La Carta a los Romanos de San Pablo

La Justificación por la Fe

«El que crea y sea bautizado, será salvo; pero el que no crea, será condenado»  Marcos (16:16).

Este es el tema central y principal de la carta. Ser «justificado» (declarado justo) ante Dios no se logra mediante el cumplimiento de la ley, sino exclusivamente a través de la fe en el sacrificio de Jesús. La fe se presenta como el único camino para que el ser humano reciba la gracia de Dios y obtenga la salvación. ¿Y cómo se recibe la fe? A través del Bautismo. Y si después de bautizados caemos en pecado mortal, recobramos la gracia a través del sacramento de la penitencia.

Así como el primer Adán, por su desobediencia, trajo el pecado y la muerte a toda la humanidad, Cristo, por su obediencia perfecta, trae la justificación y la vida. Él deshace el nudo de la desobediencia de Adán y restaura la creación. Toda la humanidad estaba implicada en la caída de Adán. De manera similar, a través del bautismo, los creyentes se unen a Cristo y participan de su victoria sobre el pecado y la muerte.

Siguiendo a Pablo, Santo Tomás de Aquino afirma que la justificación inicial es «por la fe sin las obras de la Ley». Esto significa que ninguna obra realizada antes de recibir la gracia puede merecer la salvación. La fe es el fundamento y la puerta de entrada a la salvación.

La justificación es una transformación real e interior del alma. Este proceso, obrado por Dios, tiene dos momentos simultáneos:

  • La infusión de la gracia: Dios vierte la «gracia santificante» en el alma del pecador. Esta gracia es una cualidad sobrenatural que sana, eleva y hace al alma partícipe de la naturaleza divina.
  • El movimiento del libre albedrío: La gracia mueve la voluntad del hombre para que, libremente, se vuelva hacia Dios (fe) y se aleje del pecado (penitencia).

Por lo tanto, el hombre justificado es realmente hecho justo y santo por dentro, no solo declarado como tal.

La Universalidad del Pecado

 Pablo argumenta y demuestra que todos los seres humanos, sin importar su procedencia o nacionalidad (tanto judíos como gentiles), son pecadores. Por lo tanto, se encuentran bajo el dominio del pecado y no pueden establecer una relación con Dios por sí mismos, ni pueden salvarse por sus propios méritos. Todos necesitan la salvación que proviene de Dios.

Para San Agustín de Hipona (354-430 d.C.), la Carta a los Romanos no fue un libro más de la Biblia. Fue el catalizador de su conversión, el fundamento de su teología y la respuesta a las angustias más profundas de su vida. Leer Romanos a través de los ojos de Agustín es descubrir cómo este texto dio forma a conceptos tan cruciales como la gracia, el pecado original y la predestinación.

  • El Momento de la Conversión: «¡Toma y lee!» (Romanos 13)

La conexión más famosa y personal de Agustín con Romanos se encuentra en el dramático relato de su conversión en el libro VIII de sus Confesiones. Atormentado por su incapacidad para abandonar su vida de pecado, especialmente su concupiscencia, se encuentra llorando en un jardín cuando oye la voz de un niño cantando: «Tolle, lege; tolle, lege» («¡Toma y lee; toma y lee!»).

Interpretándolo como una orden divina, Agustín tomó el libro de las cartas del Apóstol Pablo y lo abrió al azar. Sus ojos se posaron en Romanos 13:13-14:

«Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne.» (“Romanos 13:13-14 RVR1960 – Andemos como de día, honestamente; no …”)

Agustín escribe: «No quise leer más, ni era necesario tampoco. Pues al punto que terminé la lectura de esta sentencia, como si una luz de seguridad se hubiera infundido en mi corazón, todas las tinieblas de la duda se disiparon». Para él, estas palabras fueron la gracia divina actuando directamente, dándole la fuerza que por sí mismo no podía encontrar.

  • La Lucha Interior y la Esclavitud del Pecado (Romanos 7)

Antes de su conversión, Agustín se sentía prisionero de sus propios deseos. Encontró un eco perfecto de su lucha en Romanos 7:15, 19:

«Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.» (“Romanos 7:15-25 RVR1960 – Porque lo que hago, no lo entiendo; – Bible …”) […] Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. (“Romanos 7:19-25 RVR1960 – Porque no hago el bien que quiero, sino …”)

Para Agustín, este pasaje era la descripción perfecta del hombre bajo la ley pero sin la gracia. Demostraba que la voluntad humana, por sí sola, está dividida y es esclava del pecado. Saber lo que es correcto (la Ley) no otorga el poder para hacerlo. Esta interpretación fue fundamental para su posterior teología sobre la necesidad absoluta de la gracia de Dios.

  • El Pecado Original (Romanos 5)

Agustín desarrolló su influyente doctrina del pecado original en gran parte a partir de su lectura de Romanos 5:12:

«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.» (“Bible Gateway passage: Romanos 5:12-21 – Reina-Valera 1960”)

Interpretó este versículo para enseñar que toda la humanidad estaba «en Adán» cuando él pecó. Por lo tanto, no solo heredamos las consecuencias de su pecado (la muerte), sino que heredamos su culpa y una naturaleza humana corrupta, inclinada al mal desde el nacimiento. Esta idea de una «masa de pecado» (massa peccati) de la que nadie puede escapar por sus propios medios es central en su pensamiento.

