Todos los hombres tenemos la dignidad natural de ser criaturas de Dios, hechos a su imagen y semejanza. Y todos somos pecadores. Y quien diga que no es pecador, miente.
El pecado es doble: original y actual. Original es el que se contrae sin consentimiento; actual el que se comete con consentimiento. El original, pues, que se contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del sacramento del bautismo; el pecado actual, sin embargo, que con consentimiento se contrae, sin consentimiento no se perdona en manera alguna. Para el perdón de los pecados es necesaria la confesión sacramental. La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno.
El pecado original ha dejado nuestra naturaleza herida e inclinada al mal. La concupiscencia permanece en los bautizados: procede del pecado original e inclina al mal.
El nacimiento espiritual del hombre a la vida de la gracia se verifica por el sacramento del bautismo, que por eso recibe en teología el nombre de sacramento de la regeneración. También se le llama, con mucha propiedad, sacramento de la adopción, porque nos infunde la gracia santificante, que nos hace hijos adoptivos de Dios. El sacramento del bautismo infunde la gracia regenerativa, convierte al bautizado en templo vivo de la Santísima Trinidad; le hace miembro vivo de Jesucristo; imprime el carácter cristiano; borra el pecado original y los actuales, si los hay; y remite toda pena debida por los pecados.
Peca mortalmente quien se aparta de Dios incumpliendo sus Mandamientos. Por el pecado mortal, se pierde la vida de la gracia recibida por la justificación (Trento, 808). El pecado mortal hace al hombre enemigo de Dios (ibid., 899), siervo del pecado y le entrega al poder del demonio (ibid., 894), haciéndole digno de las penas eternas del infierno (Inocencio III, 410), adonde descienden inmediatamente los que mueren en pecado mortal (de fe definida por Benedicto XII, 531). Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no siempre la fe, que puede quedar informe o sin vida (Trento, 838).
Como dice Santo Tomás de Aquino, el bautismo y la confesión son medicinas purgativas que se emplean para quitar la fiebre del pecado; mientras que la comunión es una medicina reconfortante, que no debe suministrarse más que a los que están libres de pecado.
2. No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento es una medicina reconfortante, que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado.
3. Por máximos bienes entiende ahí San Agustín las virtudes del alma, de las que nadie usa mal como principios de mal uso, como es evidente en el caso de quien se ensoberbece de su virtud. Pues así este sacramento, que, de suyo, no es principio de mal uso, sino objeto. Por lo que dice San Agustín: El hecho de que muchos reciben indignamente el cuerpo del Señor nos advierte de cómo debemos evitar recibir mal el bien. He aquí que el bien se convierte en mal cuando el bien se recibe mal. Por el contrario, para el Apóstol el mal se convirtió en bien por recibir bien el mal, o sea, por soportar pacientemente el estímulo de Satanás.
4. La vista no percibe el cuerpo mismo de Cristo, sino solamente su sacramento, ya que la vista no penetra hasta la sustancia del cuerpo de Cristo, sino sólo a las especies sacramentales, como se ha dicho ya (q.76 a.7). Pero quien comulga, no sólo recibe las especies sacramentales, sino también a Cristo, que está bajo ellas. Por eso, a ninguno que haya recibido el sacramento de Cristo, o sea, a ningún bautizado, se le prohíbe ver el cuerpo de Cristo. A los no bautizados, sin embargo, no se les ha de admitir ni siquiera a la visión de este sacramento, como dice Dionisio en su obra Eccles. Hier.. Pero a la comunión solamente se han de admitir los que están unidos a Cristo no sólo sacramentalmente, sino también realmente.
Suma teológica – Parte IIIa – Cuestión 80
En resumen, el bautismo nos regenera y nos limpia el pecado original y nos eleva a la condición de hijos adoptivos de Dios en Cristo. Y la penitencia nos devuelve la gracia de Dios cuando caemos en pecado mortal y desobedecemos sus Mandamientos.
