La Derrota de Lucifer: la Santa Misa

La Santa Misa

No pensaba escribir nada más. Todo lo que el Señor me pidió o me inspiró que escribiera, escrito está.

Pero hoy, que celebramos el Corpus Christi de domingo para no molestar un jueves laboral, tengo que escribir algo sobre la Santa Misa. Si el jueves del Corpus se hubiera celebrado la final de la Champions, el mundo entero se habría paralizado, como ocurrió ayer mismo, y toda la marabunta se habría puesto en marcha para asistir al partido. Miles de seguidores viajan en avión para asistir en vivo y en directo a tan transcendente acontecimiento. Y el mundo se para durante más de dos horas para ver las gestas deportivas de unos y de otros.

El mundo se para por el fútbol. Y se volverá a parar por la Eurocopa. Y más tarde por las Olimpiadas. El mundo se para con el campeonato del mundo de motos o con la Fórmula 1. O con el Tour de Francia, con Roland Garros o Wimbledon.

Es el circo moderno. La gente necesita entretenerse y paga para sofocar durante unas horas el hastío insoportable de sus vidas.

Sin embargo, ¿a quién le importa ir a una misa? Los ídolos del mundo son Nadal o Vinicius. ¿Cristo? ¿En qué equipo juega?

Cristo es ese Dios que desconocéis. ¿Pero todavía hay alguien que crea en Dios? Pues sí. Yo mismo. Y no es un personaje mitológico, como el unicornio; ni es un simple personaje histórico de segunda división como los guerrilleros barbudos de las milicias carlistas.

Cristo es Dios y estaba junto a Dios Padre y junto al Espíritu Santo en el momento de la creación del universo.  Y todo lo hicieron bien.

Pero Lucifer, el ángel caído, tentó a nuestros primeros padres y cayeron: «¿por qué obedecer y servir a Dios? Si Dios os ha prohibido comer del árbol es porque sabe que, si lo hacéis seréis como Él, seréis como Dios y podréis discernir, sin necesidad del Creador, el bien y el mal. «Non serviam». No te serviré ni te obedeceré, le dijo Lucifer a Dios.

Y desde el pecado de desobediencia y de soberbia de Adán y Eva, el pecado se extendió por toda la creación y con él, llegaron las enfermedades, los trabajos penosos y la muerte. Dios no creó la muerte ni la enfermedad: esas fueron obras del Demonio y del pecado del hombre.

En cierta ocasión, Dios puso a prueba a Abraham:
«Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moriá, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que yo te indicaré». (v. 2)
(…)
Isaac rompió el silencio y dijo a su padre Abraham: «¡Padre!». Él respondió: «Sí, hijo mío». «Tenemos el fuego y la leña, continuó Isaac, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». (v. 7)
«Dios proveerá el cordero para el holocausto» respondió Abraham.(v. 8)
Abraham erigió un altar, dispuso la leña, ató a su hijo Isaac, y lo puso sobre el altar encima de la leña. (v. 9). Luego extendió su mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. (v. 10)
Pero el Ángel del Señor lo llamó desde el cielo.(v. 11)

Y el Ángel le dijo: «No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único». (v. 12).

Dios Padre ofreció en sacrificio a su único Hijo, como al cordero pascual, para derrotar al pecado y a la muerte de una vez para siempre. Una solo gota de la Sangre de nuestro Redentor es suficiente para limpiar todo el pecado del mundo.

Pues bien, llegada la plenitud de los tiempos, Jesús se encarna y se hace hombre en el seno virginal de María. Él es el centro del plan de Dios (Ef. 1,3-19; 3,1-12). Con él han llegado los «últimos tiempos» (Heb. 1,2), el «tiempo de la salvación» (2Cor. 6,2). Con su muerte se realiza la victoria de Dios sobre el mal y sobre Satanás (Jn. 12,31; 16,11). En Él Dios realiza la alianza nueva y eterna (Mc. 14,22-23). Con Él se abre el paraíso, tanto tiempo cerrado (Lc. 23,42-43). Por Él se nos da el Espíritu, que transforma el hombre dándole la nueva vida y realizando la nueva creación (Jn. 19,30-34; 20,22; 3,5; 7,37-39). Él es el centro de la historia, “el Principio y el Fin”, “el Alfa y la Omega” (Ap. 22,13). Él es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb. 13,8), “el que era y es y viene” (Ap. 1,8), continúa presente en su Iglesia y «no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos» (Hech. 4,12).