  • La Gracia Irresistible y la Predestinación (Romanos 8-9)

 En su teología, la doctrina de la predestinación, también se deriva de Romanos. Al leer pasajes como Romanos 8:29-30 («Porque a los que antes conoció, también los predestinó...») y todo el capítulo 9 (donde Pablo habla de Dios amando a Jacob y aborreciendo a Esaú antes de que nacieran), Agustín concluyó:

  • La humanidad está muerta en el pecado: Es tan incapaz de volverse a Dios que ni siquiera puede dar el primer paso de fe por sí misma.
  • La gracia es soberana: La salvación es enteramente una obra de Dios. Él elige a quién salvar (los «elegidos») no basado en méritos futuros que Él prevea, sino únicamente por su misteriosa y misericordiosa voluntad.
  • La gracia es eficaz: La gracia que Dios da a sus elegidos no puede ser resistida finalmente. Realiza eficazmente la salvación en ellos.

Para Agustín, esto no era una doctrina de fatalismo, sino la máxima expresión de la soberanía de Dios y la certeza de que la salvación depende enteramente de Él, no de la frágil voluntad humana.

La Interacción entre Gracia y Libertad Humana

 Aunque la salvación es un don de la gracia de Dios, la carta también implica la responsabilidad humana en la respuesta de fe y en la vida de santidad. La gracia divina no anula la libertad del creyente para elegir obedecer a Dios y vivir conforme a su voluntad, mostrando una sinergia entre la acción divina y la respuesta humana. En resumen, no se trata de una suma matemática (como 50% + 50%), sino de una profunda paradoja teológica: la acción de Dios es tan completa que capacita a nuestra libertad para que nuestra cooperación sea también completa y genuina. El mérito es enteramente un don de Dios, y a la vez, es verdaderamente nuestro porque lo realizamos con la libertad que Él mismo nos ha dado y sanado.

En su famoso tratado «Sobre la Gracia y el Libre Albedrío«, San Bernardo aborda el núcleo de la teología paulina. Su visión es clara y elegante:

  • Dios es el autor de la salvación: La gracia lo inicia todo. Es Dios quien predispone, mueve e inspira al alma hacia el bien. Sin la gracia, el hombre no puede hacer absolutamente nada para salvarse.
  • El libre albedrío es el «recipiente»: ¿Qué papel juega entonces la voluntad humana? Bernardo responde: su función es consentir. El libre albedrío no crea la salvación, pero la recibe. Es la capacidad del alma para decir «sí» a la acción de Dios.

Escribe: «Suprime el libre albedrío y no habrá nadie a quien salvar. Quita la gracia y no habrá con qué salvar». (“Tratado de la gracia y el libre albedrío de san Bernardo”) Para él, la verdadera libertad no es la capacidad de elegir entre el bien y el mal, sino la liberación del pecado, un don que solo la gracia puede otorgar.

  •  La Justificación: Un Abrazo de la Misericordia

Bernardo entiende la justificación de una manera profundamente humilde y personal. Para él, cualquier pretensión de mérito propio es un absurdo. La justificación es, pura y simplemente, un acto de la insondable misericordia de Dios.

Una de sus frases más célebres resume perfectamente su pensamiento sobre este tema, eco de Romanos 3-4:

«Mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos.» (“Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia – Corazones”) (“Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia – Corazones”)

Para Bernardo, la fe es la mano vacía que se extiende para recibir este don. No es una simple creencia intelectual, sino una confianza total y un abandono en los brazos de un Dios misericordioso. La «justicia» del hombre no es otra que la justicia de Cristo que le es imputada por gracia.

La Vida en el Espíritu: El Camino del Amor

Aquí es donde la lectura de San Bernardo se vuelve más distintiva y apasionada. Interpreta la «vida en el Espíritu» descrita en Romanos 8 y la llamada a ser un «sacrificio vivo» de Romanos 12 a través de su doctrina del amor. Para él, el objetivo final de la gracia no es solo el perdón de los pecados, sino conducir al alma a través de diferentes etapas de amor hasta la unión mística con Dios.

El cristiano, movido por el Espíritu, progresa en el amor:

  • Amor a sí mismo por sí mismo: El estado natural del hombre caído.
  • Amor a Dios por interés propio: Se ama a Dios por los beneficios que se reciben de Él.
  • Amor a Dios por Dios mismo: La gracia eleva el alma para que ame a Dios por su propia bondad y belleza, no solo por sus dones. Aquí comienza la verdadera santidad.
  • Amor a sí mismo por Dios: El grado más alto. El alma se ama a sí misma solo en la medida en que es un recipiente del amor de Dios y un instrumento para su gloria. Es una pérdida de sí mismo en el océano del amor divino.

Este es el verdadero cumplimiento de la Ley: el amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones (Romanos 5:5).

