Sobre la Dignidad

Digno

3. adj. Que tiene dignidad o se comporta con ella.

Sin.:honrado, respetable, íntegro, pundonoroso, decoroso, orgulloso, honorable, decente, noble.
Ant.:vil, despreciable.

Dignidad

1. f. Cualidad de digno.

Sin.:honradez, respetabilidad, nobleza, honestidad, honorabilidad, integridad, probidad, rectitud, decencia, seriedad, decoro.
pundonor, autoestima, orgullo, vergüenza, honrilla, honra, puntillo, honor.
Ant.:indignidad.

Indigno

1. adj. Que no tiene mérito ni disposición para algo.

Sin.:infame, despreciable, deleznable, detestable, abyecto, ruin, rastrero, vil, indecoroso, deshonroso, vergonzoso.
Ant.:digno.

1 Y vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, 2 en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo el espíritu de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, el espíritu que actúa en los hijos rebeldes; 3 entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo y seguimos los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por naturaleza hijos de ira, como los demás; 4 pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, 5 y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida con Cristo — de gracia habéis sido salvados — , 6 y con Él nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús, 7 a fin de mostrar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús.

8 Pues por gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no os viene de vosotros, es don de Dios; 9 no viene de las obras, para que nadie se gloríe; 10 que hechura suya somos, creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos.

Efesios 2, 1-10

El concepto de dignidad según la filosofía moderna

El vínculo entre personalidad y dignidad, es decir, el principio del respeto a las personas, se remonta, en lo esencial, a Immanuel Kant, y se alimenta todavía en forma predominante de un pensamiento que, dejando de lado todas las diferenciaciones, puede caracterizarse como “la tradición kantiana”. Sólo las personas tienen derecho al respeto y sólo ante ellas pueden existir deberes morales, al tiempo, que, sin embargo, no todos los seres humanos son personas en este sentido prescriptivo estricto. sólo «los seres racionales» se denominan personas. El estatus «persona» supone la imputabilidad de sus acciones y con ello la capacidad existente en acto para la autodeterminación según principios morales y jurídicos. La dignidad moral descansa en la capacidad de autodeterminación práctica según normas racionales. Explícitamente personas son, según Kant, sólo aquellos sujetos cuyas “acciones son imputables” que, por tanto, pueden obrar en verdad de manera moralmente (o jurídicamente) responsable. En este sentido se considera de manera exclusiva la “idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que a la que se da a la vez él mismo”: y por supuesto ese ser racional que no obedece a ninguna otra ley que la que se da él mismo incluye a Dios y a su Ley Eterna y Universal. Un ser racional que se manifiesta siervo o esclavo de Dios no es un ser humano digno de ser considerado persona.

Siguen existiendo, en todo caso, seres humanos que bajo ninguna circunstancia pueden cumplir las condiciones kantianas con que se cualifica a las personas: niños, personas con discapacidades mentales, dementes o en permanente estado de coma. En el sentido de la ética de Kant, ellos son no- personas respecto a las cuales podamos tener deberes morales. Este resultado no es un resultado marginal, contingente, de la ética kantiana, antes bien se sigue de las suposiciones arquitectónicas fundamentales de su filosofía moral y no se ve por ello afectado por la circunstancia de que estas suposiciones fundamentales obtenidas de los principios de la razón pura práctica también en la perspectiva de Kant “requieren de la antropología para su aplicación a los hombres”

A ello se añade que el problema se agudiza por el hecho de que de que a la ética kantiana le es propia una estructura dicotómica fundamental. Ésta se manifiesta en su insistencia permanente, enfatizada una vez más en la Metafísica de las costumbres, en que los seres naturales que no representan personas son meramente cosas, que quien no es fin en sí mismo autónomo posee únicamente valor instrumental, que todo, excepto las criaturas racionales capaces de autonomía, puede ser “usado también como medio” y posee sólo valor instrumental. “En el reino de los fines”, dice Kant, “todo tiene o un precio o una dignidad, tertium non datur, y esto torna difícil, cuando no imposible, comprender la cuestión relativa al estatus moral de seres humanos no autónomos o no suficientemente autónomos en un sentido gradual, es decir, como un Más o un Menos en subjetividad moral o en derechos morales.