Cristo predicó durante sus años de vida pública el Reinado de Dios y la necesidad de la fe, la esperanza y la caridad para nuestra salvación. Y para ellos instituyó los sacramentos, que nos dejó a la Iglesia para derrotar al pecado y llevar almas al cielo: el bautismo, que nos hace renacer del agua y del Espíritu, y nos da la gracia santificante, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios y liberándonos de la esclavitud del pecado original:

Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará.(Mc.16)

La penitencia, con la que los sucesores de los apóstoles tienen el poder de perdonar los pecados:

Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. 23A quienes perdonéis los pecados, éstos les son perdonados; a quienes retengáis los pecados, éstos les son retenidos. (Jn 20, 23).

La confirmación: antes de ofrecer su vida por nosotros, Jesús promete el envío del Espíritu (cfr. Jn 14,16; 15,26; 16,13), como efectivamente sucede en Pentecostés (cfr. Hch 2,1-4), en referencia explícita a la profecía de Joel (cfr. Hch 2,17-18), dando así inicio a la misión universal de la Iglesia. El mismo Espíritu derramado en Jerusalén sobre los apóstoles es por ellos comunicado a los bautizados mediante la imposición de las manos y la oración (cfr. Hch 8,14-17; 19,6).

La unción de los enfermos: es el sacramento que reciben los que están enfermos o sufriendo. Por la unción sagrada y la oración del sacerdote, la Iglesia entera encomienda a Cristo a los que están enfermos.

El orden sacerdotal lo instituye Cristo en la última cena. Por la imposición de las manos del Obispo, y sus palabras, hace sacerdotes a los hombres bautizados, y les da poder para perdonar los pecados y convertir el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

Respecto al matrimonio, explica el Catecismo:

1601 «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados»

1603 «La íntima comunidad de vida y amor conyugal, está fundada por el Creador y provista de leyes propias. […] El mismo Dios […] es el autor del matrimonio» (GS 48,1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. 

 Y por último, la Eucaristía: la Santa Misa. La Misa es la fuente, el centro y el culmen de la vida cristiana. Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: ‘nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar’ (San Ireneo)” (CIC 1324-1327).

En la Eucaristía se produce ante nuestros ojos el milagro más prodigioso: el pan y el vino se convierten verdaderamente en el Cuerpo y en la Sangre de Nuestro Señor. La Misa es el mismo sacrificio de Cristo en la cruz, pero ahora de manera incruenta.

CONCILIO DE TRENTO

SESION XIII

Que es la III celebrada en tiempo del sumo Pontífice Julio III en 11 de octubre de 1551
DECRETO SOBRE EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

Aunque el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por los mismos Legado y Nuncios de la santa Sede Apostólica, se ha juntado no sin particular dirección y gobierno del Espíritu Santo, con el fin de exponer la verdadera doctrina sobre la fe y Sacramentos, y con el de poner remedio a todas las herejías, y a otros gravísimos daños, que al presente afligen lastimosamente la Iglesia de Dios, y la dividen en muchos y varios partidos; ha tenido principalmente desde los principios por objeto de sus deseos, arrancar de raíz la zizaña de los execrables errores y cismas, que el demonio ha sembrado en estos nuestros calamitosos tiempos sobre la doctrina de fe, uso y culto de la sacrosanta Eucaristía, la misma que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia, como símbolo de su unidad y caridad, queriendo que con ella estuviesen todos los cristianos juntos y reunidos entre sí. En consecuencia pues, el mismo sacrosanto Concilio enseñando la misma sana y sincera doctrina sobre este venerable y divino sacramento de la Eucaristía, que siempre ha retenido, y conservará hasta el fin de los siglos la Iglesia católica, instruida por Jesucristo nuestro Señor y sus Apóstoles, y enseñada por el Espíritu Santo, que incesantemente le sugiere toda verdad; prohíbe a todos los fieles cristianos, que en adelante se atrevan a creer, enseñar o predicar respecto de la santísima Eucaristía de otro modo que el que se explica y define en el presente decreto.

CAP. I. De la presencia real de Jesucristo nuestro Señor en el santísimo sacramento de la Eucaristía.