Dignidad Moral
El libre albedrío es la facultad de, simplemente, querer: no de querer el bien, pues querer el bien no es propio ya de nuestra naturaleza caída, sino de la gracia. Ella despierta al libre albedrío cuando siembra los pensamientos, la sana cuando ordena su afecto, la fortalece para llevarle a la acción, le sostiene para que no sienta desmayo. De tal modo obra con el libre albedrío, que al principio le previene y luego le acompaña; le previene para que después coopere con ella. Y de este modo, lo que empezó la gracia sola, lo llevan a término ambos; lo obran, no separados, sino unidos; no ahora uno y luego otro, sino a la vez; no hace parte la gracia y parte el libre albedrío, sino que lo obran todo con una sola operación invisible; todo él y todo ella; pero para que todo en él, todo por ella.
La verdadera libertad siempre está supeditada a la voluntad de Dios: a la caridad y al bien; al amor a Dios sobre todas las cosas, al cumplimiento de sus mandamientos y al amor al prójimo. Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
Pero en el Reino del Anticristo, de Lucifer, de Satanás, la libertad deja de ser un medio supeditado al bien y a la caridad para convertirse en un fin en sí mismo. En el Reino del Anticristo, el hombre «digno» es el que se rebela contra Dios y no obedece sus Mandamientos. Así, el hombre esclavo de Satanás se considera libre para pecar, para despreciar a Dios y para incumplir la Ley de Dios. «Soy digno porque soy libre y responsable de mis actos. Y puedo hacer con mi vida lo que me dé la gana porque mi vida es mía y de nadie más». El hombre se convierte en fin en sí mismo. Su fin ya no es el bien, la caridad y Dios, sino el cumplimiento de sus deseos. ¿Quién no ve y siente claramente que la sociedad humana, libre de los vínculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro objeto que adquirir y acumular riquezas, ni seguir en sus acciones otra ley que el indómito apetito de servir a sus propios placeres y comodidades? El necio que dice en su corazón «no hay Dios», se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen de separar la moral de la religión, constituyen hoy legión.
Todos, todos, todos tenemos una dignidad ontológica inalienable: la dignidad de haber sido creados por Dios a su imagen y semejanza y de haber sido dotados de un alma inmortal que vivifica al cuerpo. Todo se lo debemos a Dios: Él es el Señor y Dador de vida. Cristo es la Vida misma. La vida humana es sagradad desde la concepción hasta la muerte natural.
Ahora bien, ¿es digna la vida de un asesino? ¿Es digno un violador, un maltratador, un corrupto, un ladrón? ¿Es digna la vida de un médico o una enfermera que se ganan la vida asesinando niños no nacidos en los abortorios? ¿Es digna la vida de la mujer que mata a su propio hijo? ¿No ven sus manos manchadas de sangre? ¿Y los sanitarios que practican la eutanasia pueden dormir tranquilos? ¿Es digno engañar a tu mujer, incumplir tus votos matrimoniales y acostarte con otra mujer? ¿Es digno anteponer tus deseos a la felicidad de tus hijos y de tu esposa? ¿Es digno quien engaña y miente? ¿Es digno el perjuro? ¿Es digna la vida del promiscuo, por bien que se lo pase? ¿Es digna la vida del putero? ¿Es digno el consumo de pornografía? ¿Es digno abusar de la fuerza contra el más débil? ¿Es digno maltratar o abandonar a tus padres ancianos? ¿Es digno maltratar a los animales?
Sobre el pecado mortal, escribe Royo Marín:
Son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero por las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia cierta educación cristiana y conservan todavía algún resto de fe, suelen reaccionar ante la muerte próxima y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios; pero otros muchos descienden al sepulcro tranquilamente, sin plantearse otro problema ni dolerse de otro mal que el de tener que abandonar para siempre este mundo, en el que tienen hondamente arraigado el corazón.
Estos desgraciados son «almas tullidas—dice Santa Teresa—que, si no viene el mismo Señor a mandarlas se levanten, como al que había treinta años que estaba en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro». En gran peligro están—en efecto—de eterna condenación. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte será espantosa para toda la eternidad. El pecado mortal habitual tiene ennegrecidas sus almas de tal manera, que «no hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más». Afirma Santa Teresa que, si entendiesen los pecadores cómo queda un alma cuando peca mortalmente, «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones.
El pecado mortal debe ser un mal gravísimo cuando Dios lo castiga tan terriblemente. Porque, teniendo en cuenta que es infinitamente justo, y por serlo no puede castigar a nadie más de lo que merece, y que es infinitamente misericordioso, y por serlo castiga siempre a los culpables menos de lo que merecen, sabemos ciertamente que por un solo pecado mortal:
- Los ángeles rebeldes se convirtieron en horribles demonios para toda la eternidad.
- Arrojó del paraíso a nuestros primeros padres y sumergió a la humanidad en un mar de lágrimas, enfermedades, desolaciones y muertes.
- Mantendrá por toda la eternidad el fuego del infierno en castigo de los culpables a quienes la muerte sorprendió en pecado mortal. Es de fe.
- Jesucristo, el Hijo muy amado, en el que tenía el Padre puestas sus complacencias (Mt. 17,5), cuando quiso salir fiador por el hombre culpable, hubo de sufrir los terribles tormentos de su pasión, y, sobre todo, experimentar sobre sí mismo—en cuanto representante de la humanidad pecadora— la indignación de la divina justicia, hasta el punto de hacerle exclamar en medio de un incomprensible dolor: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt. 27,46).
- La razón de todo esto es porque el pecado, por razón de la injuria contra el Dios de infinita majestad y de la distancia infinita que de Él nos separa, encierra una malicia en cierto modo infinita.
El pecado mortal produce instantáneamente estos desastrosos efectos en el alma que lo comete:
- Pérdida de la gracia santificante, de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo. Supresión del influjo vital de Cristo, como el sarmiento separado de la vid.
- Pérdida de la presencia amorosa de la Santísima Trinidad en el alma.
- Pérdida de todos los méritos adquiridos en toda la vida pasada.
- Feísima mancha en el alma (macula animae), que la deja tenebrosa y horrible.
- Esclavitud de Satanás, aumento de las malas inclinaciones, remordimientos de conciencia.
- Reato de pena eterna. El pecado mortal es el infierno en potencia.
Es, pues, como un derrumbamiento instantáneo de nuestra vida sobrenatural, un verdadero suicidio del alma a la vida de la gracia.
La vida de quienes viven en pecado mortal es despreciable, indigna, abyecta, ruin, vil y vergonzosa. Quien está en pecado mortal está muerto a la vida sobrenatural. No ven. No saben. No entienden… Y como son esclavos de Satanás, desprecian lo sagrado, odian a Dios y odian a quienes creemos y amamos a Dios. Y hasta los hijos se enfrentan a sus padres, porque la soberbia les puede y se creen que ellos saben más que nadie y que Dios es un cuento antiguo, un mito… Ellos se creen más y no son nada ni saben nada ni ven nada. El pecado te deja ciego y sordo. Por eso tenemos que pedir: ¡Señor, que vea! ¡Ábreme los ojos y los oídos! ¡Mira que estoy paralítico y no puedo moverme ni caminar hacia Ti! ¡Cuántas lágrimas lloró Santa Mónica por su hijo Agustín, perdido y pecador! Y sus lágrimas y sus oraciones surtieron efecto y aquel hijo perdido por el pecado acabó siendo santo. ¡Qué grande es Dios!
Porque no hay nadie que deba darse por perdido, mientras esté vivo en este mundo: por malo que sea; por depravada que sea su vida; por muy esclavo que sea de sus vicios; por degenerado que sea… Nadie, aunque sea el mayor enemigo de Dios, el ateo más recalcitrante, el hereje más empedernido… Nadie es un caso perdido. Dios quiere que todos se salven. Los pecadores, en cuanto tales no son dignos de nuestro amor, ya que son enemigos de Dios y ponen obstáculo voluntario a su bienaventuranza eterna (en cuya participación se funda el amor de caridad). Pero en cuanto a hombres, son hechura de Dios y capaces de la eterna bienaventuranza, y en este sentido se les puede y debe amar.