Con la modernidad, el fin de la vida del hombre ya no es Dios, sino la persona misma (fin en sí mismo), que es libre de escoger el camino que mejor le parezca para ser feliz. Y así, como alternativa al Reino de Dios, aparece el Reino de los Fines; es decir, el Reino del Hombre autónomo, autodeterminado, racional y responsable de sus actos. Dios no nos hace falta para nada.

En definitiva, la persona sólo es digna si es responsable de sus actos, si es autónoma, fin en sí misma y con capacidad de autodeterminación. La persona es digna cuando no obedece ninguna otra ley que a la que se da a la vez él mismo. El ser humano, después de la revolución, ha alcanzado su mayoría de edad y ya no necesita someterse a Dios ni a sus Mandamientos, como ocurría en los tiempos oscuros.

Nietzsche, en su Anticristo, añadiría que los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer.

La persona, los fines en sí mismos, están por encima del bien y del mal: son los superhombres que tienen voluntad de poder.

¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo.

¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad.

¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrece el poder; el sentimiento de haber superado una resistencia.

No contento, sino mayor poderío; no paz en general, sino guerra; no virtud, sino habilidad (virtud en el estilo del Renacimiento. Virtud libre de moralina).

De Kant y de Nietzsche a Hitler y la solución final para asesinar a millones de judíos en sus campos de exterminio hay un paso muy corto. Los débiles, los drogadictos, los borrachos, los que tenían algún tipo de tara física o psicológica fueron cruelmente exterminados para purificar la raza aria y eliminar de ella a los que no pasaban el control de calidad.

Las leyes del aborto o de la eutanasia parten del modelo de persona de la tradición kantiana. Un embrión no es autónomo ni responsable de sus actos: no tienen derecho al respeto ni existen deberes morales hacia ellos. En definitiva, carecen de dignidad y no se las puede considerar personas. Y lo mismo podríamos decir de los enfermos mentales graves, de los ancianos y enfermos dependientes. No son seres racionales ni autónomos: no tienen dignidad. Y por tanto, se les puede aplicar la eutanasia. Algunos filósofos progresistas, como el fundador del animalismo, Peter Singer, considera que tiene más dignidad un cerdo que un bebé, porque el cerdo tiene mayor autonomía. Y yendo más allá, el filósofo de moda no se ruboriza por solicitar la legalización del infanticidio, porque no ve ninguna diferencia entre el niño antes de nacer y el recién nacido: por lo tanto, si se puede matar a feto, ¿Por qué no asesinar al bebé que acaba de nacer?

Los animalistas pretenden extender el concepto de persona a todo animal vertebrado con un sistema nervioso central. Esos animales serían personas, «seres sintientes» y deberían tener los mismos derechos de las personas humanas. Y las personas humanas,  así, adquieren la misma dignidad que un cerdo o un burro.

El concepto de dignidad de las personas también está relacionado con Rousseau y su buen salvaje. El hombre solo, fuera de la sociedad, es bueno por naturaleza y es la sociedad la que pervierte al hombre: he ahí a Tarzán o el Libro de la Selva, por ejemplo.

La filosofía moderna niega el pecado original. Y considera que hasta una sociedad de demonios podría vivir en paz si se respetaran las leyes emanadas del Estado de Derecho, donde la soberanía reside en la nación (y de ninguna manera en Dios). De ahí que del Decálogo hemos pasado a una legislación que todo lo reglamenta o lo prohíbe. Cada día se aprueban nuevos derechos y nuevas prohibiciones. Por ejemplo, se prohíbe fumar y comprar tabaco o alcohol a los menores pero al mismo tiempo, se considera que una niña de 16 años puede abortar sin consentimiento de sus padres o tutores. El aborto es un derecho, como el matrimonio homosexual; pero rezar en la calle delante de un abortorio es un delito. Y así sucesivamente. La caridad cristiana se ha vuelto delito de odio, igual que determinados pasajes de la Biblia. El pecado es un derecho y la virtud, delito. Decir que las relaciones homosexuales son pecados que Dios abomina se considera homofobia. Y si se señala el pecado del divorcio, del adulterio o de la fornicación, estás condenado a la estigmatización social e incluso eclesial (indietrismo).