En primer lugar enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles; pues no hay en efecto repugnancia en que el mismo Cristo nuestro Salvador este siempre sentado en el cielo a la diestra del Padre según el modo natural de existir, y que al mismo tiempo nos asista sacramentalmente con su presencia, y en su propia substancia en otros muchos lugares con tal modo de existir, que aunque apenas lo podemos declarar con palabras, podemos no obstante alcanzar con nuestro pensamiento ilustrado por la fe, que es posible a Dios, y debemos firmísimamente creerlo. Así pues han profesado clarísimamente todos nuestros antepasados, cuantos han vivido en la verdadera Iglesia de Cristo, y han tratado de este santísimo y admirable Sacramento; es a saber, que nuestro Redentor lo instituyó en la última cena, cuando después de haber bendecido el pan y el vino; testificó a sus Apóstoles con claras y enérgicas palabras, que les daba su propio cuerpo y su propia sangre. Y siendo constante que dichas palabras, mencionadas por los santos Evangelistas, y repetidas después por el Apóstol san Pablo, incluyen en sí mismas aquella propia y patentísima significación, según las han entendido los santos Padres; es sin duda execrable maldad, que ciertos hombres contenciosos y corrompidos las tuerzan, violenten y expliquen en sentido figurado, ficticio o imaginario; por el que niegan la realidad de la carne y sangre de Jesucristo, contra la inteligencia unánime de la Iglesia, que siendo columna y apoyo de verdad, ha detestado siempre como diabólicas estas ficciones excogitadas por hombres impíos, y conservado indeleble la memoria y gratitud de este tan sobresaliente beneficio que Jesucristo nos hizo.
CAP. II. Del modo con que se instituyó este santísimo Sacramento.

Estando, pues, nuestro Salvador para partirse de este mundo a su Padre, instituyó este Sacramento, en el cual como que echó el resto de las riquezas de su divino amor para con los hombres dejándonos un monumento de sus maravillas, y mandándonos que al recibirle recordásemos con veneración su memoria, y anunciásemos su muerte hasta tanto que el mismo vuelva a juzgar al mundo. Quiso además que se recibiese este Sacramento como un manjar espiritual de las almas, con el que se alimenten y conforten los que viven por la vida del mismo Jesucristo, que dijo: Quien me come, vivirá por mí; y como un antídoto con que nos libremos de las culpas veniales, y nos preservemos de las mortales. Quiso también que fuese este Sacramento una prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y consiguientemente un símbolo, o significación de aquel único cuerpo, cuya cabeza es él mismo, y al que quiso estuviésemos unidos estrechamente como miembros, por medio de la segurísima unión de la fe, la esperanza y la caridad, para que todos confesásemos una misma cosa, y no hubiese cismas entre nosotros.
CAP. III. De la excelencia del santísimo sacramento de la Eucaristía, respecto de los demás Sacramentos.

Es común por cierto a la santísima Eucaristía con los demás Sacramentos, ser símbolo o significación de una cosa sagrada, y forma o señal visible de la gracia invisible; no obstante se halla en él la excelencia y singularidad de que los demás Sacramentos entonces comienzan a tener la eficacia de santificar cuando alguno usa de ellos; mas en la Eucaristía existe el mismo autor de la santidad antes de comunicarse: pues aun no habían recibido los Apóstoles la Eucaristía de mano del Señor, cuando él mismo afirmó con toda verdad, que lo que les daba era su cuerpo. Y siempre ha subsistido en la Iglesia de Dios esta fe, de que inmediatamente después de la consagración, existe bajo las especies de pan y vino el verdadero cuerpo de nuestro Señor, y su verdadera sangre, juntamente con su alma y divinidad: el cuerpo por cierto bajo la especie de pan, y la sangre bajo la especie de vino, en virtud de las palabras; mas el mismo cuerpo bajo la especie de vino, y la sangre bajo la de pan, y el alma bajo las dos, en fuerza de aquella natural conexión y concomitancia, por la que están unidas entre sí las partes de nuestro Señor Jesucristo, que ya resucitó de entre los muertos para no volver a morir; y la divinidad por aquella su admirable unión hipostática con el cuerpo y con el alma. Por esta causa es certísimo que se contiene tanto bajo cada una de las dos especies, como bajo de ambas juntas; pues existe Cristo todo, y entero bajo las especies de pan, y bajo cualquiera parte de esta especie: y todo también existe bajo la especie de vino y de sus partes.
CAP. IV. De la Transubstanciación.

Mas por cuanto dijo Jesucristo nuestro Redentor, que era verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la especie de pan, ha creído por lo mismo perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este mismo santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino, se convierte toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre, cuya conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la santa Iglesia católica.
CAP. V. Del culto y veneración que se debe dar a este santísimo Sacramento.

