios. Son como aquel pez que negaba la existencia del Océano. Nosotros vivimos en Dios: «En Él vivimos, nos movemos y existimos».
¿Qué dice la Iglesia sobre el Pecado Original?
Recogemos íntegramente a continuación el “Decreto sobre el pecado original” del Concilio de Trento, en el que se promulgó de manera definitiva e irreformable la doctrina de la fe obligatoria para todos los católicos:
“Para nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios (Heb 11, 6), limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su sinceridad, y el pueblo cristiano no sea llevado de acá para allá por todo viento de doctrina (Ef 4, 14); como quiera que aquella antigua serpiente, enemiga perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el pecado original y su remedio suscitó no solo nuevas, sino hasta viejas discusiones; el sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los mismos tres legados de la Sede Apostólica, queriendo ya venir a llamar nuevamente a los errantes y confirmar a los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres y de los más probados Concilios, y el juicio y sentir de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara lo que sigue sobre el mismo pecado original:
1.- Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al trasgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y la justicia en que había sido constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira e indignación de Dios y, por tanto, en la muerte con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder de aquel que tuvo – después – el imperio de la muerte (Heb 2, 14), es decir, del diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma, sea anatema (788).
2.- Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado, que es muerte del alma, sea anatema, pues contradice al Apóstol, que dice: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rom 5, 12) (789).
3.- Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es por su origen uno solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, nuestro Señor Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (I Cor 1, 30), nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo debidamente conferido en la forma de la Iglesia, sea anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que hayamos de salvarnos (Act 4, 12). De donde aquella voz: He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29). Y la otra: Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo (Gál 3, 27) (790).
4.- Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de la madre, aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino como falsa, sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado, la muerte; y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rom 5, 12), no de otro modo ha de entenderse sino como lo entendió siempre la Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos, que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos se limpie por la regeneración lo que por la generación contrajeron. Porque, si uno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5) (791).
5.- Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se cubre o no se imputa, sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de condenación en aquellos que verdaderamente por el bautismo están cosepultados con Cristo para la muerte (Rom 8, 1; 6, 4), los que no andan según la carne (Rom 8, 4), sino que desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios (Ef 4, 22 ss; Col 3, 9 ss), han sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e hijos amadísimos de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8, 17); de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en el cielo. Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este Santo Concilio lo confiesa y lo siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo. Antes bien, el que definitivamente luchare será coronado (2 Tim 2, 5). Esta concupiscencia, que alguna vez el Apóstol llama pecado (Rom 6, 12 ss), declara el santo Concilio que la Iglesia católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiera lo contrario, sea anatema (792).
6.- Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya comprender en este decreto, en que se trata del pecado original, a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, sino que han de observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz recuerdo, bajo las penas de aquellas constituciones contenidas, que el Concilio renueva (792).
Consecuencias del pecado original
Según la doctrina oficial de la Iglesia, las principales consecuencias del pecado original en todos los hombres del mundo, cristianos o paganos, son las siguientes:
- 1ª Adán perdió para sí y para todos sus descendientes la inocencia y la santidad de su primer estado (Trento, 789), quedando sujeto a la muerte y al cautiverio del diablo (ibid., 788).
- 2ª La naturaleza humana fue mudada en peor según el cuerpo y el alma (C. II de Orange, 174; Trento, 788).
- 3ª La naturaleza humana quedó sujeta a la concupiscencia (o fomes peccati), que permanece incluso en los bautizados (Trento 792), si bien no puede dañar a los que no la consienten, sino que la resisten por la gracia de Jesucristo (Ibid.).
- 4ª El entendimiento del hombre caído quedó debilitado y oscurecido (Gregorio XVI, 1627) y el libre albedrío atenuado en sus fuerzas y mal inclinado (C. V de Orange, 181; Trento, 793), pero de ninguna manera totalmente extinguido (Trento, 815).
- 5ª El hombre caído puede, aun sin la gracia de Dios, realizar algunas obras naturalmente buenas (San Pío V, 1027s.1037s), aunque no puede merecer sin la gracia la vida eterna (Trento, 812). Por lo mismo, es falso que todas las obras de los infieles sean pecados y las virtudes de los filósofos, vicios (San Pío V, 1025).
- 6ª El hombre caído no puede evitar durante toda su vida todos los pecados, incluso los veniales, a no ser por un privilegio especial de Dios, como el que recibió la Virgen María (Trento, 833).
La dignidad ontológica y la moral quedaron dañadas por el pecado original. Nuestra naturaleza quedó herida, sujeta a la concupiscencia. La naturaleza humana fue mudada a peor. Por el pecado original llegaron la enfermedad y la muerte.
¿Para qué sirve el bautismo?
El nacimiento espiritual del hombre a la vida de la gracia se verifica por el sacramento del bautismo, que por eso recibe en teología el nombre de sacramento de la regeneración. También se le llama, con mucha propiedad, sacramento de la adopción, porque nos infunde la gracia santificante, que nos hace hijos adoptivos de Dios. El sacramento del bautismo infunde la gracia regenerativa, convierte al bautizado en templo vivo de la Santísima Trinidad; le hace miembro vivo de Jesucristo; imprime el carácter cristiano; borra el pecado original y los actuales, si los hay; y remite toda pena debida por los pecados. Nuestra dignidad está basada en que somos hijos de Dios por el bautismo y que Él tiene un plan perfecto para cada uno y que Su amor sobrepasa todo entendimiento.
El Syllabus de Pío IX señala como errores los siguientes:
XV. Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)
XVI. En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación.
(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Ubi primum, 17 diciembre 1847)
Encíclica Singulari quidem, 17 Marzo 1856)
XVII. Es bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.
(Alocución Singulari quadam, 9 diciembre 1854)
(Encíclica Quanto conficiamur 17 agosto 1863)
XVIII. El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios.
(Encíclica Noscitis et Nobiscum 8 diciembre 1849)
Todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo no pueden esperar la salvación eterna. Y los hombres no pueden hallar el camino de la salvación en el culto de cualquier religión. De hecho, no hay salvación fuera de la Iglesia, ni otro camino para llegar al Padre sino el Hijo. De ahí que los padres se den prisa en bautizar a sus hijos lo antes posible, porque el bautismo te regenera y te hace hijo de Dios y en caso de muerte súbita, te garantiza la salvación de la criatura.
Por ese afán de salvar almas, los misioneros españoles cruzaron el Atlántico para bautizar a los indígenas. Por eses afán de evangelizar y bautizar, llegó San Francisco Javier al extremo Oriente: a Japón, a la india y a China. Así les escribía el santo a los universitarios de París:
«Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueve pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!
El Pecado y la Libertad: la Dignidad Moral
El pecado es doble: original y actual. Original es el que se contrae sin consentimiento; actual el que se comete con consentimiento. El original, pues, que se contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del sacramento del bautismo; el actual, sin embargo, que con consentimiento se contrae, sin consentimiento no se perdona en manera alguna. Para el perdón de los pecados es necesaria la confesión sacramental. La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno.
Peca mortalmente quien se aparta de Dios incumpliendo sus Mandamientos. Por el pecado mortal, se pierde la vida de la gracia recibida por la justificación (Trento, 808). El pecado mortal hace al hombre enemigo de Dios (ibid., 899), siervo del pecado y le entrega al poder del demonio (ibid., 894), haciéndole digno de las penas eternas del infierno (Inocencio III, 410), adonde descienden inmediatamente los que mueren en pecado mortal (de fe definida por Benedicto XII, 531). Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no siempre la fe, que puede quedar informe o sin vida (Trento, 838).
La verdadera libertad siempre está supeditada a la voluntad de Dios: a la caridad y al bien; al amor a Dios sobre todas las cosas, al cumplimiento de sus mandamientos y al amor al prójimo. Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
Pero en el Reino del Anticristo, de Lucifer, de Satanás, la libertad deja de ser un medio supeditado al bien y a la caridad para convertirse en un fin en sí mismo. En el Reino del Anticristo, el hombre «digno» es el que se rebela contra Dios y no obedece sus Mandamientos. Así, el hombre esclavo de Satanás se considera libre para pecar, para despreciar a Dios y para incumplir los Mandamientos. «Soy digno porque soy libre y responsable de mis actos. Y puedo hacer con mi vida lo que me dé la gana porque mi vida es mía y de nadie más». El hombre se convierte en fin en sí mismo. Su fin ya no es el bien, la caridad y Dios, sino el cumplimiento de sus deseos. ¿Quién no ve y siente claramente que la sociedad humana, libre de los vínculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro objeto que adquirir y acumular riquezas, ni seguir en sus acciones otra ley que el indómito apetito de servir a sus propios placeres y comodidades?
Todos, todos, todos tenemos una dignidad ontológica inalienable: la dignidad de haber sido creados por Dios a su imagen y semejanza y de haber sido dotados de un alma inmortal que vivifica al cuerpo. Todo se lo debemos a Dios: Él es el Señor y Dador de vida. Cristo es la Vida misma. La vida humana es sagrada desde la concepción hasta la muerte natural. Pero lo importante, lo realmente importante, es llegar a la Patria Celestial y no verse uno condenado a las penas del infierno.
Ahora bien, ¿es digna la vida de un asesino? ¿Es digno un violador, un maltratador, un corrupto, un ladrón? ¿Es digna la vida de un médico o una enfermera que se ganan la vida asesinando niños no nacidos en los abortorios? ¿Es digna la vida de la mujer que mata a su propio hijo? ¿No ven sus manos manchadas de sangre? ¿Y los sanitarios que practican la eutanasia pueden dormir tranquilos? ¿Es digno engañar a tu mujer, incumplir tus votos matrimoniales y acostarte con otra mujer? ¿Es digno anteponer tus deseos a la felicidad de tus hijos y de tu esposa? ¿Es digno quien engaña y miente? ¿Es digno el perjuro? ¿Es digna la vida del promiscuo, por bien que se lo pase? ¿Es digna la vida del putero? ¿Es digno el consumo de pornografía? ¿Es digno abusar de la fuerza contra el más débil? ¿Es digno maltratar o abandonar a tus padres ancianos? ¿Es digno maltratar a los animales?
Dice Santo Tomás de Aquino (Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 64):
3. El hombre, al pecar, se separa del orden de la razón, y por ello decae en su dignidad, es decir, en cuanto que el hombre es naturalmente libre y existente por sí mismo; y húndese, en cierto modo, en la esclavitud de las bestias, de modo que puede disponerse de él en cuanto es útil a los demás, según aquello del Sal 42,21: El hombre, cuando se alzaba en su esplendor, no lo entendió; se ha hecho comparable a las bestias insensatas y es semejante a ellas; y en Prov 11,29 se dice: El que es necio servirá al sabio. Por consiguiente, aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea en sí malo, sin embargo, matar al hombre pecador puede ser bueno, como matar una bestia, pues peor es el hombre malo que una bestia y causa más daño, según afirma el Filósofo en I Polit. y en VIII Ethic.
Sobre el pecado mortal, escribe Royo Marín:
Son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero por las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia cierta educación cristiana y conservan todavía algún resto de fe, suelen reaccionar ante la muerte próxima y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios; pero otros muchos descienden al sepulcro tranquilamente, sin plantearse otro problema ni dolerse de otro mal que el de tener que abandonar para siempre este mundo, en el que tienen hondamente arraigado el corazón.
Estos desgraciados son «almas tullidas—dice Santa Teresa—que, si no viene el mismo Señor a mandarlas se levanten, como al que había treinta años que estaba en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro». En gran peligro están—en efecto—de eterna condenación. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte será espantosa para toda la eternidad. El pecado mortal habitual tiene ennegrecidas sus almas de tal manera, que «no hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más». Afirma Santa Teresa que, si entendiesen los pecadores cómo queda un alma cuando peca mortalmente, «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones.
El pecado mortal debe ser un mal gravísimo cuando Dios lo castiga tan terriblemente. Porque, teniendo en cuenta que es infinitamente justo, y por serlo no puede castigar a nadie más de lo que merece, y que es infinitamente misericordioso, y por serlo castiga siempre a los culpables menos de lo que merecen, sabemos ciertamente que por un solo pecado mortal:
- Los ángeles rebeldes se convirtieron en horribles demonios para toda la eternidad.
- Arrojó del paraíso a nuestros primeros padres y sumergió a la humanidad en un mar de lágrimas, enfermedades, desolaciones y muertes.
- Mantendrá por toda la eternidad el fuego del infierno en castigo de los culpables a quienes la muerte sorprendió en pecado mortal. Es de fe.
- Jesucristo, el Hijo muy amado, en el que tenía el Padre puestas sus complacencias (Mt. 17,5), cuando quiso salir fiador por el hombre culpable, hubo de sufrir los terribles tormentos de su pasión, y, sobre todo, experimentar sobre sí mismo—en cuanto representante de la humanidad pecadora— la indignación de la divina justicia, hasta el punto de hacerle exclamar en medio de un incomprensible dolor: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt. 27,46).
- La razón de todo esto es porque el pecado, por razón de la injuria contra el Dios de infinita majestad y de la distancia infinita que de Él nos separa, encierra una malicia en cierto modo infinita.
El pecado mortal produce instantáneamente estos desastrosos efectos en el alma que lo comete:
- Pérdida de la gracia santificante, de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo. Supresión del influjo vital de Cristo, como el sarmiento separado de la vid.
- Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma.
- Pérdida de todos los méritos adquiridos en toda la vida pasada.
- Feísima mancha en el alma (macula animae), que la deja tenebrosa y horrible.
- Esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimientos de conciencia.
- Reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia.
Es, pues, como un derrumbamiento instantáneo de nuestra vida sobrenatural, un verdadero suicidio del alma a la vida de la gracia.
La vida de quienes viven en pecado mortal es despreciable, indigna, abyecta, ruin, vil y vergonzosa. Quien está en pecado mortal está muerto a la vida sobrenatural. No ven. No saben. No entienden… Y como son esclavos de Satanás, desprecian lo sagrado, odian a Dios y odian a quienes creemos y amamos a Dios. Y hasta los hijos se enfrentan a sus padres, porque la soberbia les puede y se creen que ellos saben más que nadie y que Dios es un cuento antiguo, un mito… Ellos se creen más y no son nada ni saben nada ni ven nada. El pecado te deja ciego y sordo. Por eso tenemos que pedir: ¡Señor, que vea! ¡Ábreme los ojos y los oídos! ¡Mira que estoy paralítico y no puedo moverme ni caminar hacia Ti! ¡Cuántas lágrimas lloró Santa Mónica por su hijo Agustín, perdido y pecador! Y sus lágrimas y sus oraciones surtieron efecto y aquel hijo perdido por el pecado acabó siendo santo. ¡Qué grande es Dios!
Porque no hay nadie que deba darse por perdido, mientras esté vivo en este mundo: por malo que sea; por depravada que sea su vida; por muy esclavo que sea de sus vicios; por degenerado que sea… Nadie, aunque sea el mayor enemigo de Dios, el ateo más recalcitrante, el hereje más empedernido… Nadie es un caso perdido. Dios quiere que todos se salven. Los pecadores, en cuanto tales no son dignos de nuestro amor, ya que son enemigos de Dios y ponen obstáculo voluntario a su bienaventuranza eterna (en cuya participación se funda el amor de caridad). Pero en cuanto a hombres, son hechura de Dios y capaces de la eterna bienaventuranza, y en este sentido se les puede y debe amar.
Santo Tomás no vacila en añadir: «De donde, en cuanto a la culpa, que le hace adversario de Dios, es digno de odio cualquier pecador, aunque se trate del padre, de la madre y de los parientes, como se nos dice en el Evangelio (Lc. 14, 26). Hemos, pues, de odiar en los pecadores lo que tienen de pecadores y amar lo que tienen de hombres, capaces todavía (por el arrepentimiento) de la eterna bienaventuranza. Y esto es amarlos verdaderamente por Dios con amor de caridad».
Desobedecer a Dios, rebelarse contra Él y contra su ley sagrada es un acto de indignidad satánica.
Digno es aquel hombre que obedece a Dios, que cumple sus mandamientos con la ayuda de la gracia; aquel que vive el mandamiento de la caridad: que ama a Dios sobre todas las cosas y que ama al prójimo por Dios. Los santos son los seres humanos realmente dignos. Y para ser santos, necesitamos que Cristo nos elija y nos santifique con sus sacramentos y sus gracias.
Cómo conjugar la libertad del hombre con la sumisión a Dios
El pecado nos aparta del fin para el que hemos sido creados. Es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inaceptable una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios.
Entonces, ¿cómo conciliar la libertad del hombre con su sumisión a Dios? Es absolutamente necesario que seamos dóciles a la voluntad de Dios. Entonces podríamos objetar que el hombre ya no es más que una marioneta en las manos de Dios. ¿Dónde está nuestra responsabilidad y nuestra libertad?
Este temor es falso: incluso es la tentación más grave con la que el demonio trata de alejar al hombre de Dios. Al contrario, debemos afirmar enérgicamente que cuanto más sometido a Dios está el hombre, más libre es. El único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios. Porque quien peca es esclavo de Satanás.
Dios es nuestro creador, es Él quien en todo momento nos mantiene en la existencia como seres libres. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más libres somos. Depender de un ser humano puede ser una limitación, pero no lo es depender de Dios, pues en Él no hay límites: es infinito. La única cosa que Dios nos «prohíbe» es lo que nos impide ser libres a nosotros, lo que impide nuestra realización como personas capaces de amar y de ser amadas libremente, y de encontrar su felicidad en el amor. El único límite que Dios nos impone es nuestra condición de criaturas: no podemos, sin ser desgraciados, hacer de nuestra vida otra cosa distinta de aquello para la que hemos sido creados: recibir y dar amor. La verdadera libertad no incluye la posibilidad de pecar.
Dios es el autor de todo el bien que hacemos. La gracia es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. Esta gracia es absolutamente necesaria para querer el bien. La bondad de la voluntad humana requiere que se ordene al sumo bien, que es Dios. «Sin mí, no podéis hacer nada».
La gracia es necesaria para empezar y concluir toda obra buena, para resistir las embestidas del demonio y del mundo, para desear convertirnos a Dios, para obrar nuestra salvación; en fin, para todas las obras saludables que podemos hacer. Todos nuestros méritos son fruto de la gracia. «Dios es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad».
El libre albedrío lo define San Bernardo como la facultad de querer simplemente; no de querer el bien, pues querer el bien no es propio ya de nuestra naturaleza caída, sino de la gracia. Ella despierta al libre albedrío cuando siembra los pensamientos, la sana cuando ordena su afecto, la fortalece para llevarle a la acción, le sostiene para que no sienta desmayo. De tal modo obra con el libre albedrío, que al principio le previene y luego le acompaña; le previene para que después coopere con ella. Y de este modo, lo que empezó la gracia sola, lo llevan a término ambos; lo obran, no separados, sino unidos; no ahora uno y luego otro, sino a la vez; no hace parte la gracia y parte el libre albedrío, sino que lo obran todo con una sola operación invisible; todo él y todo ella; pero para que todo en él, todo por ella.
La génesis del mal uso de la libertad comenzó con la rebelión demoníaca. Cuando Lucifer, en su equivocado orgullo, proclamó que no iba a servir ni reconocer a Dios. Los rebeldes de todos los tiempos están imitando al enemigo de la humanidad en su rebelión. Niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios, y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad.
Lo que aparece claramente detrás de esta reivindicación radical de libertad es la promesa hecha por el enemigo de la humanidad: «Serás como Dios» (Gén., 3, 5). El Príncipe de la mentira no promete a Eva que será como el verdadero Dios, sino más bien un ídolo, una falsa construcción arbitraria de lo que él piensa atraerá a los hombres que está tratando de inducir a la rebelión. Promete a Eva, y a todos aquellos que a lo largo de la historia escucharán su engañosa llamada, que pueden ser absolutamente libres, sin ningún tipo de dependencia. […] La historia está llena de «rebeldes contra la Creación», como los describe Dostoievski, pero su rebelión es siempre inútil. Es de esperar que tomen conciencia de esta inutilidad mientras estén vivos. Si el hombre rechaza los lazos que le han sido impuestos por el Creador, rechazando la realidad de la creación, se volverá aparentemente libre para auto-crearse a sí mismo, generando todo tipo de monstruos, que son la consecuencia de tratar de vivir en conformidad con una libertad absoluta o negativa.
