En el pensamiento áureo es común distinguir adversidades y prosperidades. Las primeras son dificultades, las segundas, facilidades; las primeras conducen al fin último, las segundas alejan de él; las primeras ayudan a la virtud, las segundas la estorban.
Se preguntará cada uno cómo es posible que la adversidad sea mejor que la prosperidad, y contestamos que, en orden al fin último, así lo es. No conviene, en esta vida terrenal, ser demasiado feliz. Contra la idea que nos vienen transmitiendo desde los púlpitos actuales, la religión no es para la falta de cruz sino para la cruz.
La adversidad contribuye a la vida virtuosa, cuya meta es Dios, y la prosperidad la embaraza, porque su meta son bienes temporales. La explicación se encuentra en la condición caída del hombre. Lo adverso moviliza energías que lo próspero paraliza. Sin estas fuerzas, el alma desmaya, dominada por los apetitos desordenados y las pasiones. Las dificultades propician hábitos de autodominio, las prosperidades relajan las potencias del alma, y promueven los vicios, aumentando las tentaciones.
Como se dice en el Tratado de la tribulación, lib. 1, cap. 13: «Acuérdese que es mejor la adversidad que la prosperidad (como arriba dijimos), porque las cosas prósperas muchas veces estragan el corazón con soberbia, y las adversas por el contrario le purifican con el dolor.» (Ribadeneyra 1593, f. 80r). La igualdad de ánimo es muy necesaria. Ni alegrarse demasiado con lo próspero, ni agobiarse demasiado con lo adverso, antes bien mantener el ánimo estable, en una misma línea de humilde motivación. Pues, como explica Juan de Borja en sus Empresas morales: «En ninguna cosa puede más mostrar el hombre ser prudente y sabio, que en pasar con igualdad de ánimo las prosperidades y adversidades que le sucedieren, sin dejarse vencer dellas, sino pasándolas con quietud y sosiego» (Borja 1680, 150).
El autor del Gobierno moral y político lo explica: «No hay mayor desdicha que tener dicha los pecadores […] Grande virtud es luchar con la prosperidad, mayor felicidad es no dejarse vencer de la felicidad […] Más se ha de temer al mundo cuando acaricia, que cuando atormenta […] No puede andar en buenos pasos el que anda al paso de la prosperidad […] Mezcla el Señor en las terrenas felicidades amarguras, para que se busque otra felicidad, que es eterna, y dulce, y no engañosa» (Valdecebro 1728, 6).
Una vida modesta, de hábitos moderados, atempera el deseo de bienes temporales y aquieta el alma. Mientras se ejercita en no alegrarse demasiado, se prepara para la cruz propia que el Señor quiere que tomemos. Como dice Saavedra Fajardo, en sus Empresas políticas: «modesto en las prosperidades y fuerte en las adversidades» (Saavedra Fajardo 1988, 238).
Lo esencial de este tema es lo siguiente. Evitar a toda costa el sufrimiento consumiendo con avidez prosperidades es un suicidio del alma, porque la desorienta de los bienes eternos y la somete a los apetitos desordenados y las pasiones. Hay que encarar el padecimiento, y aceptar que en esta vida no se puede estar siempre alegre y divertido, como pretende el neomodernismo, que abomina de la cruz. Y sobre todo, tener claro que existen dos tipos de sufrimiento. Uno es aquel que viene como consecuencia de nuestros propios pecados, y éste lo debemos temer. Otro es aquel que nos viene sin culpa, y éste no debe acobardarnos.
Ya lo dice la Escritura, y no debemos olvidarlo: «mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal.» (1 Pe 3, 17). Los padecimientos que trae consigo el pecado, aun suponiendo prosperidad terrenal, son malos, porque atribulan al alma, que se ve desamparada de la ayuda de Dios. Son padecimientos que hay que evitar, evitando el pecado. Son los únicos sufrimientos que hay que temer, los sufrimientos culpables. Sólo el arrepentimiento, entonces, podrá poner luz.
Alegría contenida, tristeza contenida, igualdad de ánimo, moderación y equilibrio. Es el conjunto clásico de disposiciones interiores que la tradición recomienda. Ni alegrarse demasiado ni entristecerse demasiado. Lo mejor es mantenerse, con el auxilio de la gracia y la templanza natural y sobrenatural, en esa quietud del alma que es imagen de la inmutabilidad de Dios. Las águilan ponen sus nidos en lo difícil. Por las dificultades se va al cielo. Si para hacer el bien hay que sufrir, que así sea.
Oramos para que este portal sea motivo de aclaración de la Doctrina y filosofía Católicas y desvelamiento de la realidad histórica anterior y actual, en orden a una restauración, si así fuera la Voluntad Divina.
Dios lo conceda, Juan. Porque la tradición es más necesaria que nunca. Gracias.