La sociedad moderna es el Reino de Lucifer. Porque cuando nos apartamos de Dios y de su Ley Sagrada, quien toma el mando es el mismísimo demonio. Y donde reina el Demonio nada bueno podemos esperar: el Demonio es el Príncipe de la mentira y su misión es llevar almas al infierno. Por lo tanto, ha de convencer al hombre de que socavando la Ley Divina y pecando, va a ser feliz. Pero el Diablo es mal pagador y te tienta para pecar y una vez que lo has hecho, te lo reprocha y te acusa del mal cometido. Y además te encadena y te esclaviza a tus vicios y pasiones, de los que ya no podrás salir por tus propias fuerzas, sino que tendrás que suplicar a Dios que te libere Él con su gracia. Pero muchos empiezan por un pecado mortal y luego van uno tras otro. No voy a misa, no creo en Dios, vivo en pecado de fornicación con mi chico o chica, caigo en las drogas, pruebo nuevas experiencias y al final, acabo hundido en el fango.

La vida de quienes se arrastran por el mundo en pecado mortal es un verdadero infierno, porque no hay que morir para experimentarlo, sino que ya empiezas a soportarlo aquí. Quienes viven en pecado mortal están muertos para Dios.

La dignidad según la doctrina católica

«Señor, no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Nada tiene que ver la dignidad moral católica con la dignidad moderna. En la moral católica, ningún hombre es digno de Dios, porque todos somos pecadores.

5 En verdad, soy malo desde que nací; soy pecador desde el seno de mi madre. 6 En verdad, tú amas al corazón sincero, y en lo íntimo me has dado sabiduría. 7 Purifícame con hisopo y quedaré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve. 8 Lléname de gozo y alegría; alégrame de nuevo, aunque me has quebrantado. 9 Aleja de tu vista mis pecados y borra todas mis maldades.

Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, creador del universo, señor, rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.

Sobre la fe en Dios, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar las leyes del orden moral de la fe para reconstruirlas sobre la arena movediza de la soberanía de la voluntad del hombre, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón «no hay Dios», se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen de separar la moral de la religión, constituyen hoy legión.

Hay un error en el concepto moderno de «dignidad humana». Los liberales dicen que el hombre solo es digno cuando es libre, autónomo y tiene capacidad de autodeterminación. El hombre moderno cree que es libre cuando se libera de Dios.

San Pío X condenaba ese concepto falso de dignidad en su Encíclica Notre charge apostolique (1910): «En la base hay una idea falsa de la dignidad humana según la cual el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo a nadie más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades»

El concepto liberal de la libertad es pecado mortal porque niega que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Los liberales se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad.

La génesis del mal uso de la libertad comenzó con la rebelión demoníaca. Cuando Lucifer, en su equivocado orgullo, proclamó que no iba a servir ni reconocer a Dios. Los rebeldes de todos los tiempos están imitando al enemigo de la humanidad en su rebelión.

Los católicos liberales también se consideran soberanos y dueños de sí mismos; y así, ponen su propia voluntad por encima de la de Dios. Y fundamentan su fe, no en la autoridad de Dios, infinitamente veraz e infalible, que se ha dignado revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la bienaventuranza sobrenatural, sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera; es decir, que su voluntad y su libertad se constituyen en leyes supremas. Juzgan su inteligencia libre de creer o de no creer y juzgan asimismo libre la de todos los demás. En la incredulidad, pues, no ven un vicio, enfermedad o ceguera voluntaria del entendimiento o del corazón, sino un acto lícito de la jurisdicción interna de cada uno, tan dueño en eso de creer, como en no admitir creencia alguna. En cualquier caso, el hombre es soberano y dueño y señor de su vida. Y Dios no pinta nada. Los Liberales niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyes. Se niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad más que Dios. 

Los hombres tenemos la dignidad natural de ser criaturas de Dios, hechos a su imagen y semejanza. Pero la naturaleza humana, quedó dañada por el pecado original.

El mundo moderno, sin Dios y contra Dios, es el más logrado ejemplo de indignidad. Ni Sodoma llegó a tal perversidad.

El Pecado Original

Dada la importancia de esta materia, recogemos íntegramente a continuación el “Decreto sobre el pecado original” del Concilio de Trento, en el que se promulgó de manera definitiva e irreformable la doctrina de la fe obligatoria para todos los católicos:

Para nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios (Heb 11, 6), limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su sinceridad, y el pueblo cristiano no sea llevado de acá para allá por todo viento de doctrina (Ef 4, 14); como quiera que aquella antigua serpiente, enemiga perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el pecado original y su remedio suscitó no solo nuevas, sino hasta viejas discusiones; el sacrosanto, ecuménico y universal  concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los mismos tres legados de la Sede Apostólica, queriendo ya venir a llamar nuevamente a los errantes y confirmar a los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres y de los más probados Concilios, y el juicio y sentir de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara lo que sigue sobre el mismo pecado original:

1.- Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al trasgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y la justicia en que había sido constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira e indignación de Dios y, por tanto, en la muerte con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder de aquel que tuvo – después – el imperio de la muerte (Heb 2, 14), es decir, del diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma, sea anatema (788).

2.- Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado, que es muerte del alma, sea anatema, pues contradice al Apóstol, que dice: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rom 5, 12) (789).

3.- Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es por su origen uno solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, nuestro Señor Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (I Cor 1, 30), nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo debidamente conferido en la forma de la Iglesia, sea anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que hayamos de salvarnos (Act 4, 12). De donde aquella voz: He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29). Y la otra:  Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo (Gál 3, 27) (790).

4.- Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de la madre, aun cuando  procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino como falsa, sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol:  Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado, la muerte; y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rom 5, 12), no de otro modo ha de entenderse sino como lo entendió siempre la Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos, que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos se limpie por la regeneración lo que por la generación contrajeron. Porque, si uno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5) (791).

5.- Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se cubre o no se imputa, sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de condenación en aquellos que verdaderamente por el bautismo están cosepultados con Cristo para la muerte (Rom 8, 1; 6, 4), los que no andan según la carne (Rom 8, 4), sino que desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios (Ef 4, 22 ss; Col 3, 9 ss), han sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e hijos amadísimos de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8, 17); de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en el cielo. Ahora bien, que la concupiscenciafomes permanezca en los bautizados, este Santo Concilio lo confiesa y lo siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo.  Antes bien, el que definitivamente luchare será coronado (2 Tim 2, 5). Esta concupiscencia, que alguna vez el Apóstol llama pecado (Rom 6, 12 ss), declara el santo Concilio que la Iglesia católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiera lo contrario, sea anatema (792).

6.- Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya comprender en este decreto, en que se trata del pecado original, a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, sino que han de observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz recuerdo, bajo las penas de aquellas constituciones contenidas, que el Concilio renueva (792).

Consecuencias del pecado original

Según la doctrina oficial de la Iglesia, las principales consecuencias del pecado original en todos los hombres del mundo, cristianos o paganos, son las siguientes:

  • Adán perdió para sí y para todos sus descendientes la inocencia y la santidad de su primer estado (Trento, 789), quedando sujeto a la muerte y al cautiverio del diablo (ibid., 788).
  • La naturaleza humana fue mudada en peor según el cuerpo y el alma (C. II de Orange, 174; Trento, 788).
  • La naturaleza humana quedó sujeta a la concupiscencia (o fomes peccati), que permanece incluso en los bautizados (Trento 792), si bien no puede dañar a los que no la consienten, sino que la resisten por la gracia de Jesucristo (Ibid.).
  • El entendimiento del hombre caído quedó debilitado y oscurecido (Gregorio XVI, 1627) y el libre albedrío atenuado en sus fuerzas y mal inclinado (C. V de Orange, 181; Trento, 793), pero de ninguna manera totalmente extinguido (Trento, 815).
  • El hombre caído puede, aun sin la gracia de Dios, realizar algunas obras naturalmente buenas (San Pío V, 1027s.1037s), aunque no puede merecer sin la gracia la vida eterna (Trento, 812). Por lo mismo, es falso que todas las obras de los infieles sean pecados y las virtudes de los filósofos, vicios (San Pío V, 1025).
  • El hombre caído no puede evitar durante toda su vida todos los pecados, incluso los veniales, a no ser por un privilegio especial de Dios, como el que recibió la Virgen María (Trento, 833).

El nacimiento espiritual del hombre a la vida de la gracia se verifica por el sacramento del bautismo, que por eso recibe en teología el nombre de sacramento de la regeneración. También se le llama, con mucha propiedad, sacramento de la adopción, porque nos infunde la gracia santificante, que nos hace hijos adoptivos de Dios. El sacramento del bautismo infunde la gracia regenerativa, convierte al bautizado en templo vivo de la Santísima Trinidad; le hace miembro vivo de Jesucristo; imprime el carácter cristiano; borra el pecado original y los actuales, si los hay; y remite toda pena debida por los pecados.

El Syllabus de Pío IX señala como errores los siguientes:

XV. Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera.

(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

XVI. En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación.

(Encíclica Qui pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Ubi primum, 17 diciembre 1847)
Encíclica Singulari quidem, 17 Marzo 1856)

XVII. Es bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.

(Alocución Singulari quadam, 9 diciembre 1854)
(Encíclica Quanto conficiamur 17 agosto 1863)

XVIII. El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios.

(Encíclica Noscitis et Nobiscum 8 diciembre 1849)

Todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo no pueden esperar la salvación eterna. Y los hombres no pueden hallar el camino de la salvación en el culto de cualquier religión. De hecho, no hay salvación fuera de la Iglesia, ni otro camino para llegar al Padre sino el Hijo. De ahí que los padres se den prisa en bautizar a sus hijos lo antes posible, porque el bautismo te regenera y te hace hijo de Dios y en caso de muerte súbita, te garantiza la salvación de la criatura.

Por ese afán de salvar almas, los misioneros españoles cruzaron el Atlántico para bautizar a los indígenas. Por eses afán de evangelizar y bautizar, llegó San Francisco Javier al extremo Oriente: a Japón, a la india y a China. Así les escribía el santo a los universitarios de París:

«Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueve pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!

La Fraternidad Universal

La idea de la fraternidad universal, esa idea utópica y estúpida de que todos los hombres somos hermanos, independientemente de nuestra religión, de nuestra cultura, de nuestra nacionalidad, etc., no es católica: es una ideal liberal y masónica. Pero esa fraternidad universal implica que los católicos deberíamos renunciar a lo irrenunciables: que nuestra religión es la única verdadera y que no hay otro Dios que la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Esa fraternidad universal sin bautismo ni fe en Jesucristo no es sino una mamarrachada progre que proyecta sobre la humanidad un futuro paraíso terrenal sin Dios.

Pero, si todos somos iguales, hermanos; y todos nos salvamos creamos en los que creamos o no creamos en nada, ¿para qué perder el tiempo y jugarse la vida por evangelizar y bautizar a nadie? ¿Fueron nuestros misioneros y nuestros mártires verdaderos estúpidos que dieron su vida por nada? Y Cristo ¿murió en vano?

Los masones son los mayores enemigos de la Iglesia de Cristo (rinden culto a Lucifer) y llevan siglos trabajando por su destrucción. Ellos no pueden aceptar que Cristo es el único Dios verdadero y que el camino para la salvación para por la humildad y el sometimiento a nuestro Señor. Pueden admitir que Jesús sea un maestro más entre otros muchos. Pero jamás podrá aceptar la realeza de Cristo, único Dios verdadero.

Los Masones suelen argumentar que su compatibilidad con la fe radica en que ellos requieren de sus miembros que sean creyentes de algún credo o al menos crean en la existencia de Dios. Pero, precisamente en esto está el error, en asumir como indiferente que aceptemos o no a Jesucristo como Hijo de Dios Vivo y a su Iglesia como la única y verdadera. Esa es la definición de herejía.

Pero claro, decir que nuestra religión es la única verdadera ya no resulta aceptable ni plausible para budistas, judíos, hinduistas o mahometanos.  

Pero la realidad es que la fe en Jesucristo no ha traído la paz, sino la espada.

La realidad es que no hay otra fraternidad que la de los bautizados, que por el sacramento del bautismo somos elevados a la categoría de hijos adoptivos de Dios en Cristo. Y nunca habrá una fraternidad verdadera mientras todos los individuos, los pueblos y las naciones no reconozcan a Jesucristo como el Salvador y Señor.

Los reyes de Tarsis y de las islas traigan presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrezcan tributo; 11y póstrense ante Él todos los reyes de la tierra ; sírvanle todas las naciones. 12Porque él librará al necesitado cuando clame, también al afligido y al que no tiene quien le auxilie. Los reyes de Tarsis y de las islas traigan presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrezcan tributo; 11y póstrense ante él todos los reyes de la tierra ; sírvanle todas las naciones. 12Porque él librará al necesitado cuando clame, también al afligido y al que no tiene quien le auxilie.

Salmo 72

9Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. 10Y gritan con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». 

Apocalipsis 7

5 Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús,

6 quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse al igual con Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre’

8 se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

9 Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre,

10 para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos,

11 y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Filipenses 2

«Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador». Quas primas, Pío XI

El pecado y la libertad

El pecado es doble: original y actual. Original es el que se contrae sin consentimiento; actual el que se comete con consentimiento. El original, pues, que se contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del sacramento del bautismo; el actual, sin embargo, que con consentimiento se contrae, sin consentimiento no se perdona en manera alguna. Para el perdón de los pecados es necesaria la confesión sacramental. La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno.

Peca mortalmente quien se aparta de Dios incumpliendo sus Mandamientos. Por el pecado mortal, se pierde la vida de la gracia recibida por la justificación (Trento, 808). El pecado mortal hace al hombre enemigo de Dios (ibid., 899), siervo del pecado y le entrega al poder del demonio (ibid., 894), haciéndole digno de las penas eternas del infierno (Inocencio III, 410), adonde descienden inmediatamente los que mueren en pecado mortal (de fe definida por Benedicto XII, 531). Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no siempre la fe, que puede quedar informe o sin vida (Trento, 838).

Es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inaceptable una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios.

Entonces, ¿cómo conciliar la libertad del hombre con su sumisión a Dios? Es absolutamente necesario que seamos dóciles a la voluntad de Dios. Entonces podríamos objetar que el hombre ya no es más que una marioneta en las manos de Dios. ¿Dónde está nuestra responsabilidad y nuestra libertad?

Este temor es falso: incluso es la tentación más grave con la que el demonio trata de alejar al hombre de Dios. Al contrario, debemos afirmar enérgicamente que cuanto más sometido a Dios está el hombre, más libre es. El único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios. Porque quien peca es esclavo de Satanás.

Dios es nuestro creador, es Él quien en todo momento nos mantiene en la existencia como seres libres. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más libres somos. Depender de un ser humano puede ser una limitación, pero no lo es depender de Dios, pues en Él no hay límites: es infinito. La única cosa que Dios nos «prohíbe» es lo que nos impide ser libres a nosotros, lo que impide nuestra realización como personas capaces de amar y de ser amadas libremente, y de encontrar su felicidad en el amor. El único límite que Dios nos impone es nuestra condición de criaturas: no podemos, sin ser desgraciados, hacer de nuestra vida otra cosa distinta de aquello para la que hemos sido creados: recibir y dar amor. La verdadera libertad no incluye la posibilidad de pecar.

Gracia y Libertad

Dios es el autor de todo el bien que hacemos. La gracia es un don gratuito que Dios niega a los soberbios y da únicamente a los humildes. Esta gracia es absolutamente necesaria para querer el bien. La bondad de la voluntad humana requiere que se ordene al sumo bien, que es Dios. «Sin mí, no podéis hacer nada».

La gracia es necesaria para empezar y concluir toda obra buena, para resistir las embestidas del demonio y del mundo, para desear convertirnos a Dios, para obrar nuestra salvación; en fin, para todas las obras saludables que podemos hacer. Todos nuestros méritos son fruto de la gracia. «Dios es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad».

El libre albedrío lo define San Bernardo como la facultad de querer simplemente; no de querer el bien, pues querer el bien no es propio ya de nuestra naturaleza caída, sino de la gracia. Ella despierta al libre albedrío cuando siembra los pensamientos, la sana cuando ordena su afecto, la fortalece para llevarle a la acción, le sostiene para que no sienta desmayo. De tal modo obra con el libre albedrío, que al principio le previene y luego le acompaña; le previene para que después coopere con ella. Y de este modo, lo que empezó la gracia sola, lo llevan a término ambos; lo obran, no separados, sino unidos; no ahora uno y luego otro, sino a la vez; no hace parte la gracia y parte el libre albedrío, sino que lo obran todo con una sola operación invisible; todo él y todo ella; pero para que todo en él, todo por ella.

La verdadera libertad siempre está supeditada a la voluntad de Dios: a la caridad y al bien; al amor a Dios sobre todas las cosas, al cumplimiento de sus mandamientos y al amor al prójimo. Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.

Las Dos Ciudades

Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios, porque aquélla busca la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia. La Ciudad del hombre ama su propia fuerza en sus potentados, y la Ciudad de Dios dice: A ti he de amarte, Señor, que eres mi fortaleza (Sal 17,2). En la Ciudad del hombre, creyéndose sabios, es decir, engreídos en su propia sabiduría a exigencias de su soberbia, se hicieron necios […]. En la Ciudad de Dios, en cambio, no hay sabiduría humana, sino piedad, que funda el culto legítimo al Dios verdadero, en espera de un premio en la sociedad de los santos, de hombres y ángeles, con el fin de que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor. 15,28).

La Ciudad del hombre es vil y despreciable y en ella reina Satanás. En ella reina el pecado, la corrupción, la degradación, la fornicación, el adulterio, el asesinato, la envidia y toda clase de males. La Ciudad del Hombre es la ciudad del pecado. Y el pecado convierte al hombre en hijo de la ira, en enemigo de Dios. La ciudad del hombre es infame, despreciable, deleznable, detestable, abyecta, ruin, rastrera, vil, indecorosa, deshonrosa, vergonzosa. En definitiva, la Ciudad del Hombre es el reino de la indignidad.

La Ciudad de Dios es el Reino de la honradez, del respeto; del honor, de la nobleza. La Ciudad de Dios es la Ciudad de los Santos. Porque sólo los santos son agradables a Dios; y lo son por la gracia. La Ciudad de Dios es el Reino de la Caridad.

La génesis del mal uso de la libertad comenzó con la rebelión demoníaca. Cuando Lucifer, en su equivocado orgullo, proclamó que no iba a servir ni reconocer a Dios. Los rebeldes de todos los tiempos están imitando al enemigo de la humanidad en su rebelión. Niegan que Dios sea la sabiduría suma y que tenga el poder de dictar leyesSe niegan a reconocer la santidad de Dios y a adorarlo como Él merece. Niegan que Dios sea el Creador y que tenga derecho a exigir obediencia de Sus criaturas. Por fin, niegan la bondad suprema de Dios, y no reconocen que todo lo bueno proviene de Él y que no puede haber otra fuente de bondad.

Lo que aparece claramente detrás de esta reivindicación radical de libertad es la promesa hecha por el enemigo de la humanidad: «Serás como Dios» (Gén., 3, 5). El Príncipe de la mentira no promete a Eva que será como el verdadero Dios, sino más bien un ídolo, una falsa construcción arbitraria de lo que él piensa atraerá a los hombres que está tratando de inducir a la rebelión. Promete a Eva, y a todos aquellos que a lo largo de la historia escucharán su engañosa llamada, que pueden ser absolutamente libres, sin ningún tipo de dependencia. […] La historia está llena de «rebeldes contra la Creación», como los describe Dostoievski, pero su rebelión es siempre inútil. Es de esperar que tomen conciencia de esta inutilidad mientras estén vivos. Si el hombre rechaza los lazos que le han sido impuestos por el Creador, rechazando la realidad de la creación, se volverá aparentemente libre para auto-crearse a sí mismo, generando todo tipo de monstruos, que son la consecuencia de tratar de vivir en conformidad con una libertad absoluta o negativa.

Seguimos a Pío XI en la Encíclica  Mit brennender Sorge:

«Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, creador del universo, señor, rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.

Este Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni excepciones. Gobernantes y gobernados, coronados y no coronados, grandes y pequeños, ricos y pobres, dependen igualmente de su palabra. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.

La revelación, que culminó en el Evangelio de Jesucristo, es definitiva y obligatoria para siempre, no admite complementos de origen humano, y mucho menos sucesiones o sustituciones por revelaciones arbitrarias, que algunos corifeos modernos querrían hacer derivar del llamado mito de la sangre y de la raza. Desde que Cristo, el Ungido del Señor, consumó la obra de la redención, quebrantando el dominio del pecado y mereciéndonos la gracia de llegar a ser hijos de Dios, desde aquel momento no se ha dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo, para conseguir la bienaventuranza, sino el nombre de Jesucristo (Hech 4,12). Por más que un hombre encarnara en sí toda la sabiduría, todo el poder y toda la pujanza material de la tierra, no podría asentar fundamento diverso del que Cristo ha puesto (1Cor 3,11). En consecuencia, aquel que con sacrílego desconocimiento de la diferencia esencial entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osase poner al nivel de Cristo, o peor aún, sobre Él o contra Él, a un simple mortal, aunque fuese el más grande de todos los tiempos, sepa que es un profeta de fantasías a quien se aplica espantosamente la palabra de la Escritura: El que mora en los cielos se burla de ellos (Sal 2,4).

Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión.

Ningún poder coercitivo del Estado, ningún ideal puramente terreno, por grande y noble que en así sea, podrá sustituir por mucho tiempo a los estímulos tan profundos y decisivos que provienen de la fe en Dios y en Jesucristo.

La observancia concienzuda de los diez mandamientos de la ley de Dios y de los preceptos de la Iglesia —estos últimos, en definitiva, no son sino disposiciones derivadas de las normas del Evangelio—, es para todo individuo una incomparable escuela de disciplina orgánica, de vigorización moral y de formación del carácter. Es una escuela que exige mucho, pero no más de lo que podemos. Dios misericordioso, cuando ordena como legislador: «Tú debes», da con su gracia la posibilidad de ejecutar su mandato. 

Por lo tanto, fomentar el abandono de las normas eternas de una doctrina moral objetiva, para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos están siendo muy amargos.

Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la relación divina. Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom. 2,14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirloLas leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natural, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la fuerza externa».

¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor!
Él es como un matorral en la estepa que no ve llegar la felicidad; habita en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhóspita.
¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en él tiene puesta su confianza!
Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto.

Jeremías, 17.

La única solución para este mundo pasa por dejar que Nuestro Señor nos haga santos. Recemos el rosario, adoremos al Santísimo, confesémonos con frecuencia y, sobre todo, comulguemos en gracia de Dios para que el mimo Dios venga a habitar en nuestra alma y nos vaya configurando con el Corazón de su Hijo Jesucristo.

Y vivamos unidos a María Santísima: ella es el ejemplo de santidad. Ella es la esclava del Señor y por ello, por cumplir siempre la Voluntad de Dios, fue coronada Reina del Cielo. La esclava del Señor es la más libre de las criaturas.

Conclusión

El mundo moderno es satánico, aberrante, pecaminoso. Exalta el pecado y se burla de la virtud. El mundo moderno ha separado al hombre de Dios porque el Demonio quiere nuestra destrucción. La única solución es volver a Cristo: que Cristo sea realmente nuestro Rey y que los pueblos respeten su Ley Divina.

1.- Dios existe y la única religión verdadera es la que constituyó Jesucristo: la religión católica.

2.- El ateísmo y el agnosticismo son pecados mortales. La irreligión, la blasfemia, los sacrilegios, la idolatría, el desprecio o, incluso el odio a Dios son pecados mortales gravísimos.

3.- El liberalismo defiende la soberanía de la voluntad, sea la del individuo, la de la sociedad o la del Estado. Pretende siempre afirmar la libertad respecto de Dios y la liberación de su ley eterna. El liberalismo es luciferino (No serviré a Dios) y malvado y mentiroso («No moriréis: seréis como Dios»).

El liberalismo es el origen de todos los males que padecemos. Y las constituciones liberales no son la solución, sino el verdadero problema de nuestro tiempo.

4.- Cuanto más sometido a Dios está el hombre, más libre es. Incluso podemos decir que el único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios.

Cristo es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos.

Cristo es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más brota esta libertad. Dios es el autor de todo bien que hacemos.

5.- Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *