¡Nos han cambiado la fe! (II)

La anterior entrega de este blog sirvió como introducción al tema que vamos a ir desgranando paulatinamente en sus aspectos más relevantes: el proceso continuado y deliberado de reemplazo doctrinal que, desde el Concilio Vaticano II se ha introducido en la Iglesia a través de sus hombres de poder (jurídico o fáctico).

Lo primero que hay que tener en cuenta para poder abordar una exposición del modo en que se ha cambiado la fe, es qué entendemos por fe.

El Catecismo breve de San Pío X la define como:

«[U]na virtud sobrenatural, infundida en nuestra alma, y por la cual, apoyados en la autoridad de Dios, creemos ser verdad cuanto Él ha revelado, y por medio de la Iglesia nos propone para que creamos».

Por tanto, la fe tiene un objeto, la verdad, natural y sobrenatural, reveladas por Dios; las verdades naturales, en tanto «recuerdo» de lo que la razón puede percibir, aunque dificultada por la naturaleza limitada y caída del hombre; y las sobrenaturales, en cuanto son totalmente inaccesibles a la razón; y tiene un sujeto, el creyente, que, por gracia, inclina su voluntad asintiendo a la verdad que se le presenta mediante la revelación. En este caso, la voluntad mueve al entendimiento a asentir las verdades reveladas, por la misma autoridad divina que otorga infalibilidad a lo revelado.

Pues bien, el primer paso para reemplazar la fe verdadera por un sucedáneo, o directamente por otra fe que no tenga apenas nada que ver con la anterior, es modificar la comprensión del proceso de adquisición de la fe.

En primer lugar, es necesario un presupuesto filosófico, como es desligar la razón del intelecto. Ya dijimos en la anterior entrada que la nueva teología es un discurrir errático a la verdad lógica de las cosas, que instala en la provisionalidad cualquier aseveración correspondiente al objeto de su estudio.

En segundo lugar, se trata de vincular indefectiblemente razón y fe. No me gustan nada las expresiones tales como «la fe es razonable»: transmiten la impresión de que la fe se mueve en el campo de las ideas, cuando en realidad su objeto es la Verdad revelada, o sea, la verdad más verdadera que puede contemplar el hombre en esta vida terrena. Y es que, por ejemplo, un misterio como la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma, es más verdadero, ontológicamente, que la realidad que percibimos por los sentidos. La fe, de hecho, es supra-racional, es decir, trasciende la razón, e incluso el intelecto, porque su aprehensión no es posible íntegramente a través de ella. Y como sabemos que nada hay en el intelecto que no penetre previamente por los sentidos, entonces cobra sentido el verso del Tantum Ergo:

 «præstet fides suppleméntum sénsuum deféctui».

Pues bien, si de lo que se trata, meramente, es de que la fe sea «razonable», pueden pasar dos cosas: o bien que estemos usando un argumento exclusivamente racional para defender una postura genéricamente teísta (donde cabrían cualesquiera religiones monoteístas) respecto al clásico materialismo científico; o bien que nos veamos obligados a creer solamente lo que encaja en nuestros limitados esquemas mentales. Y el resto, quedaría como un misterio ajeno a la ecuación de la virtud de la fe, siendo de potestativo asentimiento.

En todo caso, lo que es cierto es que la fe prevalece sobre la razón, y aunque no puede contradecir una razón recta, la suplementa por obra de Dios, en lo que ésta tiene de deficiente y concupiscente. Y, por la propia virtud de la fe, sabe que lo que Dios le revela es cierto, y asiente a ello. Todo lo más que podría decirse al respecto es que es razonable que la propia razón se subordine a la fe en aquello que no puede alcanzar naturalmente por sus propios límites.

La neo-fe da por supuesto que para creer, hay que entender. Lo cual es falso, porque la fe, siendo don gratuito de Dios, la da a quien Él quiere, no a quién mejor entiende su doctrina. Cuestión distinta es que, una vez se cree, entonces se integra en nosotros una aprehensión más profunda (aunque ni mucho menos perfecta) de lo natural y lo sobrenatural.

En tercer lugar, para este proceso de suplantación, es necesario sustituir la razón y el intelecto por el sentimiento. Cosa que no es demasiado difícil en cuanto hemos desligado la razón del intelecto. La fría razón es áspera e ideologizante, de manera que hastía y satura la mente. Se necesita, pues, que lo íntimo, el sentimiento, actúe, fluya. Balmes, en su obra elemental acerca de la lógica y el modo del buen pensar, decía que el sentimiento no puede ser admitido como vía para el conocimiento, pues nada prueba acerca de la bondad o maldad de un objeto, el sentimiento favorable o desfavorable respecto del mismo.

Vamos, por tanto, más allá de una supuesta «racionalización» de la fe. El siguiente paso es que, en esa piscina de emotivismo, no se necesita ningún tipo de doctrina definida, ni magisterio perenne, porque la piedad se vive de modo entusiasta, y la experiencia, por sí sola, guía el alma hacia Dios. El emotivismo supera a la doctrina; la acción, aunque sea mera moción interior subjetiva, ha superado a la contemplación.

Esta lacra del emotivismo está profundamente arraigada en nuestro tiempo, y ahoga la posibilidad de restauración de la fe católica de modo duradero. El que acude al culto o a la oración, a «sentir», en el fondo no busca a Dios, sino a sí mismo. Desde ese momento, su vida espiritual se sitúa en términos de búsqueda de la sensación, de lo místico, de lo extraordinario.

Así, la santa Misa, a la que dedicaremos un monográfico, ha pasado de ser un acto fúnebre (la actualización del misterio del Calvario de modo incruento), a celebrarse como un acto festivo, fruto de la inflitración de la llamada «teología del misterio pascual», eje de la reforma litúrgica paulina, junto con el torpe afán de buscar una comunión imposible que solamente se dará cuando quienes están en el error acepten y confiesen plenamente la Verdad. Esta circunstancia, por sí sola, ya explicaría no solamente la defección en los índices de asistencia al templo por parte de los bautizados (cuestión que es más una consecuencia que una causa), sino también la vulgarización de la práctica de la piedad de los fieles, y hasta el debilitamiento y la pérdida de fe de muchos de ellos.

La reforma litúrgica era, pues, una cuestión ineludible en el proceso de reemplazo doctrinal. No podía cambiarse la fe sin cambiarse la liturgia. Eso explicaría determinadas políticas «pastorales», como que no se moleste en exceso a los sacerdotes «birritualistas», que conservan el Vetus Ordo simplemente como una alternativa o algo que merece no caer en el olvido, mientras que se persigue y castiga con saña a los que se únicamente desean celebrar conforme al Usus antiquor, que son los que realmente han interiorizado los males que aquejan al nuevo rito, y actúan en consecuencia. La restauración de la santa Misa es la llave que abre la puerta de la restauración de la Iglesia. Y ellos lo saben. Tiempo tendremos, Dios mediante, de abordar esta cuestión.

Retomando el análisis del proceso de transformación de la fe, hay que decir que, dentro de los reinos de taifas en que se ha convertido la Iglesia, producto del emotivismo que confunde la comprensión del significado de los carismas, y otro fruto «primaveral» que permite compartir techo a muchas «sub-religiones» distintas dentro de la nueva religión conciliar, los hay que andan en diferentes etapas de esa transformación. Unos, asfixiantemente pelagianos y de espiritualidad cuadriculada, se encuentran en la fase de la «fe razonable». Por eso no les escandalizan ideas como las vertidas por el Card. Cantalamessa en la homilía a la que hicimos referencia en nuestra anterior entrada. La fe es razonable, ergo no se puede ir por ahí predicando la predestinación, la premoción física, la expiación de los justos o los diferentes grados de amor de Dios respecto de cada hombre. Lo «razonable» es pensar que Dios no puede castigar al justo ni dispensar las gracias a su antojo; mucho menos, coartar la libertad del hombre mediante pre-moción física alguna. Por tanto, si el Card. Cantalamessa «canta» las nuevas verdades de fe, ellos las secundan como si fuesen verdades de toda la vida: son argumentables razonablemente frente a la mente moderna, ergo son válidas.

Volviendo sobre lo ya dicho: una cosa es que se pueda probar, mediante la razón natural, la existencia de Dios (verdad certísima porque además nos la revela Dios de boca de San Pablo), y otra muy diferente es que la fe sea íntegramente razonable. Los defensores de esta concepción racionalista de la fe consideran que se puede probar que el Islam es falso porque su dios les manda cosas irracionales, como inmolarse, o les permite otras que repugnan a la ley natural, como la poligamia. Pero recordemos que Dios mandó a Abraham inmolar a su hijo, y que la ley mosaica, dada igualmente por Dios, permitía el repudio y la lapidación de las adúlteras. ¿Era entonces falsa la religión judía previa a la venida de Cristo? ¿Acaso no era el mismo Dios verdadero – aunque incompleta su Revelación- quien preceptuaba lo ya dicho? No. La religión y el culto mahometano son falsos, porque su dios lo es. Por su parte, la excelencia de los preceptos cristianos es una de las pruebas naturales de su carácter verdadero, pero no es la prueba determinante.

Otros, antaño situados en la fase racionalista de la fe, ya perciben el trasvase hacia la fe emotivista. Como es poco llamativo entonar el Pange Lingua cuando se adora a Cristo sacramentado, mejor lo cambiamos por guitarras y baladas. El culto a Dios se ha convertido en el «enamoramiento de Dios». No es otro el espíritu conciliar: adaptar la doctrina a la mente del hombre moderno. Aunque oficialmente, la intención sólo fuese adaptar el lenguaje, es claro que el lenguaje expresa conceptos, y un lenguaje torcido acarrea consigo la torsión en la aprehensión de los conceptos.

En definitiva, como es indudable que el objeto de la fe, no puede cambiarse, porque es perenne, debe cambiarse, en primer lugar, el modo como el sujeto la percibe y la aprehende. De nuevo citando a Balmes, la percepción es «el acto con el que conocemos la cosa, sin afirmar ni negar nada de ella». Si se consigue que el sujeto perciba el objeto como lo que no es, tendremos el camino sembrado para alterar la percepción acerca de su materia. Sobre esto hablaremos más adelante.

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