Santo Tomás no vacila en añadir: «De donde, en cuanto a la culpa, que le hace adversario de Dios, es digno de odio cualquier pecador, aunque se trate del padre, de la madre y de los parientes, como se nos dice en el Evangelio (Lc. 14, 26). Hemos, pues, de odiar en los pecadores lo que tienen de pecadores y amar lo que tienen de hombres, capaces todavía (por el arrepentimiento) de la eterna bienaventuranza. Y esto es amarlos verdaderamente por Dios con amor de caridad».
Desobedecer a Dios, rebelarse contra Él y contra su ley sagrada es un acto de indignidad satánica.
Digno es aquel hombre que obedece a Dios, que cumple sus mandamientos con la ayuda de la gracia; aquel que vive el mandamiento de la caridad: que ama a Dios sobre todas las cosas y que ama al prójimo por Dios. Los santos son los seres humanos realmente dignos. Y para ser santos, necesitamos que Cristo nos elija y nos santifique con sus sacramentos y sus gracias.
María, ejemplo consumado de dignidad
La Santísima Virgen María, la Inmaculada, la Purísima, fue concebida sin pecado original y preservada de todo pecado: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». María acepta la voluntad de Dios y obedece: he ahí la dignidad de los hijos de Dios.
Eva había pecado de soberbia y desobedeció a Dios. María es ejemplo consumado de humildad y de obediencia. «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava».
Dios se fija en los humildes, en los pobres de corazón, en los que no valen nada a los ojos del mundo. No escoge a los más listos ni a los más guapos, «sino que lo necio del mundo lo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado lo escogió Dios, y lo que no es, para anular lo que es, para que ninguna carne se jacte en su presencia». Los que no valemos para nada sabemos que dependemos de Dios para todo y que sin Él no podemos hacer nada bueno.
Así que para ser santos, dignos de Dios, hemos de ser humildes y obedientes. Y para ello, necesitamos la gracia que el Señor nos regala con sus sacramentos: especialmente la confesión y la comunión, que nos da la fuerza necesaria para caminar por este valle de lágrimas.
Cristo: «he ahí el hombre»
En la oscuridad del Huerto de Getsemaní, Jesús rezaba diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.
Que pase de mí este cáliz pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Cristo, obediente y humilde, respeta la voluntad de su Padre.
Hebreos 5,7-9
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando es su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Será arrestado, golpeado, escupido, flagelado… Le pondrán una corona de espinas para burlarse y escarnecerlo. Y con una vara, le daban golpes en la cabeza para que las púas se clavaran en su cabeza.
Isaías 53
Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta.
Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, mientras que nosotros le tuvimos por castigado, herido por Dios y abatido.
Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados,
Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros.
Maltratado, mas Él se sometió, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores.
Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa, pues fue arrancado de la tierra de los vivientes y herido de muerte por el crimen de su pueblo.
Dispuesta estaba entre los impíos su sepultura, y fue en la muerte igualado a los malhechores, a pesar de no haber cometido maldad ni haber mentira en su boca.
Quiso Yahvé quebrantarle con padecimientos. Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia que prolongará sus días, y el deseo de Yahvé prosperará en sus manos.
Por la fatiga de su alma verá y se saciará de su conocimiento. El Justo, mi Siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos.
Tomó entonces Pilato a Jesús y mandó azotarle.
Y los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le vistieron un manto de púrpura y, acercándose a Él, le decían: Salve, rey de los judíos, y le daban bofetadas.
Otra vez salió fuera Pilato y les dijo: Aquí os lo traigo, para que veáis que no hallo en El ningún crimen.
Salió, pues, Jesús fuera con la corona de espinas y el manto de púrpura, y Pilato les dijo: Ahí tenéis al hombre.
Jn. 19, 1-5
Filipenses 2
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús = toda rodilla se doble = en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre.
Así pues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente sino mucho más ahora que estoy ausente, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece.
Cristo fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo que merecíamos por nuestros pecados cayó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados.
El Ecce Homo es el ejemplo máximo de dignidad. No hay hombre ni habrá nunca nadie más digno que ese varón de dolores ante el que los rostros se vuelven, porque no tenía aspecto humano de los golpes que había recibido. Cristo muere para salvarnos. Muere por amor a cada uno de nosotros. Muere por obediencia a su Padre. Muere humillado, maltratado, torturado, despreciado. Todos se burlaban de Él y recibía escupitajos y risotadas de la gentuza de Satanás.
Cristo se humilló a sí mismo y obedeció hasta la muerte. Y todo por caridad. Todo para abrirnos las puertas del cielo que teníamos cerradas por el pecado original.
Romanos 5
Porque cuando todavía éramos débiles, Cristo, a su tiempo, murió por los impíos.
En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo, pudiera ser que muriera alguno por uno bueno; pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros.
Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvos de la ira; porque, si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida y no sólo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación.
Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron. Porque hasta la Ley había pecado en el mundo, pero como no existía la Ley, el pecado, no existiendo la Ley, no era imputado; pero la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre aquellos que no habían pecado con prevaricación semejante a la de Adán, que es tipo del que había de venir.
Mas no es el don como fue la transgresión. Pues si por la transgresión de uno solo han muerto los que son muchos, con más razón la gracia de Dios y el don de la gracia, que nos viene por un solo hombre, Jesucristo, se ha difundido copiosamente sobre los que son muchos.
Y no fue del don lo que fue de la obra de un solo pecador, pues por el pecado de uno solo vino el juicio para condenación, mas el don, después de muchas transgresiones, acabó en la justificación.
Si, pues, por la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo.
1 Pe 1
Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, que os está reservada en los cielos a los que por el poder de Dios habéis sido guardados mediante la fe para la salud que está dispuesta a manifestarse en el tiempo último.
Por lo cual exultáis, aunque ahora tengáis que entristeceros un poco en las diversas tentaciones, para que vuestra fe probada, más preciosa que el oro, que se corrompe aunque acrisolado por el fuego, aparezca digna de alabanza, gloria y honor en la revelación de Jesucristo, a quien amáis sin haberlo visto, en quien ahora creéis sin verle y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso, recibiendo el fruto de vuestra fe, la salud de las almas.
Por lo cual, ceñidos los lomos de vuestra mente y apercibidos, tened vuestra esperanza completamente puesta en la gracia que os ha traído la revelación de Jesucristo.
Como hijos de obediencia, no os conforméis a las concupiscencias que primero teníais en vuestra ignorancia, antes, conforme a la santidad del que os llamó, sed santos en todo, porque escrito está: “Sed santos, porque santo soy yo.
Y si llamáis Padre al que sin acepción de personas juzga a cada cual según sus obras, vivid con temor todo el tiempo de vuestra peregrinación, considerando que habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha, ya conocido antes de la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos por amor vuestro.
Seamos hijos de obediencia y santos en todo: esa es la verdadera dignidad del hombre. Vivamos con temor de Dios porque hemos sido rescatados del pecado por la sangre de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha.
Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Adoradlo.
Apocalipsis 12
Oí una gran voz en el cielo que decía: Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche. Pero ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio, y menospreciaron su vida hasta morir.
Seamos santos, humildes y obedientes a la voluntad de Dios en el cumplimiento de sus Mandamientos. Vivamos de la caridad: por Dios y para Dios. Esa es la dignidad propia del hombre, del hijo de Dios en Cristo Jesús.
Mirad la Cruz de Cristo. Venid a adorarla.
Necesario fue el pecado de Adán, / que ha sido borrado por la muerte de Cristo./ ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
Nada sin Dios
¡Viva Cristo Rey!