Seguimos a Pío XI en la Encíclica Mit brennender Sorge:
Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, creador del universo, señor, rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.
Este Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni excepciones. Gobernantes y gobernados, coronados y no coronados, grandes y pequeños, ricos y pobres, dependen igualmente de su palabra. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
La revelación, que culminó en el Evangelio de Jesucristo, es definitiva y obligatoria para siempre, no admite complementos de origen humano, y mucho menos sucesiones o sustituciones por revelaciones arbitrarias, que algunos corifeos modernos querrían hacer derivar del llamado mito de la sangre y de la raza. Desde que Cristo, el Ungido del Señor, consumó la obra de la redención, quebrantando el dominio del pecado y mereciéndonos la gracia de llegar a ser hijos de Dios, desde aquel momento no se ha dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo, para conseguir la bienaventuranza, sino el nombre de Jesucristo (Hech 4,12). Por más que un hombre encarnara en sí toda la sabiduría, todo el poder y toda la pujanza material de la tierra, no podría asentar fundamento diverso del que Cristo ha puesto (1Cor 3,11). En consecuencia, aquel que con sacrílego desconocimiento de la diferencia esencial entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osase poner al nivel de Cristo, o peor aún, sobre Él o contra Él, a un simple mortal, aunque fuese el más grande de todos los tiempos, sepa que es un profeta de fantasías a quien se aplica espantosamente la palabra de la Escritura: El que mora en los cielos se burla de ellos (Sal 2,4).
Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión.
La observancia concienzuda de los diez mandamientos de la ley de Dios y de los preceptos de la Iglesia —estos últimos, en definitiva, no son sino disposiciones derivadas de las normas del Evangelio—, es para todo individuo una incomparable escuela de disciplina orgánica, de vigorización moral y de formación del carácter. Es una escuela que exige mucho, pero no más de lo que podemos. Dios misericordioso, cuando ordena como legislador: «Tú debes», da con su gracia la posibilidad de ejecutar su mandato.
Por lo tanto, fomentar el abandono de las normas eternas de una doctrina moral objetiva, para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos están siendo muy amargos.
Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la relación divina. Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom. 2,14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirlo. Las leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natural, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la fuerza externa».
¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor!
Jeremías, 17
Él es como un matorral en la estepa que no ve llegar la felicidad; habita en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhóspita.
¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en él tiene puesta su confianza!
Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto.
El concepto de dignidad según la filosofía moderna
El vínculo entre personalidad y dignidad, es decir, el principio del respeto a las personas, se remonta, en lo esencial, a Immanuel Kant, y se alimenta todavía en forma predominante de un pensamiento que, dejando de lado todas las diferenciaciones, puede caracterizarse como “la tradición kantiana”. Sólo las personas tienen derecho al respeto y sólo ante ellas pueden existir deberes morales, al tiempo, que, sin embargo, no todos los seres humanos son personas en este sentido prescriptivo estricto. sólo «los seres racionales» se denominan personas. El estatus «persona» supone la imputabilidad de sus acciones y con ello la capacidad existente en acto para la autodeterminación según principios morales y jurídicos. La dignidad moral descansa en la capacidad de autodeterminación práctica según normas racionales. Explícitamente personas son, según Kant, sólo aquellos sujetos cuyas “acciones son imputables” que, por tanto, pueden obrar en verdad de manera moralmente (o jurídicamente) responsable. En este sentido se considera de manera exclusiva la “idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que a la que se da a la vez él mismo”: y por supuesto ese ser racional que no obedece a ninguna otra ley que la que se da él mismo incluye a Dios y a su Ley Eterna y Universal. Un ser racional que se manifiesta siervo o esclavo de Dios no es un ser humano digno de ser considerado persona.
Siguen existiendo, en todo caso, seres humanos que bajo ninguna circunstancia pueden cumplir las condiciones kantianas con que se cualifica a las personas: niños, personas con discapacidades mentales, dementes o en permanente estado de coma. En el sentido de la ética de Kant, ellos son no- personas respecto a las cuales podamos tener deberes morales. Este resultado no es un resultado marginal, contingente, de la ética kantiana, antes bien se sigue de las suposiciones arquitectónicas fundamentales de su filosofía moral y no se ve por ello afectado por la circunstancia de que estas suposiciones fundamentales obtenidas de los principios de la razón pura práctica también en la perspectiva de Kant “requieren de la antropología para su aplicación a los hombres”
A ello se añade que el problema se agudiza por el hecho de que de que a la ética kantiana le es propia una estructura dicotómica fundamental. Ésta se manifiesta en su insistencia permanente, enfatizada una vez más en la Metafísica de las costumbres, en que los seres naturales que no representan personas son meramente cosas, que quien no es fin en sí mismo autónomo posee únicamente valor instrumental, que todo, excepto las criaturas racionales capaces de autonomía, puede ser “usado también como medio” y posee sólo valor instrumental. “En el reino de los fines”, dice Kant, “todo tiene o un precio o una dignidad, tertium non datur, y esto torna difícil, cuando no imposible, comprender la cuestión relativa al estatus moral de seres humanos no autónomos o no suficientemente autónomos en un sentido gradual, es decir, como un Más o un Menos en subjetividad moral o en derechos morales.
Con la modernidad, el fin de la vida del hombre ya no es Dios, sino la persona misma (fin en sí mismo), que es libre de escoger el camino que mejor le parezca para ser feliz. Y así, como alternativa al Reino de Dios, aparece el Reino de los Fines; es decir, el Reino del Hombre autónomo, autodeterminado, racional y responsable de sus actos. Dios no nos hace falta para nada.
En definitiva, la persona sólo es digna si es responsable de sus actos, si es autónoma, fin en sí misma y con capacidad de autodeterminación. La persona es digna cuando no obedece ninguna otra ley que a la que se da a la vez él mismo. El ser humano, después de la revolución, ha alcanzado su mayoría de edad y ya no necesita someterse a Dios ni a sus Mandamientos, como ocurría en los tiempos oscuros.
Nietzsche, en su Anticristo, añadiría que los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer.
La persona, los fines en sí mismos, están por encima del bien y del mal: son los superhombres que tienen voluntad de poder.
¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo.
¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad.
¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrece el poder; el sentimiento de haber superado una resistencia.
No contento, sino mayor poderío; no paz en general, sino guerra; no virtud, sino habilidad (virtud en el estilo del Renacimiento. Virtud libre de moralina).
De Kant y de Nietzsche a Hitler y la solución final para asesinar a millones de judíos en sus campos de exterminio hay un paso muy corto. Los débiles, los drogadictos, los borrachos, los que tenían algún tipo de tara física o psicológica fueron cruelmente exterminados para purificar la raza aria y eliminar de ella a los que no pasaban el control de calidad.
Las leyes del aborto o de la eutanasia parten del modelo de persona de la tradición kantiana. Un embrión no es autónomo ni responsable de sus actos: no tienen derecho al respeto ni existen deberes morales hacia ellos. En definitiva, carecen de dignidad y no se las puede considerar personas. Y lo mismo podríamos decir de los enfermos mentales graves, de los ancianos y enfermos dependientes. No son seres racionales ni autónomos: no tienen dignidad. Y por tanto, se les puede aplicar la eutanasia. Algunos filósofos progresistas, como el fundador del animalismo, Peter Singer, considera que tiene más dignidad un cerdo que un bebé, porque el cerdo tiene mayor autonomía. Y yendo más allá, el filósofo de moda no se ruboriza por solicitar la legalización del infanticidio, porque no ve ninguna diferencia entre el niño antes de nacer y el recién nacido: por lo tanto, si se puede matar a feto, ¿Por qué no asesinar al bebé que acaba de nacer?
Los animalistas pretenden extender el concepto de persona a todo animal vertebrado con un sistema nervioso central. Esos animales serían personas, «seres sintientes» y deberían tener los mismos derechos de las personas humanas. Y las personas humanas, así, adquieren la misma dignidad que un cerdo o un burro.
El concepto de dignidad de las personas también está relacionado con Rousseau y su buen salvaje. El hombre solo, fuera de la sociedad, es bueno por naturaleza y es la sociedad la que pervierte al hombre: he ahí a Tarzán o el Libro de la Selva, por ejemplo.
El personalismo, de tradición kantiana, cierto es que equipara el concepto de persona con el de ser humano. Y, en consecuencia, extiende los derechos humanos y la dignidad a todos: nacidos y no nacidos, enfermos o sanos, viejos o jóvenes… Reclama la autodeterminación, la autoposesión, la independencia, la autonomía y todas esas cosas modernas, pero a la vez incluye en el término persona a seres humanos que ni son autónomos, ni se pueden autodeterminar, ni autoposeerse. Tenemos que asumir las contradicciones…
La filosofía moderna niega el pecado original. Y considera que hasta una sociedad de demonios podría vivir en paz si se respetaran las leyes emanadas del Estado de Derecho, donde la soberanía reside en la nación (y de ninguna manera en Dios). De ahí que del Decálogo hemos pasado a una legislación que todo lo reglamenta o lo prohíbe. Cada día se aprueban nuevos derechos y nuevas prohibiciones. Por ejemplo, se prohíbe fumar y comprar tabaco o alcohol a los menores pero al mismo tiempo, se considera que una niña de 16 años puede abortar sin consentimiento de sus padres o tutores. El aborto es un derecho, como el matrimonio homosexual; pero rezar en la calle delante de un abortorio es un delito. Y así sucesivamente. La caridad cristiana se ha vuelto delito de odio, igual que determinados pasajes de la Biblia. El pecado es un derecho y la virtud, delito. Decir que las relaciones homosexuales son pecados que Dios abomina se considera homofobia. Y si se señala el pecado del divorcio, del adulterio o de la fornicación, estás condenado a la estigmatización social e incluso eclesial (indietrismo).
Todas las ideologías de la modernidad rechazan a Dios: lo ignoran, lo desprecian; algunos hasta lo odian. ¿Alguno de estos partidos políticos acepta el imperio de nuestro Salvador Jesucristo? ¿Verdad que no? Pues ahí está el origen de la corrupción, de la degeneración moral y de todos los males de nuestra patria. Todas las ideologías parten de la Revolución anticristiana de los liberales del XIX y continúan con las revoluciones comunistas, fascistas o nazis que provienen todas ellas de la misma raíz liberal. ¿Qué tienen todas esas ideologías en común? El rechazo a la soberanía de Dios: para unos, el individuo es soberano y dueño de sí mismo; para otros, el soberano es el Estado o el Partido o la Raza. Pero ninguna ideología admite que el único rey y señor es Jesucristo. Al contrario, todas se rebelan contra Dios y contra la ley moral eterna y universal.
Los católicos liberales (personalistas y demócratacristianos) también se consideran soberanos y dueños de sí mismos; y así, ponen su propia voluntad por encima de la de Dios. De este modo, fundamentan su fe, no en la autoridad de Dios, infinitamente veraz e infalible, que se ha dignado revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la bienaventuranza sobrenatural, sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera; es decir, que su voluntad y su libertad se constituyen en leyes supremas. Juzgan su inteligencia libre de creer o de no creer y juzgan asimismo libre la de todos los demás. En la incredulidad, pues, no ven un vicio, enfermedad o ceguera voluntaria del entendimiento o del corazón, sino un acto lícito de la jurisdicción interna de cada uno, tan dueño en eso de creer, como en no admitir creencia alguna. En cualquier caso, el hombre es soberano y dueño y señor de su vida. Y Dios no pinta nada.
Los Liberales niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad más que Dios.
Y si el hombre es soberano y dueño y señor de sí mismo; si el hombre se rebela contra su Creador y Señor, no es de extrañar la podredumbre de sociedad que tenemos. Donde Cristo no es Señor, es Lucifer quien toma el mando. Y Lucifer odia a Dios y odia a los hombres. Por eso no es extraño que todas las leyes acaben con la muerte de seres humanos inocentes o con la perversión de los niños. El mal se convierte en derecho humano; la indecencia, en norma; la caridad y la verdad, en delitos de odio; y Dios, en una fantasía semejante a los unicornios o a los elfos: algo ridículo y despreciable. El bien y la virtud son objeto de mofa, mientras los vicios se alaban y los pecados más espantosos son objetos de orgullo.
La sociedad moderna es el Reino de Lucifer. Porque cuando nos apartamos de Dios y de su Ley Sagrada, quien toma el mando es el mismísimo demonio. Y donde reina el Demonio nada bueno podemos esperar: el Demonio es el Príncipe de la mentira y su misión es llevar almas al infierno. Por lo tanto, ha de convencer al hombre de que socavando la Ley Divina y pecando, va a ser feliz. Pero el Diablo es mal pagador y te tienta para pecar y una vez que lo has hecho, te lo reprocha y te acusa del mal cometido. Y además te encadena y te esclaviza a tus vicios y pasiones, de los que ya no podrás salir por tus propias fuerzas, sino que tendrás que suplicar a Dios que te libere Él con su gracia. Pero muchos empiezan por un pecado mortal y luego van uno tras otro. No voy a misa, no creo en Dios, vivo en pecado de fornicación con mi chico o chica, caigo en las drogas, pruebo nuevas experiencias y al final, acabo hundido en el fango.
La vida de quienes se arrastran por el mundo en pecado mortal es un verdadero infierno, porque no hay que morir para experimentarlo, sino que ya empiezas a soportarlo aquí. Quienes viven en pecado mortal están muertos para Dios.
Nada tiene que ver la dignidad moral católica con la dignidad moderna. En la moral católica, ningún hombre es digno de Dios, porque todos somos pecadores. Y el único que es Santo es Dios: Él es el único que tiene una dignidad infinita.
«5 En verdad, soy malo desde que nací; soy pecador desde el seno de mi madre. 6 En verdad, tú amas al corazón sincero, y en lo íntimo me has dado sabiduría. 7 Purifícame con hisopo y quedaré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve. 8 Lléname de gozo y alegría; alégrame de nuevo, aunque me has quebrantado. 9 Aleja de tu vista mis pecados y borra todas mis maldades». Salmo 51
Hay un error en el concepto moderno de «dignidad humana». Los liberales dicen que el hombre solo es digno cuando es libre, autónomo y tiene capacidad de autodeterminación. El hombre moderno cree que es libre cuando se libera de Dios. Pero nosotros somos barro en manos de Dios: Él nos creó y nos mantiene la vida a cada instante. Con lo cual, creer que el hombre se crea a sí mismo y no depende de nadie; pensar que el hombre es autónomo y que se puede autodeterminar, es pura necedad.
San Pío X condenaba ese concepto falso de dignidad en su Encíclica Notre charge apostolique (1910): «En la base hay una idea falsa de la dignidad humana según la cual el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo a nadie más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades».
El concepto liberal de la libertad es pecado mortal porque niega que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Los liberales se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad.
La única solución para este mundo pasa por dejar que Nuestro Señor nos haga santos. Recemos el rosario, adoremos al Santísimo, confesémonos con frecuencia y, sobre todo, comulguemos en gracia de Dios para que el mimo Dios venga a habitar en nuestra alma y nos vaya configurando con el Corazón de su Hijo Jesucristo. Lo más importante es vivir en gracia de Dios. Sólo así seremos dignos de Dios.
Bautismo, Confesión y Comunión
Dice Santo Tomás de Aquino que el bautismo y la confesión son medicinas purgativas que se emplean para quitar la fiebre del pecado; mientras que la comunión es una medicina reconfortante, que no debe suministrarse más que a los que están libres de pecado.
2. No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento de la Eucaristía es una medicina reconfortante, que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado.
3. Por máximos bienes entiende ahí San Agustín las virtudes del alma, de las que nadie usa mal como principios de mal uso, como es evidente en el caso de quien se ensoberbece de su virtud. Pues así este sacramento, que, de suyo, no es principio de mal uso, sino objeto. Por lo que dice San Agustín: El hecho de que muchos reciben indignamente el cuerpo del Señor nos advierte de cómo debemos evitar recibir mal el bien. He aquí que el bien se convierte en mal cuando el bien se recibe mal. Por el contrario, para el Apóstol el mal se convirtió en bien por recibir bien el mal, o sea, por soportar pacientemente el estímulo de Satanás.
4. La vista no percibe el cuerpo mismo de Cristo, sino solamente su sacramento, ya que la vista no penetra hasta la sustancia del cuerpo de Cristo, sino sólo a las especies sacramentales, como se ha dicho ya (q.76 a.7). Pero quien comulga, no sólo recibe las especies sacramentales, sino también a Cristo, que está bajo ellas. Por eso, a ninguno que haya recibido el sacramento de Cristo, o sea, a ningún bautizado, se le prohíbe ver el cuerpo de Cristo. A los no bautizados, sin embargo, no se les ha de admitir ni siquiera a la visión de este sacramento, como dice Dionisio en su obra Eccles. Hier.. Pero a la comunión solamente se han de admitir los que están unidos a Cristo no sólo sacramentalmente, sino también realmente.
Suma teológica – Parte IIIa – Cuestión 80
En resumen, el bautismo nos regenera y nos limpia el pecado original y nos eleva a la condición de hijos adoptivos de Dios en Cristo. Y la penitencia nos devuelve la gracia de Dios cuando caemos en pecado mortal y desobedecemos sus Mandamientos.
Y vivamos unidos a María Santísima: ella es el ejemplo de santidad. Ella es la esclava del Señor y por ello, por cumplir siempre la Voluntad de Dios, fue coronada Reina del Cielo. La esclava del Señor es la más libre de las criaturas. María es ejemplo de obediencia a la voluntad de Dios, de cumplimiento de los Mandamientos y de humildad.
Dios se fija en los humildes, en los pobres de corazón, en los que no valen nada a los ojos del mundo. No escoge a los más listos ni a los más guapos, «sino que lo necio del mundo lo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado lo escogió Dios, y lo que no es, para anular lo que es, para que ninguna carne se jacte en su presencia». Los que no valemos para nada sabemos que dependemos de Dios para todo y que sin Él no podemos hacer nada bueno.
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme».
No será la ONU ni la Declaración de Derechos Humanos quien nos salve del mal del mundo. Sólo Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y sin Él no podemos hacer nada. La clave está en la conversión a Cristo. La causa suprema de las calamidades que vemos abrumar y afligir al género humano, este cúmulo de males que ha invadido la tierra, se debe a que la mayoría de los hombres se han alejado de Jesucristo y de su ley santísima, tanto en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado.
El centro no es el hombre ni la persona humana. El centro es Cristo y éste crucificado. No hay otro Dios que la Santísima Trinidad.
«Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos». (Hechos 4, 12).
Cristo no es un maestro más, equiparable a Mahoma, a Confucio, a Buda o a cualquiera de los dioses del panteón hinduista. Cristo es el único Dios verdadero. Y nunca resplandecerá una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen el imperio de nuestro Salvador.
«Quien crea y se bautice, se salvará. Quien no crea ya está condenado». Mt. 16, 16.
El deseo mundial de hermandad por el mero hecho de pertenecer al género humano no es católico, sino masónico. Y la masonería es enemiga de Cristo y de su Iglesia porque no puede soportar que los católicos nos consideremos en posesión de la Verdad y que no haya salvación sin convertirse a Cristo. Ellos predican que todos se salvan por el mero hecho de ser humanos. Pero no es así. Sólo se salvan los que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero.
Nosotros somos hermanos de los santos que gozan en el cielo de la bienaventuranza eterna. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.
Cristo vive y es la Hostia Santa. Él se nos presenta y se nos ofrece como alimento de salvación en la Sagrada Eucaristía. Adorémoslo y vivamos unidos a Cristo.
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!