«El tradicionalismo es la fe muerta de los vivos», Fisichela dixit

Leo en Infovaticana que monseñor Salvatore Fisichella, pro prefecto del Dicasterio para la Evangelización, es un genio en lo que se refiere a los juegos de palabras. Pero el contenido de esa retórica facilona y estéril es la propia de un necio con balcones a la plaza. Un gilipollas de campanillas. Monseñor Fisichela ha dicho en Sevilla que «la tradición es la fe viviente de los muertos, mientras que el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos». ¿La fe viviente de los muertos? ¿Acaso los muertos tienen una fe viviente? ¿Hablamos de zombis o de qué demonios? Los difuntos, en el más allá, ya no necesitan la fe, porque se encontrarán a Dios cara a cara y todos pasaremos por nuestro juicio particular.

Pero la miga está en la segunda parte del absurdo jueguecito de palabras: «el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos». Yo soy tradicionalista y mi fe es viva, por la gracia de Dios. Yo dudo que Fisichela supiera lo que estaba diciendo, pero le sonaba bien la tontería. Los tradicionalistas, como yo, somos fieles al depósito de la fe: a todo aquello que la Iglesia ha predicado siempre y en todas partes durante los últimos dos mis años. Yo tengo la misma fe que los santos, los padres y los doctores de la Iglesia: la misma que Santo Tomás de Aquino, que San Agustín, que San Bernardo o que San Bruno y San Benito. Tengo la misma fe que San Juan de la Cruz y que Santa Teresa de Jesús. Creo lo mismo que llevó a San Francisco Javier hasta la India y Japón; el mismo San Francisco Javier que escribía a sus antiguos compañeros de estudios de La Sorbona de París cosas tremendas como estas:

«Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueve pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!»

Pero ¿cuántos curas creen hoy en Dios: en el único Dios verdadero, en el Verbo Encarnado? ¿Cuántos religiosos, cuántos obispos y cuántos cardenales tienen la misma fe que Santo Tomás de Aquino o que Santo Domingo, San Ignacio o San Francisco de Asís? ¿Cuántos profesan la misma fe que el Santo Cura de Ars, que San Pío de Pietrelcina o que San José de Cupertino? Y cito expresamente a San José de Cupertino, porque yo, como él, tampoco sé nada, ni puedo nada, ni soy nada y valgo menos que nada porque la nada no peca y yo sí. Pero amo a Nuestro Señor Jesucristo y a María Santísima más que a nada ni a nadie, como el santo de Cupertino, a quien ni los frailes ni su madre lo querían porque todo lo hacía mal y era un torpe de mucho cuidado (y con eso me puedo identificar fácilmente: con su santidad, evidentemente, no). ¿Cuántos jerarcas son homosexuales activos, cuántos buscan más la riqueza y el buen vivir que la gloria de Dios?

Por cierto, habría que hacerle un acto de desagravio al pobre San Francisco de Asís, a quien están pretendiendo convertir en el santo de la ecología, de la lucha contra el cambio climático y en el ejemplo por excelencia del respeto a todas las religiones. Pobre San Francisco… Menos mal que ya goza de la gloria celestial y ya nada le puede afligir, estando, como está, en el cielo. El poverello d’Assisi, con su ardor apostólico pretendió sin mucho éxito convertir a los musulmanes a la verdadera fe en Jesucristo y se jugó la vida por ello. Y muchos de sus seguidores murieron mártires a manos de los mahometanos, como Berardo, Otón, Pedro, Acursio y Adyuto, que fueron frailes franciscanos, muertos como mártires en Marruecos el 16 de enero de 1220. En los primeros tiempos de la Orden Franciscana hubo tres expediciones de religiosos para predicar la fe a los sarracenos, coronadas con el martirio. La primera, la ya citada de San Berardo y compañeros. La segunda, la de los santos mártires Juan y Pedro, que salieron de Italia por el mismo tiempo de la otra, y fueron martirizados en Valencia el 29 de agosto de 1228. La tercera, la de San Daniel y compañeros, que salen de Italia en 1227 y son martirizados en Ceuta el 10 de octubre de ese mismo año. Las tres tomaron el camino de Aragón para llegar al mundo árabe.

Ahora, en cambio, hay franciscanos que se apuntan los primeros para postrarse y adorar a la Pachamama en los jardines del Vaticano. Son los signos de los tiempos. Habéis de saber que en los últimos días, en los que ya estamos, sobrevendrán tiempos difíciles, porque habrá hombres egoístas, avaros, altivos, orgullosos, maldicientes, rebeldes a los padres, ingratos, impíos, desnaturalizados, homosexuales, desleales, calumniadores, disolutos, inhumanos, enemigos de todo lo bueno, traidores, obstinadamente perversos, hinchados, amadores de los placeres más que de Dios, que con una apariencia de piedad están en realidad lejos de ella. Guardémonos de ésos. Porque vendrá un tiempo (y en ellos estamos) en que muchos no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de novedades, se rodearán de maestros conforme a sus pasiones (recordemos aquí al P. James Martin y a tantos obispos defensores del pecado nefando) y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Hay muchos que elogian el pecado mortal y descalifican a los tradicionalistas por anticuados y por empeñarse en defender la fe de siempre, sin novedades, sin dogmas malinterpretados ni ambigüedades malintencionadas.

En realidad, ahora muchos misioneros presumen de no haber bautizado a nadie en treinta años. Es como les gusta a la mayoría de los monseñores de la Iglesia Modernista del Nuevo Paradigma (que diría otro estúpido malvado como Parolin). No hay que hacer proselitismo. De hecho la labor evangelizadora de España en América fue, para estos cantamañanas, una verdadera barbaridad colonialista y despreciable.

Esa Iglesia del Nuevo Paradigma es una Iglesia liberal, que pone la autonomía y la independencia de «la persona» por encima de la voluntad de Dios. El concepto de «libertad religiosa» de esta jerarquía de Satanás es la que predica que todas las religiones son iguales y que todas conducen al mismo Dios o al mismo Cielo. Es la Iglesia que pacta con los comunistas chinos contra los fieles a Roma y permite que «obispos» nombrados por el Partido Comunista Chino aboguen por la sinización del catolicismo y por cambiar el Evangelio y a Jesucristo por la doctrina comunista y por Xi Jinping (uno de los déspotas y tiranos más apestoso del mundo actual). Esa iglesia del nuevo paradigma es la secta del Anticristo. Una banda de golfos que ni temen a Dios ni aman a los hombres. Sólo miran por los deseos de su vientre y por sus bajas pasiones.

El famoso «aggiornamiento» que propuso el Vaticano II no fue otra cosa que renunciar a la doctrina tradicional de la Iglesia para adaptarse a los gustos del mundo liberal que triunfa tras la Segunda Guerra Mundial. Por eso ahora la mayoría de los curas y obispos son tan demócratas, tan amantes de la Constitución y tan partidarios de la libertad de elección de la religión que a cada cual le parezca más de su gusto, porque, en el fondo, todas son iguales. Ya no tiene sentido irse de misionero para bautizar infieles y llevarles a la salvación, porque ya están todos salvos sin necesidad de bautismo. Cristo, con su encarnación, se unió de alguna manera misteriosa (no sabemos cuál) a todo hombre y por el misterio pascual toda la humanidad (no solo los católicos) fue salvada de una vez para siempre. De ahí que no haya que hacer proselitismo y que los misioneros mártires no sean sino una panda de imbéciles que murieron para nada. O que les estuvo bien empleado el martirio por pretender arrancarles a los pueblo indígenas sus religiones y sus costumbres e imponerles una civilización que los aborígenes no querían en absoluto. Claro está que el canibalismo o los sacrificios humanos formaban parte de su cultura (maya, azteca, etc.) pero nadie tenía derecho a impedirles seguir con esas costumbres ancestrales.

La Libertad Religiosa no es ya la libertad que necesita la Iglesia Católica para predicar la única religión verdadera, sino la libertad para que cada cual elija la religión que prefiera o ninguna en absoluto. Por eso Dios ya no pinta nada en Occidente, porque nadie reconoce la soberanía de Cristo Rey y esa soberanía ha pasado de Dios al hombre endiosado. Y los mandamientos han sido derogados. Ahora la ley es la Constitución y cualquier ley que emane de los parlamentos, que representan el sentir de las mayorías. La estadística siempre tiene la razón y la verdad.

La Iglesia «aggiornada» es la Iglesia que acepta y respalda la democracia liberal: es la que apoya las leyes del aborto (o se callan como putas bien pagadas), como hizo públicamente en la televisión el presidente de la Academia Pontificia por la Vida y la Familia, el sin par Monseñor Vincenzo Paglia, otro siervo del demonio que ha conseguido la proeza inaudita de convertir la Pontificia Academia por la Vida en un estercolero de partidarios del aborto, del lobby LGTBIQ+, de fanáticos defensores de la eutanasia y así una tras otra. Ahora esa Academia ya no defiende la moral católica, sino la depravación del Príncipe de este mundo (Satanás, para los despistados).

Ser liberal y católico es absolutamente incompatible: se pongan como se pongan. Es la cuadratura del círculo: o Dios es soberano y su Ley es eterna y universal o el hombre es soberano y libre para pecar o para legislar contra Dios y contra su Ley Sagrada. Al final, nos encontramos, una vez más con la dos ciudades de San Agustín o las dos banderas de San Ignacio de Loyola. Y la nueva Iglesia pestilente y «aggiornada» no es sino la ciudad del hombre: «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial». El liberalismo democrático desprecia y, en muchos casos, odia a Dios. A los hechos me remito: ¿acaso hay algún partido en el parlamento que defienda la soberanía de Dios y el respeto a su ley sagrada? ¿Verdad que no? Eso pasa porque todos los partidos tienen la raíz liberal (que no es otra cosa que el «non servian» de Lucifer), que consiste en que Dios no pinta nada en la vida política ni social y que ha de quedar reducido a la intimidad del hogar o de los templos. Y los católicos antiliberales como yo, pues no somos sino una banda de fachas peligrosos. Pero yo tengo claro que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, aunque ello me cueste mi buen nombre o mi propia vida. Todo lo estimo en nada al lado de Cristo Jesús. Yo amo a Dios y desprecio todo los que tenga que ver con las riquezas o los placeres de este mundo, que no son sino vanidad de vanidades que te pueden conducir a la perdición. Vivir en gracia de Dios en medio de un mundo donde la mayoría vive en pecado mortal es complicado. Pero hace unos días, el Señor me dio la clave: a los pecadores no hay que despreciarlos ni mirarlos mal. A los que te humillan o te insultan hay que mirarlos y tratarlos con la misma mirada compasiva con la que Jesús miró a sus ejecutores: «perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen ni lo que dicen». Creyéndose listos y sabios, se han vuelto necios y hay que rezar mucho por la conversión del mundo. Espero que el Señor me conceda la gracia de cumplir obediente su santa voluntad y pueda vivir conforme exige la caridad.

Sólo Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El mundo no lo podemos cambiar nosotros y todas las revoluciones han fracasado en ese intento: desde la Revolución Francesa y las sucesivas revoluciones liberales a la Revolución Rusa y los Estados comunistas. Todas ellos han cambiado el mundo: pero a peor.

Cristo es el único que pude acabar con el mal del mundo, que no es sino el fruto maldito del pecado de los hombres. Con su segunda venida en gloria y majestad, Él separará el trigo de la cizaña y los corderos de los cabritos y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habitará la justicia. Por eso todos pedimos anhelantes que «venga a nosotros su Reino y que se haga la Voluntad de Dios en la tierra como en el cielo». Si todos viviéramos en gracia de Dios y cumpliéramos su Voluntad, que no consiste en nada secreto ni oculto ni imposible de cumplir, sino en satisfacer los Mandamientos de la Ley Divina, con el auxilio de la gracia que recibimos a través de los sacramentos, otro gallo nos cantaría y podríamos vivir en una sociedad más humana, en un mundo más habitable. Pero mientras esperamos el regreso del Rey de reyes, de Nuestro Señor Jesucristo, seguiremos aquí desterrados en este valle de lágrimas, esperando que Dios, por la intercesión de la Santísima Virgen María y de los santos, me lleve a la Patria Celestial lo antes posible. En cualquier caso, que no se haga mi voluntad, sino la Voluntad de Dios.

«Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

One thought on “«El tradicionalismo es la fe muerta de los vivos», Fisichela dixit

  1. Me ha gastado todo el artículo. Si bien al ser franciscano de la O.F.S. (Orden Franciscana Seglar), antiguos terciarios franciscanos, resalto como excelente lo de San Francisco de Asís, llamado por muchos otro Cristo.
    Muy pocos son los sucesores de los apóstoles y sus colaboradores los sacerdotes, que sean fieles al Evangelio. Como botón de muestra, ahí tenemos al nuevo predicador de la Casa Pontificia, el fraile perteneciente a la O.F.M. Capuchinos (Orden de Frailes Menones Capuchinos), que en su día sugirió que la Biblia no condena las relacionen homoxesuales como tales.

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