San Bernardo no lee Romanos para resolver disputas teológicas, sino para guiar a las almas. Su enfoque es menos doctrinal y más experiencial. Para él, las grandes verdades de la carta —la miseria del pecado, la gratuidad de la gracia, la justificación por la fe— no son conceptos abstractos, sino realidades vivas que deben llevar al creyente a una profunda humildad, a una confianza inquebrantable y, sobre todo, a un amor ardiente por el Dios que se ha revelado en Jesucristo.

La parte final de la carta dedica atención a consejos concretos sobre cómo deben vivir los cristianos. Esto incluye exhortaciones sobre cómo amarse unos a otros, someterse a las autoridades establecidas y cómo usar sus dones espirituales y naturales para el bien y la edificación de la comunidad de fe.

La fe es la raíz y el fundamento, pero una fe auténtica necesariamente produce el fruto de las buenas obras. San Juan Crisóstomo lo explica vívidamente: es imposible tener una fe verdadera y vivir una vida disoluta. La fe activa la voluntad, y la gracia la capacita para actuar.

Santo Tomás resuelve la aparente tensión entre fe y obras con una síntesis equilibrada. Siguiendo a Pablo, afirma que la justificación inicial es «por la fe sin las obras de la Ley». Esto significa que ninguna obra realizada antes de recibir la gracia puede merecer la salvación. La fe es el fundamento y la puerta de entrada a la justificación.

Sin embargo, esta fe no puede estar muerta. Debe ser una «fe formada por la caridad» (fides formata caritate). La caridad (el amor sobrenatural a Dios y al prójimo) es la forma y la perfección de todas las virtudes. Una vez justificado, el creyente, movido por la gracia y el amor, realiza buenas obras. Estas obras son:

  • Fruto de la gracia: No se originan en el hombre, sino en Dios que obra en él.
  • Meritorias: Porque el hombre coopera libremente con la gracia, estas obras pueden merecer un aumento de la gracia y, finalmente, la vida eterna. El mérito es cien por cien de Dios y cien por cien del hombre.

Así, fe y obras no se oponen, sino que se integran: la fe inicia el camino y las obras (nacidas del amor) lo continúan y perfeccionan.

Dios es el autor de todo el bien que hacemos. La gracia es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. Esta gracia es absolutamente necesaria para querer el bien.

Dice San Bernardo:

«Para que existiese en nosotros el querer el bien libremente fue menester la gracia creadora; para que progrese, se requiere la gracia salvadora»

La gracia es necesaria para empezar y concluir toda obra buenapara resistir las embestidas del demonio y del mundo, para desear convertirnos a Dios, para obrar nuestra salvación; en fin, para todas las obras saludables que podemos hacer. Todos nuestros méritos son fruto de la gracia. «Sin mí no podéis hacer nada», dice el Señor.

El libre albedrío lo define san Bernardo como la facultad de querer simplementeno de querer el bien, pues querer el bien no es propio ya de nuestra naturaleza caída, sino de la gracia.

En la obra de nuestra salvación deben cooperar la gracia y el libre albedrío. 

«Guardémonos al sentir cómo se obra invisiblemente dentro de nosotros y con nosotros esta obra de salvación, de atribuirla a nuestra voluntad, que es flaca, ni a necesidad divina, que no existe, sino sólo a su gracia, de la que está lleno. La gracia despierta al libre albedrío cuando siembra los pensamientos, la sana cuando ordena su afecto, la fortalece para llevarle a la acción, le sostiene para que no sienta desmayo. De tal modo obra con el libre albedrío, que al principio le previene y luego le acompaña; le previene para que después coopere con ella. Y de este modo, lo que empezó la gracia sola, lo llevan a término ambos; lo obran, no separados, sino unidos; no ahora uno y luego otro, sino a la vez; no hace parte la gracia y parte el libre albedrío, sino que lo obran todo con una sola operación invisible; todo Él y todo ella; mas para que todo en Él, todo por ella».

La gracia es, pues, la que salva. «Mas el libre albedrío, ¿qué hace?» Responde brevemente: «se salva». «Quita el libre albedrío y no habrá quien pueda salvarse; quita la gracia y no habrá quien salve». Por tanto, ¿cuál es el mérito del libre albedrío? El cooperar, no en el sentido de que este consentimiento venga de él, pues todo procede de Dios, sino de que no existe en nosotros, sino por nosotros.

La libertad verdadera siempre está supeditada a la Caridad, al Bien: a Dios. Y pensar que tu vida está en tus manos y que no depende de Dios para nada es la mayor necedad: como la del rico necio de la parábola:

Y les dijo una parábola: Había un hombre rico, cuyas tierras le dieron gran cosecha. Comenzó él a pensar dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, pues no tengo donde encerrar mi cosecha? (“Lucas 12 – Biblia Nacar-Colunga”)

Y dijo: Ya sé lo que voy a hacer: demoleré mis graneros y los haré más grandes, y almacenaré en ellos todo mi grano y mis bienes y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes almacenados para muchos años; descansa, come, regálate. (“campus.idteologia.org”)

«Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y lo que has acumulado, ¿para quién será?» (“Lucas 12:20 N-C – Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma … – BibliaTodo”)

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