El pasado 6 de agosto se cumplieron cuarenta años de la publicación de la Instrucción Libertatis Nuntius, emitida por la Congragación para la Doctrina de la Fe, en la que se condenaba la llamada «teología de la liberación». Su núcleo esencial consiste en la censura de la marxistización de la teología moral, particularmente en aquello que concierne a las cuestiones económico-sociales.
A día de hoy, este error teológico goza de escaso prestigio intelectual, pese a que está lejos de ser totalmente erradicado. La prueba de ambas cosas (el escaso prestigio intelectual, y su reminiscente contumacia) la tenemos en la figura y mentalidad de Francisco, que mantiene un claro sesgo mental izquierdista, seguramente producto de la nefasta formación jesuítica de su tiempo, y que le lleva a absurdos guiños, como la afirmación de que los comunistas piensan como los cristianos, o a sus críticas al liberalismo económico, que no se asientan, como debería ser, en los fundamentos clásicos de la moral católica, sino en el populismo tercermundista, quedando a la altura del esperpento por causa de la mala formulación de proposiciones que, por su parte, pueden ser certeras en su diagnóstico pero tropiezan groseramente cuando supuestamente pretenden enderezarse conforme a la fe católica.
Defecto que tiene consecuencias reales, pues acaba convirtiendo la doctrina de la Iglesia en mera acción social, dando primacía a los males materiales respecto de los espirituales, que es una secuela de la doctrina condenada por Libertatis Nuntius. En otras palabras, asociarse, aunque sea parcialmente, con los ideales socialistas, no exime de contaminarse de su materialismo intrínseco condenado por Divini Redemptoris. Así, contra lo dicho por la Doctrina social de la Iglesia clásica:
“Los ánimos de todos, efectivamente, se dejan impresionar exclusivamente por las perturbaciones, por los desastres y por las ruinas temporales. Y ¿qué es todo eso, si miramos las cosas con los ojos cristianos, como debe ser, comparado con la ruina de las almas?” (Pío XI. Encíclica Quadragesimo anno, n. 130, 15 de mayo de 1931)
Tenemos la nueva doctrina social-ista de la Iglesia, puramente inmanente y terrenal, descriptiva y sociológica, que no apunta a las causas profundas de los males que denuncia:
“Los males más graves que afligen al mundo en estos años son la desocupación de los jóvenes y la soledad en la que se deja a los ancianos. (Francisco, Entrevista con Eugenio Scalfari, 1 de octubre de 2013)
Al margen del antedicho sesgo izquierdista eclesial, aunque la teología de la liberación, al menos en su versión «fuerte», esté de capa caída, podemos hablar de una creciente marxistización de la eclesiología y la pastoral. Concretamente, y más allá de los postulados de la lucha de clases, fundada en el neomarxismo sesentayochista, se aprecian claras dinámicas que son secuela del posmarxismo.
En primer lugar, observemos la dinámica del «prohibido anatematizar», trasunto del «prohibido prohibir», que se desprende del discurso de apertura del Concilio Vaticano II, pronunciado por Juan XXIII:
«En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas. No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida».
Más allá del pelagianismo que destila esta proposición, y de lo absurdo de considerar que el hombre de hoy (sí, precisamente el de hoy) desechará, porque el lo vale, errores a los que, como el propio Juan XXIII afirma, la Iglesia siempre ha considerado necesario condenar frontalmente, se inaugura con el CVII una etapa de emancipación del hombre respecto de la autoridad de la Iglesia. El hombre ya no necesita a la Iglesia porque se vale a sí mismo; como el joven de 1968 no necesitaba a los padres, a los profesores, a la autoridad política. El católico posmoderno, consciente de su «dignidad», es autónomo y se auto-determina. Por supuesto, el tan manido tema de la libertad religiosa conciliar es un pilar central para la construcción de esta neo-doctrina:
«La libertad religiosa es la cima de todas las libertades. Es un derecho sagrado e inalienable. Abarca tanto la libertad individual como colectiva de seguir la propia conciencia en materia religiosa como la libertad de culto. Incluye la libertad de elegir la religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la propia creencia» (Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Medio Oriente, 26, 14 septiembre 2012).
Así, la dinámica del progreso y la auto-determinación en materia religiosa es otro de los fenómenos que señalan la marxistización (de nuevo, posmoderna) de la Iglesia. El personalismo, como filosofía plenipotenciaria en la Iglesia conciliar, trasluce su idea de que el hombre se hace a sí mismo al ámbito religioso, de manera que el creyente también se hace a sí mismo, por supuesto fuera de la tutela de la Iglesia, de modo que ni siquiera es necesario ser cristiano para salvarse, sino que basta con seguir sinceramente la conciencia individual:
«Nosotros, los cristianos, concebimos a Dios como Cristo nos lo reveló en su predicación. Pero Dios es de todos y cada uno lo lee a su manera. Por eso digo que no es católico, porque es universa». (Entrevista de Eugenio Scalfari a Francisco, 29 de diciembre de 2013
Asimismo, la llamada «Iglesia sinodal» no es más que un burdo intento de crear una Iglesia «horizontal», donde el Espíritu democratiza a la Iglesia, uniendo supuestamente en el consenso, no en la Verdad.
«El Concilio concluye con unas palabras que revelan el alma de la concordia cristiana, y no un simple acto de buena voluntad, sino un fruto del Espíritu Santo. Eso es lo que nos enseña la lectura del primer Concilio ecuménico. Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros (cf. Hch 15,28): esa es la fórmula, cuando el Espíritu nos pone a todos de acuerdo». (Francisco, Homilía en Santa Marta, 8 de mayo de 2015)
Es el «pueblo de Dios» (otra reminiscencia marxista que aparece mencionada hasta 38 veces en Lumen Gentium) el que está inspirado por el Espíritu Santo, y la autoridad eclesiástica no hace sino ratificar esa inspiración. Esto explica la proliferación de los llamados «movimientos» que han convertido a la Iglesia en una suerte de estructura federal, pero no sustentada en la legítima autonomía de los obispos, sino en las «inspiraciones» (rectius, ocurrencias) de quienes se sienten inspirados por un Espíritu que sopla donde quiere, incluso para crear nuevas doctrinas, error del que ya advirtió el Concilio Vaticano I en Pastor Aeternus:
«Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe».
Por último, la doctrina de la Iglesia nos enseña, por contraposición a lo anterior, que la Iglesia es sociedad perfecta jerárquica:
«La Escritura nos enseña, y la tradición de los Padres nos confirma, que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, Cuerpo dirigido por pastores e doctores (Ef 4, 11), sociedad de hombres en la cual algunos presiden a otros con pleno y perfecto poder de gobernar, enseñar, juzgar (Mt, 28, 18-20; 16, 18-19; 18, 17; Tit 2, 15; 2 Cor 10, 6; 13, 10, etc.).
Resulta, por tanto, que la Iglesia, por su naturaleza es una sociedad desigual, que comprende una dupla orden: los pastores y la grey; aquellos que están colgados en los diferentes grados de la jerarquía, y la multitud de los fieles. Estas dos órdenes son de tal manera desemejantes entre sí, que solamente en la Jerarquía reside el derecho y la autoridad para dirigir todos sus miembros al fin de la sociedad». (Pío X. Enciclica Vehementer nos, 11 de febrero de 1906)
La primacía de la pastoral sobre la doctrina es otro de los elementos que caracteriza la contaminación postmarxista de la neneo-fe conciliar. Las verdades en materia de fe y moral, cuando son enunciadas, lo son para matizarse o limitarse acto seguido, bajo diversos pretextos, entre los que no escasean las manipulaciones viles de la mismísima Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino. Asimismo, prevalece la acción sobre la contemplación, desechando las prácticas de ascesis cristiana que constituyen el primer estadio de la vida espiritual:
«La tendencia que subraya el ascetismo, el silencio y la penitencia es una desviación que se ha difundido incluso en la Compañía, especialmente en el ámbito español». (Francisco, Entrevista con Antonio Spadaro, 19 de agosto de 2013)
Por su parte, la dinámica tesis-antítesis-síntesis hegeliana se observa claramente en la evolución de la filosofía y la teología posconciliares. A la doctrina tradicional de la Iglesia se le opone la filosofía del mundo moderno, que el magisterio trata de conciliar, superando ambos, y llegando a un estadio presuntamente integrador y superior a los anteriores, que constituye su cumbre: la religión antropocéntrica del hombre adulto espiritualmente (Maritain).
El resultado de todo lo dicho no es otra cosa que el hombre sin fe, el prototipo de hombre que persigue la neo-fe conciliar. Porque no contempla dogmas, verdades, más allá de la autoconciencia de cada cual. La verdad se construye a través de la unidad. Unidad que se consigue, a menudo, a golpe de martillo, praxis desde luego poco coherente con la horizontalidad y sinodalidad que tanto se pregonan; pero que no es nada nuevo bajo el sol, pues ya se vio con la ruptura protestante dónde acabó la libertad de conciencia.
Y es que el cinismo es la bandera del tirano. Tal como el marxismo strictu sensu solamente podía devenir en una tiranía del nihilismo, el marxismo eclesial conduce a una tiranía sinodal, a una tiranía de los sin-fe; tiranía que es autopista hacia el infierno para todos los que son arrastrados o cooperan con ella; la neo-iglesia conciliar es la suma traición a las promesas de Nuestro Señor Jesucristo, y por tanto, no puede quedar sin castigo, castigo que será particular en la otra vida, y también, como ocurre con las naciones, visible en esta, y que estamos apreciando con nuestros propios ojos.