No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo; pues creemos que está presente en él aquel mismo Dios de quien el Padre Eterno, introduciéndole en el mundo, dice: Adórenle todos los Ángeles de Dios; el mismo a quien los Magos postrados adoraron; y quien finalmente, según el testimonio de la Escritura, fue adorado por los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio, que la costumbre de celebrar con singular veneración y solemnidad todos los años, en cierto día señalado y festivo, este sublime y venerable Sacramento, y la de conducirlo en procesiones honorífica y reverentemente por las calles y lugares públicos, se introdujo en la Iglesia de Dios con mucha piedad y religión. Es sin duda muy justo que haya señalados algunos días de fiesta en que todos los cristianos testifiquen con singulares y exquisitas demostraciones la gratitud y memoria de sus ánimos respecto del dueño y Redentor de todos, por tan inefable, y claramente divino beneficio, en que se representan sus triunfos, y la victoria que alcanzó de la muerte. Ha sido por cierto debido, que la verdad victoriosa triunfe de tal modo de la mentira y herejía, que sus enemigos a vista de tanto esplendor, y testigos del grande regocijo de la Iglesia universal, o debilitados y quebrantados se consuman de envidia, o avergonzados y confundidos vuelvan alguna vez sobre sí.

CAP. VI. Que se debe reservar el sacramento de la sagrada Eucaristía, y llevar a los enfermos.

Es tan antigua la costumbre de guardar en el sagrario la santa Eucaristía, que ya se conocía en el siglo en que se celebró el concilio Niceno. Es constante, que a más de ser muy conforme a la equidad y razón, se haya mandado en muchos concilios, y observado por costumbre antiquísima de la Iglesia católica, que se conduzca la misma sagrada Eucaristía para administrarla a los enfermos, y que con este fin se conserve cuidadosamente en las iglesias. Por este motivo establece el santo Concilio, que absolutamente debe mantenerse tan saludable y necesaria costumbre.
CAP. VII. De la preparación que debe preceder para recibir dignamente la sagrada Eucaristía.

Si no es decoroso que nadie se presente a ninguna de las demás funciones sagradas, sino con pureza y santidad; cuánto más notoria es a las personas cristianas la santidad y divinidad de este celeste Sacramento, con tanta mayor diligencia por cierto deben procurar presentarse a recibirle con grande respeto y santidad; principalmente constándonos aquellas tan terribles palabras del Apóstol san Pablo: Quien come y bebe indignamente, come y bebe su condenación; pues no hace diferencia entre el cuerpo del Señor y otros manjares. Por esta causa se ha de traer a la memoria del que quiera comulgar el precepto del mismo Apóstol: Reconózcase el hombre a sí mismo. La costumbre de la Iglesia declara que es necesario este examen, para que ninguno sabedor de que está en pecado mortal, se pueda acercar, por muy contrito que le parezca hallarse, a recibir la sagrada Eucaristía, sin disponerse antes con la confesión sacramental; y esto mismo ha decretado este santo Concilio observen perpetuamente todos los cristianos, y también los sacerdotes, a quienes correspondiere celebrar por obligación, a no ser que les falte confesor. Y si el sacerdote por alguna urgente necesidad celebrare sin haberse confesado, confiese sin dilación luego que pueda.

CAP. VIII. Del uso de este admirable Sacramento.

Con mucha razón y prudencia han distinguido nuestros Padres respecto del uso de este Sacramento tres modos de recibirlo. Enseñaron, pues, que algunos lo reciben sólo sacramentalmente, como son los pecadores; otros sólo espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este celeste pan, perciben con la viveza de su fe, que obra por amor, su fruto y utilidades; los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo tiempo; y tales son los que se preparan y disponen antes de tal modo, que se presentan a esta divina mesa adornados con las vestiduras nupciales. Mas al recibirlo sacramentalmente siempre ha sido costumbre de la Iglesia de Dios, que los legos tomen la comunión de mano de los sacerdotes, y que los sacerdotes cuando celebran, se comulguen a sí mismos: costumbre que con mucha razón se debe mantener, por provenir de tradición apostólica. Finalmente el santo Concilio amonesta con paternal amor, exhorta, ruega y suplica por las entrañas de misericordia de Dios nuestro Señor a todos, y a cada uno de cuantos se hallan alistados bajo el nombre de cristianos, que lleguen finalmente a convenirse y conformarse en esta señal de unidad, en este vínculo de caridad, y en este símbolo de concordia; y acordándose de tan suprema majestad, y del amor tan extremado de Jesucristo nuestro Señor, que dio su amada vida en precio de nuestra salvación, y su carne para que nos sirviese de alimento; crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y sangre, con fe tan constante y firme, con tal devoción de ánimo, y con tal piedad y reverencia, que puedan recibir con frecuencia aquel pan sobresubstancial, de manera que sea verdaderamente vida de sus almas, y salud perpetua de sus entendimientos, para que confortados con el vigor que de él reciban, puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la patria celestial, para comer en ella sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de Ángeles, que ahora comen bajo las sagradas especies. Y por cuanto no basta exponer las verdades, si no se descubren y refutan los errores; ha tenido a bien este santo Concilio añadir los cánones siguientes, para que conocida ya la doctrina católica, entiendan también todos cuáles son las herejías de que deben guardarse, y deben evitar.

CÁNONES DEL SACROSANTO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

CAN. I. Si alguno negare, que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y por consecuencia todo Cristo; sino por el contrario dijere, que solamente está en él como en señal o en figura, o virtualmente; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía queda substancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo; y negare aquella admirable y singular conversión de toda la substancia del pan en el cuerpo, y de toda la substancia del vino en la sangre, permaneciendo solamente las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia católica propísimamente llama Transubstanciación; sea excomulgado.

CAN III. Si alguno negare, que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene todo Cristo en cada una de las especies, y divididas estas, en cada una de las partículas de cualquiera de las dos especies; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que hecha la consagración no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino solo en el uso, mientras que se recibe, pero no antes, ni después; y que no permanece el verdadero cuerpo del Señor en las hostias o partículas consagradas que se reservan, o quedan después de la comunión; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, o que el principal fruto de la sacrosanta Eucaristía es el perdón de los pecados, o que no provienen de ella otros efectos; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno dijere, que en el santo sacramento de la Eucaristía no se debe adorar a Cristo, hijo unigénito de Dios, con el culto de latría, ni aun con el externo; y que por lo mismo, ni se debe venerar con peculiar y festiva celebridad; ni ser conducido solemnemente en procesiones, según el loable y universal rito y costumbre de la santa Iglesia; o que no se debe exponer públicamente al pueblo para que le adore, y que los que le adoran son idólatras; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que no es lícito reservar la sagrada Eucaristía en el sagrario, sino que inmediatamente después de la consagración se ha de distribuir de necesidad a los que estén presentes; o dijere que no es lícito llevarla honoríficamente a los enfermos; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que Cristo, dado en la Eucaristía, sólo se recibe espiritualmente, y no también sacramental y realmente; sea excomulgado.

CAN. IX. Si alguno negare, que todos y cada uno de los fieles cristianos de ambos sexos, cuando hayan llegado al completo uso de la razón, están obligados a comulgar todos los años, a lo menos en Pascua florida, según el precepto de nuestra santa madre la Iglesia; sea excomulgado.

CAN. X. Si alguno dijere, que no es lícito al sacerdote que celebra comulgarse a sí mismo; sea excomulgado.

CAN. XI. Si alguno dijere, que sola la fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía; sea excomulgado. Y para que no se reciba indignamente tan grande Sacramento, y por consecuencia cause muerte y condenación; establece y declara el mismo santo Concilio que los que se sienten gravados con conciencia de pecado mortal, por contritos que se crean, deben para recibirlo, anticipar necesariamente la confesión sacramental, habiendo confesor. Y si alguno presumiere enseñar, predicar o afirmar con pertinacia lo contrario, o también defenderlo en disputas públicas, quede por el mismo caso excomulgado.

Catecismo de San Pío X

652
652.- ¿Es la Eucaristía solamente sacramento? – La Eucaristía, además de sacramento, es también el sacrificio perenne de la nueva ley dejado por Jesucristo a su Iglesia para ser ofrecido a Dios por mano de los sacerdotes.

653
653.- ¿En qué consiste en general el sacrificio? – El sacrificio en general consiste en ofrecer una cosa sensible a Dios y destruirla de alguna manera en reconocimiento de su supremo dominio sobre nosotros y sobre todas las cosas.

654.- ¿Cómo se llama este sacrificio de la nueva ley? – Este sacrificio de la nueva ley se llama la santa Misa.

655
655.- ¿Qué es, pues, la santa Misa? – La santa Misa es el Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, que se ofrece sobre nuestros altares bajo las especies de pan y de vino en memoria del sacrificio de la Cruz.

656
656.- ¿Es el sacrificio de la Misa el mismo de la Cruz? – El sacrificio de la Misa es sustancialmente el mismo de la Cruz, en cuanto el mismo Jesucristo que se ofreció en la Cruz es el que se ofrece por manos de los sacerdotes, sus ministros, sobre nuestros altares; mas, cuanto al modo con que se ofrece, el sacrificio de la Misa difiere del sacrificio de la Cruz, si bien guarda con éste la más íntima relación.

657
657.- ¿Qué diferencia y relación hay, por consiguiente, entre el sacrificio de la Misa y el de la Cruz? – Entre el sacrificio de al Misa y el de la Cruz hay esta diferencia y relación: que en la Cruz, Jesucristo se ofreció derramando su sangre y mereciendo por nosotros, mientras en nuestros altares se sacrifica Él mismo sin derramamiento de sangre y nos aplica los frutos de su pasión y muerte.

658
658.- ¿Qué otra relación guarda el sacrificio de la Misa con el de la Cruz? – La otra relación que guarda el sacrificio de la Misa con el de la Cruz es que el sacrificio de la Misa representa de un modo sensible el derramamiento de la sangre de Jesucristo en la Cruz; porque, en virtud de las palabras de la consagración, se hace presente bajo las especies del pan sólo el Cuerpo, y bajo las especies del vino sólo la Sangre de nuestro Redentor; si bien, por natural concomitancia y por la unión hipostática, está presente bajo cada una de las especies Jesucristo vivo y verdadero.


659.- ¿Es el sacrificio de la Cruz el único sacrificio de la nueva ley? – El sacrificio de la Cruz es el único sacrificio de la nueva ley, en cuanto por él aplacó el Señor la divina justicia, adquirió todos los merecimientos necesarios para salvarnos, y así consumó de su parte nuestra redención. Más estos merecimientos nos los aplica por los medios instituidos por Él en la Iglesia, entre los cuales está el santo sacrificio de la Misa.

660.- ¿Para qué fines se ofrece, pues, la Santa Misa? – El sacrificio de la Santa Misa se ofrece a Dios para cuatro fines: 1º., para honrarle como conviene, y por esto se llama latréutico; 2º., para agradecerle sus beneficios, y por esto se llama eucarístico; 3º., para aplacarle, para darle alguna satisfacción de nuestros pecados y para ofrecerle sufragios por las almas del purgatorio, por lo cual se llama propiciatorio; 4º., para alcanzar todas las gracias que nos son necesarias, y por esto se llama impetratorio.

661.- ¿Quién es el que ofrece a Dios el sacrificio de la santa Misa? – El primero y principal oferente de la santa Misa es Jesucristo, y el sacerdote es el ministro que en nombre de Jesucristo ofrece el mismo sacrificio al eterno Padre.

662
662.- ¿Quién instituyó el sacrificio de la santa Misa? – El sacrificio de la santa Misa lo instituyó el mismo Jesucristo cuando instituyó el sacramento de la Eucaristía y dijo que se hiciese en memoria de su pasión.

663
663.- ¿A quién se ofrece la santa Misa? – La santa Misa se ofrece a solo Dios.

664
664.- Si la santa Misa se ofrece a solo Dios, ¿por qué se celebran tantas Misas en honor de la Santísima Virgen y de los Santos? – La Misa que se celebra en honor de la Santísima Virgen y de los Santos es siempre un sacrificio ofrecido a solo Dios; se dice, empero, que se celebra en honor de la Santísima Virgen y de los Santos a fin de que Dios sea alabado en ellos por las mercedes que les hizo y nos dé más copiosamente por su intercesión las gracias que nos convienen.

665
665.- ¿Quien participa de los frutos de la Misa? – Toda la Iglesia participa de los frutos de la Misa, pero en particular: 1º., el sacerdote y los que asisten a la Misa, los cuales se consideran unidos al sacerdote; 2º., aquellos por quienes se aplica la Misa, así vivos como difuntos.

CONTRA LOS HEREJES

San Juan Crisóstomo decía: “Esta Sangre, dignamente recibida, ahuyenta los demonios, nos atrae a los ángeles y al mismo Señor de los ángeles… Esta Sangre derramada purifica el mundo… Es el precio del universo, con ella Cristo redime a la Iglesia… Semejante pensamiento tiene que frenar nuestras pasiones.

Escribe Santo Tomás de Aquino:

Una persona que no tiene la intención de cambiar su vida y abandonar el pecado público no debe recibir la Sagrada Comunión ni la absolución. 
Como dice el Levítico: «ninguno que tenga mancha ha de acercarse al altar» (21,16). No existe el derecho a comulgar en pecado mortal: comulgar sin estar en gracia de Dios es sacrilegio y blasfemia. Quienes comulgan en pecado mortal «crucifican de nuevo en sí mismos al Hijo de Dios y lo exponen al escarnio» (He 6,6).

La Eucaristía es el sacramento de la caridad y de la unidad de la Iglesia, como dice San Agustín; y estando el pecador sin caridad y separado, con toda razón, de la unidad de la Iglesia, si se llegase a este sacramento, cometería una falsedad, dando a entender que tiene la caridad que no tiene. Por lo que incurre en sacrilegio como violador del sacramento y, consiguientemente, peca mortalmente.

Algunos objetan que la comunión del Cuerpo de Cristo es una medicina espiritual y que la medicina se da a los enfermos para que se curen, según aquello de Mt 9,12: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Y como los enfermos o indispuestos espiritualmente son los pecadores, podrían recibir la comunión sacramental sin culpa quienes viven en pecado mortal (herejía de las gordas). Aducen así que la eucaristía no es el premio de los santos, sino el Pan de los pecadores, induciendo de esta manera al sacrilegio y a la perdición de las almas.

Pero ante este error, contesta Santo Tomás de Aquino:

No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento (la santa comunión) es una medicina reconfortante que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado.

Afirmar que una persona que vive en adulterio público puede estar al mismo tiempo en gracia de Dios y comulgar sin problema es una herejía como la copa de un pino. Y quien comulga así comulga su propia condenación.

Decir que una pareja homosexual – pareja de hecho o casados civilmente – puede ser bendecida por la Iglesia Católica y que esos hombres o mujeres pueden comulgar como si nada o recibir la absolución sin arrepentimiento de sus pecados y sin cambio de vida es una herejía como una catedral de grande. La Iglesia no puede bendecir el pecado mortal ni dar la comunión a quien no esté en gracia de Dios. 

Proclamar públicamente que un homosexual no tiene por qué vivir en castidad, sino que puede mantener relaciones homosexuales con su pareja o con múltiples parejas y al mismo tiempo, estar en gracia de Dios y comulgar como si no estuviera cometiendo pecados mortales que claman al cielo, es una herejía de libro.

Pretender que quien mantiene relaciones sexuales, del tipo que sea, fuera del matrimonio no vive en pecado mortal es propio de un malvado que se cree él mismo dios o, peor aún, mejor que Dios y con poder de enmendarle la plana al mismísimo Jesucristo y al Dios que le dio los mandamientos a Moisés en el Horeb. Si alguien proclama una doctrina contraria a la de Cristo es exactamente un Anticristo.

Lo que Dios dice que es pecado mortal es pecado mortal y nadie puede derogar los mandamientos ni manipularlos ni enmendarlos. Lo que es pecado es pecado. Y el pecado mortal te quita la gracia santificante y te condena a las penas del infierno. Esa es nuestra fe.

Quien se rebela contra Dios es un réprobo impío. Quien es enemigo de Dios es enemigo de cualquier discípulo de Cristo y es enemigo mío. La libertad no es un fin en sí mismo. Es un medio para un fin: el de la salvación del alma. Somos libres para el bien, somos libres para el amor verdadero, somos libres para buscar y seguir la Verdad, que es Dios mismo, Sabiduría absoluta, Logos eterno, Bien eterno.

Adoremos a Jesús Sacramentado: en la Santa Misa, en el Sagrario, en la Custodia

Donde está Cristo, están el Padre y el Espíritu Santo. Y donde está la Santísima Trinidad, están sus ángeles y sus santos. Comulgar sacramentalmente nos une a Dios y a todos los santos. Comulgar es visitar el cielo, aunque ser por un instante. Ahora no vemos al Señor en el Pan Consagrado ni en el Cáliz vemos más que vino, aunque ya no haya vino en él. Dice San Pedro:

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, | que, por su gran misericordia, | mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, | nos ha regenerado | para una esperanza viva; 4para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, | reservada en el cielo a vosotros, 5que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios; | para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final. 6Por ello os alegráis, | aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; 7así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, | que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, | merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; 8sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él | y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, 9alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas.  (2Pedro, 1)

Y canta Santo Tomás:

Canta, oh lengua, el glorioso
misterio del Cuerpo
y de la Sangre preciosa
que el Rey de las naciones
Fruto de un vientre generoso
derramó en rescate del mundo.
Nos fue dado, nos nació
de una Virgen sin mancha;
y después de pasar su vida en el mundo,
una vez propagada la semilla de su palabra,
Terminó el tiempo de su destierro
Dando una admirable disposición.
En la noche de la Última Cena,
Sentado a la mesa con sus hermanos,
Después de observar plenamente
La ley sobre la comida legal,
se da con sus propias manos
Como alimento para los doce.
El Verbo encarnado, Pan Verdadero,
lo convierte con su palabra en su Carne,
y el vino puro se convierte en la Sangre de Cristo.

Y aunque fallan los sentidos,
Solo la fe es suficiente
para fortalecer el corazón en la verdad.

Veneremos, pues,
Postrados a tan grande Sacramento;
y la antigua imagen ceda el lugar
al nuevo rito;
¡La fe reemplace la incapacidad de los sentidos!
Al Padre y al Hijo
sean dadas Alabanza y Gloria, Fortaleza, Honor,
Poder y Bendición;
una Gloria igual sea dada a
Aquel que de uno y de otro procede.
Amén.

Adorote Devote

Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte.

Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.

En la Cruz se escondía sólo la Divinidad, pero aquí se esconde también la Humanidad; sin embargo, creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió aquel ladrón arrepentido.

No veo las llagas como las vio Tomás pero confieso que eres mi Dios: haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere y que te ame.

¡Memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que das vida al hombre: concede a mi alma que de Ti viva y que siempre saboree tu dulzura.

Señor Jesús, Pelícano bueno, límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.

Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego, que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria.

Amén.

Santo Tomás de Aquino

Eso quisiera yo también: que al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria. Por eso entiendo perfectamente a Santa Teresa de Jesús cuando escribía:

Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí
:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.

Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.

Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero
.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero
.

¡Qué ansiedad siento ante el sagrario de diluirme y traspasar la puerta santa del tabernáculo para que mi alma pueda gozar de tu presencia y adorarte, con los ángeles y los santos, por los siglos y de los siglos.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!

Oración ante el Santísimo

Oh, santísimo Jesús, que aquí eres verdaderamente Dios escondido: concédeme desear ardientemente, buscar prudentemente, conocer verdaderamente y cumplir perfectamente, en alabanza y gloria de tu nombre, todo lo que te agrada. Ordena, oh Dios mío, el estado de mi vida: concédeme que conozca lo que de mí quieres y que lo cumpla como es menester y conviene a mi alma. Dame, oh Señor Dios mío, que no desfallezca entre las prosperidades y adversidades, para que ni en aquellas me ensalce, ni en éstas me abata. De ninguna tengo gozo ni pena, sino de lo que lleva a ti o apartas de ti. Séanme viles, Señor, todas las cosas transitorias, y preciosas todas las eternas. Disgústeme, Señor, todo gozo sin ti. Séame deleitoso, oh Señor, cualquier trabajo por ti, y enojoso el descanso sin ti. Dame, oh Dios mío, que levante a ti mi corazón, frecuente y fervorosamente, hacerlo todo con amor, tener por muerto lo que no pertenece a tu servicio, hacer mis obras no por rutina, sino refiriéndolas a ti con devoción. Hazme, oh Jesús, amor mío y mi vida, obediente sin contradicción, pobre sin rebajamiento, casto sin corrupción, paciente sin murmuración, humilde sin ficción, alegre sin disipación, maduro sin pesadumbre, diligente sin inconsistencia, temeroso de ti sin desesperación, veraz sin doblez; haz que practique el bien sin presunción, que corrija al prójimo sin soberbia, que le edifique con palabras y obras sin fingimientos. Dame, oh Señor Dios mío, un corazón vigilante que ningún pensamiento curioso le aparte de ti: dame un corazón noble que ninguna intención siniestra le desvíe; dame un corazón firme que ninguna tribulación le quebrante; dame un corazón libre que ninguna pasión violenta le domine. Otórgame, oh Señor Dios mío, entendimiento que te conozca, diligencia que te busque, sabiduría que te halle, comportamiento que te agrade, perseverencia que confiadamente te espere y esperanza que finalmente te abrace. Dame que me aflija aquí con tus penas por la penitencia, que en el camino de mi vida use de tus beneficios por gracia, y en la patria goce de tus alegrías por gloria. Señor que vives y reinas, Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.

Santo Tomás de Aquino

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *