Iniciamos la tercera y última entrega dedicada al análisis de los caracteres de la teología excogitada por la neo-Iglesia, en primera instancia parcela privativa de herejes, pero que ha sido elevada a la categoría de lugar común de la neo-fe conciliar oficial.
De lo dicho hasta ahora se puede colegir que la teología moderna se ha convertido en el [dudoso] arte de gestionar, mediante disquisiciones sofisticadas, el caos doctrinal en que está inmersa la Iglesia, pero sin aspiración alguna de salir de él. Por el contrario, su objeto es empañar y obscurecer los criterios y las esencias que de forma clarividente había desarrollado la teología clásica. Se trata, en definitiva, de una burocracia de la herejía.
Dijimos también que esta teología era la puerta de la barbarie, porque desconoce principios tan elementales como el de no contradicción, que no son exclusivos del pensamiento cristiano, sino que participan de la lógica natural.
Para esta neo-teología, que desconoce tales principios, cualquier aseveración unívoca es una expresión de rigidez y dogmatismo, lo que Francisco denominó «teología de escritorio». O, lo que es lo mismo, parte [paradójicamente] del dogma según el cual ninguna proposición puede darnos tal grado de certeza como para que merezca excluir la consideración de su contradictorio.
De ese modo, la teología se convierte en la convivencia de una amalgama de teorías, opiniones, distopías y ocurrencias de todo calibre, menos las que tienen por objeto la verdad. La teología ha perdido, pues, su espíritu de aspiración a la Verdad, esto es, a Dios mismo. La teología actual ha caído en el absurdo del estudio de Dios, no tal como es, sino tal como lo concibe el pensamiento moderno. De ahí que expresiones como «no puedo concebir que Dios condene eternamente», o «si yo fuera Dios, haría [o no] tal cosa o la otra», formen parte del dudoso acervo teológico de nuestro tiempo.
Por otro lado, lo que hoy se denomina «discernimiento», no es más que maquinación sobre el modo de enturbiar lo que durante veinte siglos fue diáfano y claro: sin ir más lejos, que es intrínsecamente malo adulterar o practicar la sodomía. No se trata, pues, más que de aplicar la moral de situación, que rechaza la existencia de actos intrínsecamente malos y que, por el contrario, considera que las circunstancias pueden alterar la calificación moral de cualquier acto; dicho de otro modo, que el juicio moral es meramente contextual y depende de la consideración conjunta de varias circunstancias.
Si por algo se caracteriza la teología tradicional, encarnada en la figura de Santo Tomás, es por la combinación de profundidad doctrinal y baja sofisticación argumental. Y es que la sofisticación (cuya etimología –sophistikós– hace referencia a la sofística), es lo propio del racionalismo. Las evidencias, especialmente las sensibles, participan, de algún modo, de la simplicidad divina, y no requieren mayores argumentaciones. Por ello, es a través de tales evidencias como se construye la filosofía; evidencias que son complementadas por la Revelación y la Tradición de la Iglesia, en el caso de la teología. Por esa razón, es aparentemente más erudita la sospecha que la certeza; porque la sospecha es enrevesada, y permite redactar manuales más extensos sin aportar nada bueno en el conocimiento de la Verdad. Da la sensación de que divagar sin alcanzar conclusiones es más meritorio que proponer verdades elevadas a partir de principios simples.
En cambio, la teología actual participa plenamente de la duda sensible cartesiana o el escepticismo de Hume, entre otros. El mero hecho de leer la ratzingeriana «Introducción al cristianismo», da fe de lo que decimos. Si «eso» es la introducción, ¿cómo será el desarrollo?
Dijimos en la anterior entrada, que la separación entre razón e intelecto es propia del racionalismo, del cual participa la neo-teología. Pues bien, cuando esta razón descubre que no puede acceder a la verdad, entonces baja los brazos y se entrega a lo sensual. De ahí que el heredero del racionalismo, en la historia de la filosofía, haya sido el romanticismo y el sentimentalismo; que a su vez son los principios motores de la vida de la inmensa mayoría de los católicos actuales, y también de la neo-teología conciliar.
En definitiva, la suave simplicidad de las verdades de fe, cuyo depósito corresponde a la Iglesia, ha sido sustituida por una babosa, estéril y vaga acumulación de conceptos vacíos de significado, meros recipientes que pueden ser rellenados al antojo de quienes los tengan en sus manos.
La gravedad de la situación, no nos cansamos de repetir, urge ya a actuar. Las disquisiciones sobre la situación de la Iglesia empiezan a sobrar para quienes han abierto los ojos a la verdadera naturaleza de los problemas. Mejor dicho, el problema: que la neo-Iglesia se dirige, a gran velocidad y rumbo de colisión, contra la apostasía más cruda. Cristo prometió que la barca de Pedro jamás se hundiría, pero eso no excluye la posibilidad de que una Iglesia, verdadera materialmente– es decir, en sus estructuras y su sucesión apostólica-, pero vacía formalmente – en su alma, el Espíritu Santo, que ha sido expulsado- , zozobre realmente para ceder su hueco a la verdadera fe católica.